La Michelin llegó a México

La memoria del sabor

Llegó La Michelín a México y se hizo notar: dos estrellas a Quintonil y a Pujol, ambos en la Ciudad de México, 16 estrellas individuales más repartidas por los seis estados que pagan la aventura (que poco rédito para la inversión de Nuevo León ¿les cobraron lo mismo que a los otros o tenían rebaja?), la sorpresa de ver cinco de las seis estrellas verdes repartidas entre Baja California y Baja California Sur, y un interesante desparrame de referencias y reconocimientos sobre taquerías de distinto porte. Lo de México fue mucho más que lo visto en el debut de la guía en Mendoza y Buenos Aires, y también más de lo que se espera para la vuelta de la guía francesa a Rio y Sao Paulo (toca el lunes). Más estrellas, más restaurantes referenciados (157), más Bib Gourmand…

 

Gwendal Paullennec, el jefe del cotarro, se consolida en el aburrimiento: qué ceremonia más tediosa, estimado, y un poco cargante ver que después de años soltando discursos en guías latinas, sigas marcándote en inglés tu media docena de intervenciones. La casi siempre admirada Gabriela Wankertin (la consideración no es patente de corso; se le fue tanto la mano que estuvo a punto de perder el brazo) se desgañitaba pidiendo aplausos y vítores. También se desdoblaba en requiebros a los cocineros (y alguna cocinera; muchas menos de las deseadas, también menos de las debidas, como siempre) que pasaban por el escenario, pero ni por esas. Tardaron hora y media en anunciar estrellas y lo resolvieron en 15 minutos. Hubieran empezado por ahí, que era lo que interesaba.

 

Tampoco en México le dieron tres estrellas a ningún restaurante, como en Argentina y hasta ahora en Brasil. Tampoco creo que tuvieran candidatos serios. Vallejo soñaba con alcanzarlas y para mí que a Olvera le daba un poco lo mismo, aunque le vendrían bien para sus negocios. Con cada edición de la guía de Brasil se repite la queja, como he escuchado después de la de Buenos Aires y Mendoza, reclamando la tercera estrella para restaurantes que no son Aramburu, el único que tuvo dos el primer año. No creo que el restaurante de Gonzalo Aramburu esté para tres estrellas, y tampoco veo otros que estén ni siquiera en la estela de la segunda. En lugar de invertir para intentar conseguirlo -personal, instalaciones, cocina-, dedican sus recursos a mostrarse y farrear. Algo positivo trae la Michelin: hay que afanarse para mejorar el negocio.

 

Algunos se consideran miembros de la nobleza culinaria, simplemente porque han decidido (y podido) pagar nosécuantosmil cada año a la agencia de comunicación que les pasea el nombre y les llena el restaurante de invitados, además de lo que cuestan los viajes de conveniencia de la orden del cocinero mendicante (un voto, señorito, por el amor de Dios). Y de repente, no hay con quien compincharse o alguien visible a quien coartar o al que rogar. Es lo que hay en guías de inspectores anónimos (no tardarán tanto en dejar de serlo), que hasta que pase un tiempo no hay forma de organizar el compadreo. La explicación es la de siempre: son extranjeros, ¿cómo se atreven a venir a juzgarnos?

 

La Michelin es una guía francesa y por eso en México algunos le dicen extranjera (también en Buenos Aires, imagino que no es muy distinto en Brasil), aunque hace solo diez años lo francés les ponía con los ojos en blanco y mirando arrobados hacia donde sale el sol. También les ponía lo inglés cuando apareció la lista y les siguen poniendo los actuales capos, en Chicago. Vivimos una región en la que todos somos un poco extranjeros; unas veces por origen, otras por vocación y algunas más por complejo. Extranjeros de nosotros mismos. Técnicamente, es extranjera la empresa de comunicación que maneja las ansiedades de la élite latinoamericana de 50 Best (lleva tantos restaurantes que compiten por el mismo puesto que un día va escenificar una guerra civil), lo es la propia lista y por supuesto su staff, y empiezan a serlo esos cocineros que pasan más tiempo viajando y haciendo como que cocinan allí donde les abran la puerta, que en sus negocios, atendiendo a sus clientes.

 

Ninguna lista escapa del círculo vicioso, aunque los que aseguran su manejo (ay, esos coordinadores regionales imparciales a los que los restaurantes distinguidos pasean a todo tren por el mundo; hoy Bangkok, mañana Ciudad de Panamá, anteayer El Cairo) son personajes locales. ¿Agentes infiltrados? ¿Preferimos las guías locales? ¿Las comerciales, y no hablo de lo que venden, sino de lo que pìden a quienes aparecen? ¿Equívocas como la que comentaba Alcocer en la entrevista que le hizo Fabiola de la Fuente? ¿O la 50 Best, manejada en México por la inmaculada mano de una empresaria del marketing culinario? Nos hemos acostumbrado tanto a los desmanes de la 50 Best y los privilegios que nos llegan con ella -viajes, giras, fiestas y minivacaciones por todo lo alto- que nos apuntamos al primer bombardeo que permita desviar la atención.

 

Tras la salida de la Michelin la palestra hay dos modelos contrapuestos, cuya supervivencia depende de su capacidad para ganar la confianza del mercado. De un lado, los que estimulan al cocinero a permanecer en su cocina, trabajando para un cliente que de repente puede ser un inspector de la Michelin llegado de incógnito, y del otro, las dinámicas de un negocio que obliga al abandono del trabajo para contrabandear votos por la región o, llegado el caso, por el mundo. A cambio, los siete elegidos de cada país llenan sus libros de reservas con el público cautivo que proporciona el turismo gastronómico. ¿Para que cambiar nada -hábitos, platos o trato- si es su única visita? ¿Para qué avanzar si son felices solo por estar?

 

La Michelin es una guía de pago. Cada estado considerado por la Michelin -cinco de los treinta y uno del país y la capital, Ciudad de México- paga por participar dos años seguidos (hablan de medio millón de dólares cada uno), lo que explica tantas ausencias y hace que algunos reciban más atención de la que merecen (entre los que conozco, me chirría especialmente la estrella de Le Chique). La existencia y supervivencia de las guías latinoamericanas no dependen de la venta de ejemplares sino de la subvención de la administración.

 

Eso los acerca a la lista de los 50 mejores restaurantes de América Latina (ahora son 100, cundo el negocio lo permita serán 200; darán el puesto en la lista con la licencia de apertura). Ellos cobraban un millón (ya nadie paga esa cantidad) por ser sede de la fiesta de proclamación (la última en un salón de hotel y todos sentaditos; puro glamour) y el pago les ayuda a posicionar los negocios locales. En ambos casos, los negocios premiados gozan el favor del turismo gastronómico: un puñado por país en el caso de 50 Best y algunos más en el caso de la Michelín (97 recomendados, 42 Bib Gourmand, 20 estrellas rojas y seis verdes en México). Visto así, la Michelin sale más barata y genera menos servidumbres. Visto de otra manera ¿es moral gastar medio millón o un millón en promocionar la ocupación de un puñado de restaurantes en lugar de invertirlo en mejorar las cocinas del país o la ciudad?

 

Sobre las estrellas de la Michelin mexicana, nada que decir. Me faltan unas (la de Nicos, sobre todo) y me sobran otras. El criterio de los inspectores puede ser cuestionado, pero existe y no se escudan en presuntos votantes.

NOTICIAS RELACIONADAS