La fórmula se antoja infalible a la hora de montar un negocio de hostelería. “Queríamos el restaurante que a nosotros nos gustaría frecuentar”, te dice con orgullo el recién estrenado tabernero. Como si esa voluntad encomiable bastara para clavar las recetas de su tía, encontrar un equipo que no le deje colgado al tercer día y llenar el comedor cuando amaine la leve brisa de la novedad, abanicada a golpe de nota de prensa.
Si no nos dejaríamos sacar una muela por un fontanero u operar a corazón abierto por un taxidermista, ¿por qué confiamos el aniversario de los abuelos o la boda de la niña a un amateur? El intrusismo es un mal muy extendido en el sector, alimentado por esa vieja idea de que para poner copas o servir mesas vale cualquiera.
El peor ejemplo de esa concepción errónea no se da, sin embargo, a pie de barra, sino en el despacho de administración. Es ese inversor caprichoso que cree que montar un restaurante es tirar un fajo de billetes en un local pinturero y esperar a que se cocinen los beneficios, mientras descorcha con sus amigotes en la mejor mesa. Si la cosa no marcha bien saldrá pitando, culpará al equipo o al barrio, cuando el error era creerse anfitrión sin haber servido jamás una mesa.
No es una cuestión de corporativismo gremial. Algunos de los hosteleros más renombrados de este país fueron en su día completos ‘outsiders’ y quizá no es casualidad que sus negocios derrochen tanta personalidad. Santi Santamaría iba para perito industrial antes de soñar con El Racó de Can Fabes. Los padres de Sacha Hormaechea eran artistas: montaron su figón por pura supervivencia, alumbrando una mesa de culto entre los profesionales. Y Ricard Camarena tocaba la trompeta, sin imaginar que la música que le haría célebre sería la de las cacerolas.
¿Qué distingue entonces al intruso del buen profesional? No es tanto el hecho de venir de fuera, sino saber tomarse el oficio en serio. Ponerse al frente de un bar o un restaurante requiere más cualidades humanas que profundidad de bolsillo. Ingredientes difíciles de medir como el criterio, el carisma, la hospitalidad, el compromiso o la paciencia. En un oficio que consiste en cuidar de otras personas, las dotes personales son vitales. Y esas no brotan solas al regarse con dinero.