El deshielo gallego

Un Comino

En 2016 escribí que Galicia era nuestro Far West particular, el territorio rico e indómito en el que se podía depositar la esperanza, donde todo estaba por hacer, donde aún la naturaleza oceánica y terrestre se mantiene con suficiente vitalidad como para ofrecer productos excelsos no solo para una minoría minoritaria. Sus mares, campos, montañas y gentes del sector primario exhalan de modo natural los conceptos e ideas que ahora mueven la gastronomía mundial: la diversidad, las pequeñas explotaciones, la identidad cultural y la biodiversidad que han mantenido a salvo, entre otros, el otrora denostado minifundio.

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El último ingrediente que le faltó durante décadas para posicionar la región entre las más punteras de la gastronomía ibérica –los cocineros de altos vuelos– estaba desde hace al menos diez años en estado de maduración progresiva. En esta semana, simbólicamente, Galicia se ha posicionado entre las grandes, no solo por las nuevas estrellas que ha cosechado, sino por lo que supone que toda esa energía potencial se empiece a convertir en cinética.

La segunda estrella para el Culler de Pau de Javier Olleros y las primeras que han recogido Alberto G. Prelcic en su Silabario (Vigo), Iñaki Bretal en el Eirado da Leña (Pontevedra) y Miguel González (Pereiro de Aguiar, Ourense) son el espaldarazo a proyectos de largo aliento comprometidos con una cocina personal y con un producto local que históricamente había destacado por encima del modo en que se cocinaba.

El fin de los excesos ‘creativistoides’ de otras épocas, la sensibilidad en la búsqueda de los productos y la aplicación meditada y sensible de unas hebras de relato han ahormado una oferta colectiva que encaja con lo que la nueva generación de aficionados a la gastronomía busca en todas partes. Lo importante no es que Galicia sume 15 estrellas Michelin por primera vez en la historia y consiga posicionar un restaurante entre los que ostentan dos, sino que el hielo de la falta de reconocimiento en el que imaginariamente se sentían bloqueados se ha roto por fin.

 

Diseminación de ideas

De las 21 estrellas verdes a la sostenibilidad que la guía roja ha otorgado este año por primera vez, tres han ido a parar a Galicia y se conceden a restaurantes de diferente aspiración, trayectoria y modelo –desde el Culler de Pau y Pepe Vieira, otro de los grandes, hasta uno de los más alternativos por su apuesta radical por la ruralidad y el formato familiar, como es O Balado, del que ya hablamos en este Comino a finales del verano–, lo que habla de la diseminación de unas ideas que, a diferencia de las que movían la cocina de hace veinte años, tiran de toda la cadena de producción, visibilizando a muchos productores y poniendo en valor su trabajo.

He escuchado estos días argumentos de todo tipo para justificar lo que ha ocurrido este año en Galicia, entre ellos que inspectores gallegos de la guía han tenido el cariño con su tierra que no habían mostrado hasta ahora. Esta afirmación es cuando menos mezquina si repasamos en quién se han fijado. No tenemos espacio para revisar uno por uno todos los casos, pero si nos referimos al Culler de Pau no he escuchado ni a un solo aficionado serio o profesional que cuestione lo merecido de las mismas.

 

Un universo propio

Javier Olleros es uno de los cocineros actuales más personales de este país, aunque a menudo se le ha mirado con gafas de cerca y se ha simplificado en exceso su aportación. Olleros no es solo un chef muy gallego y muy comprometido con la sostenibilidad y los productores de su tierra, ni siquiera un pensador entre agricultores y pescadores. Es verdad que su cocina y su persona están muy imbricadas en su territorio, pero su valía, en mi opinión, reside en el modo en el que ésta se eleva por encima desde ese arraigo geográfico hacia estadios culinarios superiores.

Olleros parte de un universo propio en el que tienen cabida el compromiso, el sabor y la búsqueda de la belleza a un tiempo, lo que fructifica en una cocina comprensible y atractiva para cualquier comensal, independientemente de su nacionalidad. Probablemente su caso sea parangonable al de Eneko Atxa. Ambos defienden una cocina indisoluble de su territorio –vasco y gallego– pero al mismo tiempo transitan muy por encima de los límites geográficos.

Se expresan con una poética propia, lo que en un escritor o en un pintor sería el estilo, eso que hace reconocible por sí mismo cualquiera de sus platos, independientemente del tema o producto principal. Ambas son propuestas en las que el corazón de lo popular palpita junto a un pensamiento universalista a través de una visión realmente profunda de la cocina y su lugar en el mundo.

PD. Todo aficionado ha soñado alguna vez con ser el corrector de pruebas de la guía Michelin. ¿Si tuviera ocasión de añadir una sola estrella a quién se la pondría usted? La mía ya la tendría Lera.