De la ‘gastonomía’ a la ‘fastonomía’

Un Comino

Ha pasado ya década y pico, pero no he olvidado el orgullo marcado en las caras curtidas de un grupo de productores de papa andina en un mercado de Lima. Eran tiempos en los que los gastronautas del mundo mirábamos asombrados y felices la capacidad que podía tener la cocina para transformar las vidas de personas que hasta hacía bien poco habían sido invisibles para la sociedad blanca y, de paso, también para enriquecer las nuestras. La labor callada de estas comunidades en el altiplano y los cerros durante generaciones, preservando miles de especies diferentes de papa en un hecho cultural completamente opuesto al occidental-productivista que los hubiera llevado a abandonar aquellas menos rentables, había dejado como herencia una de las mayores biodiversidades del mundo de especies vegetales cultivadas.

Los paperos entraban en el siglo XXI con la autoestima por los suelos después del reguero de muertes e inmoralidades de las décadas ominosas de Sendero Luminoso y con un rosario de privaciones. Unos años después miraban con orgullo y tenían a Gastón Acurio como un líder social antes que como a un cocinero, casi como un neoprofeta.

 

Después he visto que lo han llamado “libertador gourmet”, “arquitecto  y líder del movimiento culinario peruano” y no sé cuántas excentricidades más, pero se diga como se quiera, la verdad es que es difícil encontrar un cambio social tan poderoso como el que él lideró en su país. 

Gracias a la visibilización de las papas en los grandes restaurantes y mercados del mundo, acompañando a la universalización del ceviche, la causa y la quinua, liderada en un principio por Acurio, la renta disponible de los productores se había multiplicado. A la pregunta de cuántas veces podían comer cuy -su proteína animal por excelencia-, antes de la revalorización de la papa andina y después, la respuesta era que antes solo se comía cuy los días especiales y algunos feriados, pero que ahora podían tomarlo cualquier día.

A posteriori se ha seguido hablando mucho de Acurio, pero más allá de aquellos que pretendían convertirlo en presidente del país, cada vez se destacaba más en los medios su perfil empresarial, la posición en las listas rankings de restaurantes mundiales, y el número de restaurantes que iba abriendo por el mundo como si fuera una transnacional andina. A mí, sin embargo, me seguía interesando mucho más la mirada de aquellos paperos. Entonces y ahora que se ha liberado del peso de ese entramado económico y vuela de nuevo más ligero y seguro duerme mucho mejor.

Es verdad que las cocinas peruanas se fueron abriendo al mundo y que la siguiente generación de chefs que irrumpió cuando Lima empezaba a convertirse en un paraíso de turismo culinario –con menús a precios prohibitivos para la mayoría de los peruanos–, empujaba con fuerza. Las declinaciones de las cocinas identitarias minoritarias con influencia oriental, como la nikkei y la chifa, misturaban dos de las corrientes culinarias que más atraían a los occidentales.

 

La pandilla leche de tigre

Los Misha, Virgilio Martínez, Héctor Solís, Pedro Miguen Schiaffino y muchos otros empujaban desde distintos ángulos y edades el gran hallazgo nacional y bajo aquel invento llamado “la pandilla de la leche de tigre”, idea comprometida y solidaria donde las hubo, sobre todo en sus inicios, recorrían el mundo cocinando como si fueran una selección nacional en cualquier restaurante peruano, así fuera una casa bien humilde, y aportaban altruistamente su visibilidad mediática y conquistaban gastronómicamente paladares de varios continentes.

Todo esto que se inició hace más de dos décadas es lo que yo vengo a llamar a llamar “gastonomía”, por Gastón, uno de los ejemplos más virtuosos de lo que puede aportar una actividad tan sencilla y necesaria –y al tiempo tan estratégica– como es la alimentación, probablemente la pulsión más transversal e universal de todos los tiempos y culturas que ha tenido nuestra especie.

 

El mejor, lo más

Por eso me retuerzo en la silla cada vez que asisto al envilecimiento de lo culinario, arrimándose cada vez más a la cultura de lo frívolo y del espectáculo en una diversidad de manifestaciones, lo ‘cool’ del momento, lo visual, el falso lujo, la desconexión del sector primario y sus necesidades, lo sostenible como icono que sustituye al Che Guevaraen las camisetas contemporáneas.

Es lo que vengo a llamar, por oposición a lo que ocurrió con la “gastonomía” acuriana, la “fastonomía”. Fastos vacuos y, en el mejor de los casos, hedonismo desmedido e innecesario con tamaños improbables de especies animales que amenazan con terminar como pájaros dodos, bien cocinados -poco cocinados, mejor dicho-, porque ese colectivo valora como ningún otro “el producto”. 

 

Viandas de foto para acompañar a vinos tan escasos como irreales que aportan una imagen más distinguida que la de los deportivos de alta cilindrada, ya casi de mal gusto. Es el imperio de “el mejor”, “lo más”, ese ejercicio colectivo de pasar cualquier actividad humana a términos ordinales y ponerla en rankings, ese agotamiento contemporáneo tan alejado de como ha sido la vida de nuestros congéneres a lo largo de los siglos.

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