Me duele la despensa

La memoria del sabor

La tierra que reclamó el compromiso con el producto y el productor, dala espalda a la estacionalidad de la despensa.

Sucedió el pasado enero, cuando una cocinera malagueña que practicaba en un restaurante de Lima descubrió la palta. Ya la conocía de su tierra, pero nunca había comido paltas como las que desayunaba desde que llegó al Perú: palta madura, pan, aceite de oliva virgen extra, sal y pimienta. El primer día se dio cuenta de que cualquier parecido entre esas paltas y los aguacates que comía y servía en Málaga era pura coincidencia. La Axarquía malagueña es el mayor proveedor de aguacates de Europa, pero no se acercaban, ni de lejos, a las que descubrió en los cafés y las bodeguitas de Miraflores. A punto de volver a casa, decidió comprar una maleta de mano que pudiera llenar de paltas y algún descubrimiento más -el yacon fue otro de sus nuevos mejores amigos- para cubrir sus desayunos en las dos semanas siguientes. Le aconsejé que no lo hiciera. Su decisión abría un camino sin vuelta atrás que recorrí hace unos años; su relación con los aguacates malagueños o granadinos no volvería a ser igual. Me lo confirmaba unos meses después. El aguacate quedó desterrado de su mesa, da igual que fuera español o chileno. Tuvo suerte de no haber probado la chirimoya; al menos le queda esa ilusión.

 

La base de su desgracia, o su fortuna, fue encontrar la palta en el mejor momento del año, dentro de su temporada natural y en todo su esplendor, que viene a concretarse entre julio y febrero. Recuerdo esta pequeña historia recién llegado el mes de agosto, cuando las tierras tropicales del hemisferio sur gozan el tiempo de lo que la mayor parte de América llama aguacate, aunque llegado al Perú el aguacate deviene en palta. Tal vez debería escribirlo al revés: salida del Perú, la palta se traviste de aguacate, pero acabaríamos en el debate sobre los nombres originarios y el triunfo de la resistencia lingüística, y culinaria, frente al rodillo de la colonia, pero esa no es hoy la historia.

 

Decía que la palta está de fiesta y que le llegó su tiempo, que es el de la temporada seca, o semi seca, de las zonas tropicales o subtropicales del hemisferio sur. A partir de julio y durante siete meses, hasta enero o febrero, este increíble fruto carnoso y graso se desvelará pleno, fragante, delicado y sabroso. Lo mires por donde lo mires, una joya insustituible. Nada que ver más allá de la morfología y el nombre, con los sucedáneos que crecen en el sur de España, protagonistas de la desecación de comarcas enteras de Málaga y Granada sin ofrecer a cambio prestaciones que merezcan ser reseñadas. Otro tanto le ocurre a la palta chilena (allí recupera su nombre), crecida lejos del espacio natural y climático que le corresponde, sobre explotada hasta el punto de secar ríos y condenar a la carencia de agua a cuencas fluviales enteras. Ya lo comenté hace unos meses. Y por mucho fervor que sienta el chileno por ella, no es particularemente buena. Crecida lejos de su espacio natural y en cultivos forzados, la palta pasa a ser la hermana pobre y sin gracia de una familia apegada al territorio, siempre necesitada de raíces. La historia se repite cuando crece y se cosecha con la estación cambiada; nada justifica su llegada a la mesa.

 

Lo triste es que aquí, en Perú, muy pocos saben de las temporadas de la palta, o de la del mango o la chirimoya, que también abundan y marcan pautas y ritmos. Aparece todo el año en bodeguitas y mercados, pero superado el mes de febrero resulta aguachenta, sosa y desabrida. No le importa mucho a los nuevos cafés de lujo, las panaderías del pan ácido, los comedores con más pretensiones que fundamentos y alguno de los reconocidos, que la mantienen anclada en sus cartas. La tierra que lanzó al mundo el grito de la diversidad, el compromiso con el producto o la reivindicación del productor, da la espalda a la estacionalidad de su despensa. La palta solo es un síntoma más de la inconsecuencia de una clase culinaria que tiene bien aprendido un discurso que raras veces aplica. Su falta de compromiso la acerca peligrosamente a los autócratas del fast food, la comida basura y las cocinas mercenarias que colonizan el universo gastronómico.

 

Algunas cocinas del Ecuador viven locas por el aguacate (la palta cambia de género en la frontera). No lo he encontrado en el viaje de dos semanas que acabo de cerrar. Buscaba el contacto con las despensas fundamentales del Ecuador, que suelen estar más en lo cotidiano que en lo excepcional, pero me ha servido para muchas otras cosas. Por lo pronto he vuelto a vivir de cerca la realidad del productor latinoamericano. No importa en qué país esté ni qué cultive, coseche, críe o recolecte, la historia se repite en un bucle que no parece tener fin.

 

Unos días en la Amazonía, en los alrededores de Coca y Archidona, otros en las campiñas andinas de Salinas de Guaranda, siempre tremendas e impoonentes, y unos más en los sembríos y las playas de la fascinante Manabí, una provincia rica y abierta que hoy vive el oprobio del narcotráfico institucionalizado y las mafias policiales (el día que se me quite la vergüenza y el susto, y sea capaz de pasar por encima de las amenazas de muerte de algunos funcionarios de la comisaría de Bahía, desempolvo las fotos del cabecilla, su cara aniñada y sus tatuajes de sicario uniformado, y les cuento). Calculo que he visitado y conocido a una treintena larga de productores: mujeres cuyas vidas transcurren íntegramente alrededor de la yuca, productoras de papa que solo consiguen una cosecha cada ocho años, recolectoras de macambo, pechiche o chonta, agricultores dedicados al maíz amarillo, el plátano o el maní, o criadoras de cachema que fueron expulsadas de sus tierras por la iglesia católica y tuvieron que recomprárselas pagando mil veces lo recibido para reconquistar su forma de vida.

 

No hay espacio para enumerarlos todos ni para una relación completa de agravios; serán los protagonistas de un libro en el que trabajamos y del que les contaré cuando corresponda. Volví abrumado por todas las historias sangrantes que marcan el día a día de cada uno de ellos, y por encima suyo con los ejemplos de vida, orgullo y fortaleza que me han demostrado a lo largo de horas de conversaciones, a veces de almuerzos compartidos.

 

Hay algo que no se me va de la cabeza. Salvo tres excepciones de empresarios asentados, ninguna o ninguno conseguían ingresar más de mil dólares al año; lo normal es que no pasen de cuatrocientos. Eso sucede en un país en el que el salario mínimo está fijado en cuatrocientos veinticinco dólares mensuales. También ocurre en un país que pelea por reivindicar sus cocinas y poner en valor sus raíces, pero en el que los discursos de los cocineros que aspiran a la condición de estrella no acostumbran coincidir con lo que practican.

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