Cada verano, una horda de turistas en bañador y chancletas invade las ruinas del palacio de Diocleciano, en la ciudad croata de Split, mientras se alimenta de helados industriales, pizzas precocinadas o hamburguesas de saldo. Es uno de los ejemplos más dramáticos de cómo la turistificación puede arrasar las señas de identidad gastronómica de una ciudad.
Esa imagen me atormenta cada vez que tropiezo con otro nuevo local de sushi, empanadillas argentinas, ramen o focaccias, mientras cierran uno a uno restaurantes históricos y bares con carácter. Presumimos de ser un destino gastronómico, pero las calles de Bilbao están perdiendo identidad para llenarse de cadenas de comida rápida, franquicias encubiertas, quinta gama disfrazada de lujo asequible y cartas repetitivas: tartar, burrata, guiozas…
Convertir nuestra villa en el lobby de un aeropuerto no es una expresión de cosmopolitismo, sino de provincianismo pacato. Lo mundano no es limitarse a darle al viajero lo que ya conoce, sino ser capaz de ofrecerle algo inesperado. Me sorprende, por ejemplo, que a nadie se le haya ocurrido todavía montar un despacho de talos que merezca la pena. ¿Cuántos viajeros no preferirían descubrir al primo vasco del taco a conformarse con algo que pueden pedir a domicilio en Boston, Munich o Ámsterdam?
No hace falta que les explique el poder de la buena cocina para atraer visitantes. El turismo gastronómico se inventó aquí al lado, en Donosti, pionera también en expulsar a sus propios habitantes de la Parte Vieja. ¿Seguiremos el mismo camino? Estamos en el brete de aprender de los errores del vecino o resignarnos a ser otro decorado insípido.
La alternativa es tan sencilla –y tan compleja– como apostar por establecimientos que los bilbaínos podamos frecuentar con orgullo: tabernas donde brille la despensa y el talento local, bares de vinos que celebren nuestra riqueza enológica, mesas de toda la vida y cocina internacional, claro, pero con personalidad. El turista que merece la pena sabrá seguirnos hasta esos lugares. No estamos condenados a parecer Split, ni hace falta aspirar a ser Copenhague. Basta con seguir siendo Bilbao.