La mesa

Un Comino

La pequeña mesa de Nochebuena nos da hoy el mismo vértigo que el año pasado nos daba la grande, la que tenía sillas para la suegra y los cuñados que la pedrea nos metió en la familia. Si el problema hace un año era gestionar la sobreabundancia, la falta de empatía o sinceridad –a veces– y el tiempo de rito que de pura costumbre asumíamos como normal, este año sentimos el frío y el vértigo de no poder ver al hermano o a los sobrinos que queremos de verdad. ¿Cómo será eso?

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El problema no es baladí en las familias que viven extendidas como un colgador de ropa de los de ahora, unos en Barcelona, otros en Madrid y el resto en un pequeño pueblo de Bizkaia donde la humedad se eleva tanto como el espíritu. Pero menos aún de aquellas tribus familiares en las que dos o tres generaciones de la misma sangre comparten ayuntamiento. Quizás ahí sea aún más difícil esa idea de tener a la hermana o a la abuela en los únicos días del año en el que se siente oficialmente su falta, a un kilómetro o a dos manzanas.

Puedo imaginar la tristeza en una cocina en la que solo una cazuela hierve despacio en la mañana de la Nochebuena. Seis invitados no más, que dirían en México, cada vez menos porque se van viniendo las grandes pérdidas de la vida, la segunda la de la madre, la tercera la del padre (la primera prefiero no invocarla). Y más tristeza cuando los fritos y entremeses se pueden freír en una única sartén y el marisco cabe en una fuente.

Supongo que este año, a falta de gente suficiente, el árbol nos parecerá más grande y el nacimiento, al que solo los pequeños atendían un rato, se convertirá en público para creernos de verdad que estamos en Navidad. Por fin, todo el teatrillo de la televisión que hasta ahora atendía a aburridos y solitarios tendrá sentido, como cuando Carmen Sevilla fue en un DC3 a cantar a los soldaditos que tenían que pasar la Navidad de 1957 en Sidi Ifni o Marta Sánchez, treinta años después, a lo mismo en la Fragata Numancia amarrada en un puerto del Golfo.

Conexiones subterráneas

No es que este artículo trate de promover un alzamiento contra las decisiones de nuestros representantes políticos –que elegimos nosotros aunque ahora no nos sintamos representados en la mayoría de los casos– pero sí de constatar la cara emocional de toda vida de sapiens. Creíamos que la razón puede explicarlo todo y la praxis dice que no es verdad. Las conexiones emocionales subterráneas, los pensamientos íntimos tienen un peso enorme e innegable en nuestras vidas. Acaban aflorando como las cañerías que revientan a tres metros bajo tierra.

Todos aquellos que odian la Navidad y que llenaron hasta el 2020 sus redes sociales de mensajes en contra de lo que suponen las fiestas en lo religioso, lo comercial y lo familiar, vivirán su año más placentero. Al menos que disfruten ellos esta vez.

Yo creo que los pilares de la vida de la mayoría, aunque de todo hay en la viña del señor, se conforman, como los grandes platos gastronómicos, con pocos ingredientes. Algunos podemos vivir bien solo con la familia, el hogar (el fuego) y la mesa, como si dijésemos el aceite, la cebolla y el ajo. El resto de ingredientes se van acomodando. Una vida sin trufa blanca es totalmente aceptable.

Mi pensamiento vuelve a la mesa, al espacio simple, básico y totémico bien delimitado, donde uno está obligado a compartir viandas, pero sobre todo miradas y hasta conversaciones, donde se gesta la desnudez emocional, donde la pose no es sostenible durante tanto tiempo como tres platos, donde la mueca de disgusto termina apareciendo.

 

La humilde mesa

Hablo de mesas de verdad, sin televisiones ni bandejas de por medio, las de personas frente a frente. Las primeras mesas de las que tenemos constancia ya se usaban el Egipto hace 3.000 años. Mesas para comer, digo, al principio en forma de pedestal, pero con la misma función que las de ahora: separar los alimentos del suelo. Luego vendrían las mesas de juego, las de noche, las auxiliares… y todas las declinaciones, incluido el gueridón.

Ninguna tecnología las ha superado como principal herramienta de socialización –en esto superan incluso a las camas– y disfrute. Pienso en los ritos, en la transmisión del amor de la familia y llego a la visión de la mesa como ágora de los vascos –visión que comparto con Eneko Atxa– y también a esa nueva y viajera mesa que se inventó Íñigo Lavado, artefacto diabólico y maravilloso para obtener la verdad de las personas.

Una vez, cuando era más joven, me dijeron que para que una casa fuera un hogar hacían falta tres cosas: una botella de vino, un tocadiscos –véase la antigüedad del consejo– y un rollo de papel higiénico. Me gustó aquella síntesis, pero nunca me sentí cómodo del todo. Faltaba la mesa, en toda su humildad, en toda su simbología y capacidad de revelación atávica.