Málaga es boquiabierta: mil paladares, mil lenguas, han recalado en ella. La capital malagueña es ciudad antigua – que no vieja – de más de mil por tres años. Miles de pobladores han compuesto su población milenaria. Miles de miles de embarcaciones la han ido desembarcando por la bocana de su puerto junto con sus mercaderías, recetas y foráneas comederas, estraperlos y trapicheos. Una urbe donjuanera que devoró a sus «mille e tre» amantes. La gula de su comida y cocina venía con cada cultura y se atracaba de la autóctona, conformada a su vez por otras que la precedieron. Amalgama culinaria sin duda, superposición histórica, como muchas, casi todas, de otras cocinas de los pueblos asentados en el litoral mediterráneo. Cocina pasada y paseada por el mar por tanto; principalmente, de pescado y marisco, de guiso marinero y taberna portuaria, de chiringuito y merendero al rebalaje. Pero también de la que de sus vegas y montes se deja caer, de aves que vuelan a la cazuela y cabritos que brincan a ella. No sólo pues de cañas de pescar, sino de las de cerveza y de azúcar también.
Y sobre la amada y acumulada cocina popular, la burguesa de la extranjería emigrada en la segunda mitad del XIX y la internacional y hotelera de la segunda del XX, ambas afrancesadas a más no poder, y que le concedieron cierto poder, relevancia y hegemonía culinaria en esas épocas.
Todo ello en junto y en alta es la cocina de José Carlos García: cocina de Málaga. Ese es el ser de su cocinar, esa es su definición por antonomasia, su verdad verdadera, su realidad y, sin duda, su futuro. Es el cocinero/restaurante capital de nuestra capital. Lo ha venido siendo, pausada y calladamente, como a su personalidad corresponde, desde hace ya demasiado. Mucho camino recorrido, larga cocinación la que lleva sobre sí por veredas a veces erróneas, a veces sin línea clara, vericuetos desencontrados y dispersos se cruzaron en su andadura culinaria.
Buscando quizás, digo yo, una definición de sí mismo alejada de su crianza, de su juventud, de su aprendizaje, de su ser de cocinero malagueño, pues, vuelvo a decir yo, que al igual que nuestra identidad se construye sobre lo que hemos comido, la del chef la hace lo que ha cocinado y José Carlos ha mamado “Verdiales al Café de París”. A fondo, desde los fondos por derecho, ahí es donde están sus llaves, matarile, en los fondos del mare nostrum que bañan su resta pero también bañan aquellos de la France.
La cocina de José Carlos es fruto de su voluntad ordenada, objetiva y profesional; disciplina pausada mechada por los amores y los cánones que conforman su casa, su comida doméstica, su mundo gastrosófico: su cocina cabal. Si honesto fue al romper amarras, valiente al trazar su propio rumbo y perseguir su destino y temerario al atracar en Muelle Uno su fabuloso restorán, más fácil ha de serle hoy mirar su estela, retomar la brújula, recalcular y reafirmar su travesía.
Y me da a mí en la nariz y la boca que JCG está sabiendo recrearse: está encontrando su sitio y sus sabores, está dando con su método definitivo al recoger y reunir, cultivando y tomando, así y primero, conciencia de la cultura histórico-gastronómica de Málaga, cuanto por sus manos cocineras ha pasado, con el añadido, no podía de otra manera ser, del legado del clasicismo paterno que se amalgama, una vez más, en su cocina actual. La misma vieja historia. Prueben, como muestra veraz, su parmentier de bogavante con salsa nantua que, usando prensa parisien, prepara en sala, o el dim sum de mollejas y pico de gallo, que dan la nota y suenan a cañera batería de cocina; aportando rotundidad a los sabores al tiempo que los clarifica y autentifica al, como el mismo dice, «meterles un poco de rock&roll».
Todo esto se traduce en su menú de hoy cuyo discurso discurre entre aquello, ésto y lo de más allá. Sí, eso es la amalgama, este es el carácter de la cocina de Málaga, reitero, y por eso reaparecen recetas típicas como el gazpachuelo malagueño o productos autóctonos como la aloreña líquida. Pero también y al tiempo, reconvierte la quisquilla, el erizo con manzana y tapioca y las vieiras en tiradito, que incluyen inclinaciones foráneas (cítricas, picosas, jugosas…) tan en boga. O crea para lo por venir, su original arroz cremoso de setas y remolacha.
Para el estoque carnívoro, usa un cochinillo confitado con soja amarilla y una fracción de chuleta roja, vieja y madurada al límite. Y para despedirse, postres especiados, cítricos y chocolateados.
Así pues, estamos de enhorabuena, JCG vuelve a llegar al buen puerto de Málaga en su magnífica nave encapillada frente a los atraques; no ha olvidado lo aprendido, nunca lo hace el cocinero de ley, lo está aplicando en unos platos que son ya más suyos, más maduros, más malagueños y salerosos, y eso se paladea en una curtida y auténtica carta de navegación mediterránea. Tras los múltiples desafíos de rigor que pierden y hacen reencontrarse a personas y cocinerosos y tras sus tan normales y necesarias probaturas de rigor, podríamos decir con Nietzsche, que está llegando a ser lo que es. Y eso es lo máximo a lo que todo hombre, dentro y fuera de la cocina, debe aspirar. Felicidades.