Locos por el café

La memoria del sabor

Paso por Viña del Mar y nada se parece a lo que conocí hace siete años. En los cerros de Valparaído, donde antes había restaurantes que se manejaban en la noche y había lista de espera, hoy quedan unos pocos, solo abren para el almuerzo y lo que veo es precario, como el turista que los sustenta. La cara B de esta historia es la de los cafés de especialidad. Asisto a un encuentro con Valeria Campos y su libro, Pensar Comer, y en las diez cuadras que median desde el hotel encuentro tres. Visito dos, tienen buen café y saben lo que hacen; hace siete años te conformabas con un sachet de café soluble como remedio frente a lo que en Chile servían con el sobrenombre de café.

 

La historia se repite en Santiago, donde antes del estallido social había que peregrinar a la calle Suecia, en Providencia, para una experiencia con todavía pocos adictos. También lo veo en el cambio de vida de la colonia Roma (no van atrás Condesa, Juárez, Polanco…), en CDMX. La vuelta al cierre de la pandemia mostraba un paisaje nuevo: la resurrección de la panadería salada, a razón de casi una por cuadra, y uno o dos cafés rodeándola, a veces tres. Como si estuvieran rediseñando la ciudad para las visitas.

 

Los cafés de especialidad también proliferan en Madrid o Barcelona. Donde antes mediaban algunas paradas de metro para una taza digna -pongamos que, en Monkee Koffee o Acid Café-, internet propone hoy listas de “los mejores 25 cafés de especialidad de Madrid”. Median unos años y todavía se notan desajustes, pero son historias normales entre nuevos conversos.

 

Entiendo el café de especialidad (¿por qué no lo llamamos solo café?) como el negocio dedicado a la venta y servicio de cafés tostados (presuntamente) recientemente por especialistas. Allí lo transforman en bebida por sistemas que combinan costosas cafeteras a presión con métodos de infusión antes poco habituales (léase chemex, aeropress, kalita, prensa francesa, infusión en frío…). Conviven con el espresso, pero abren la puerta a formas más respetuosas con el grano de café, empezando por la expresión de la variedad, el carácter que le aporta el suelo, los condicionantes de la forma de cultivo, la naturaleza del proceso de fermentación y secado, y para terminar, el conocimiento y la mano del tostador.

 

Done antes teníamos un tostador industrial mezclando orígenes, productores, suelos, variedades y climas para estandarizar el producto -uno de los grandes males del café industrial: un origen de calidad mezclado con otro, mediano, que baje el coste-, tenemos ahora un especialista que selecciona y trabaja para poner en valor el contenido de cada saco. Dos mundos diferentes.

 

El consumidor final puede decidir hoy como prefiere su café y controlar algunos factores que determinan el resultado. Elegimos el origen, en ocasiones, especialmente en países productores, la chacra y el productor, lo hacemos con el tostador que nos provee -su conocimiento y su trabajo- y por fin el momento en que se tostó. También influye la mano del barista (origen italiano; el que atiende la barra del bar) que lo elaboró.

 

La fecha de tostado es importante: condiciona la capacidad de expresión del café. Puestos a nivel del mar, se estima que a los veinte días de tostado, el café inicia un declive imparable, pierde aromas y difumina sabores. La ecuación se invierte en altura (no la de Madrid, por aquí las alturas empiezan arriba de los 2000 metros), donde los especialistas marcan una espera de 20 o 30 días para que el café alcance su máxima expresividad.

 

Hay mucho qué hablar del momento en que se molióJaime Duque me explicaba un día que pasadas dos horas desde que fue molido, el café pierde el 90 % de su expresión aromática-, del grosor de la molienda, que depende del método de elaboración aplicado, y otros detalles para nada menores.

 

El café es el centro de una nueva religión. Las ciudades se han llenado de profetas, apóstoles y templos consagrados al rito. La banda de locos que hace siete años levantaba en solitario la bandera del café, vive hoy en lo más alto de una ola muy diferente a la de aquel movimiento de raritos, casi clandestino, en el que todo dependía del mensaje transmitido entre la boca de un enterado y el oído de otro. Todo se contaba como el que revelaba un arcano: el acceso a nuevos cafés de calidad y recién tostados, el encuentro con productores con ganas de hacer diferencias, el elenco de los cafés de especialidad en las ciudades a las que viajábamos, aprender a diferenciar entre el café y la cafetería… Había un mundo esperando, un grupo de iluminados se habían conjurado para explorarlo y unos pocos conversos estábamos en la tarea de descubrirlo.

 

Europa era una extraña referencia. El café tomaba vida desde los puertos de Génova o Trieste, en Europa, donde nunca hubo cafeto, a excepción de la anomalía de Agaete, en Canarias (hablan de diez mil kilos al año), donde crecen casi al nivel del mar. En Italia estaban los grandes mercados y tras ellos las grandes empresas tostadoras, procesadoras y vendedoras. Nadie duda de la vocación cafetera de Italia; otra cosa es la calidad de lo que beben mayoritariamente. Hoy, una parte del negocio viene de Suiza encerrado en una cápsula. ¿Te gusta el café o prefieres la cápsula?

 

Vivíamos en el extraño mundo al revés de los países productores que cultivaban para exportar y guardaban los saldos para el mercado interior: los peores cafés y las peores elaboraciones, para casa. Sobre la precariedad del tinto o el café pasado se fue construyendo la injusta leyenda negra que acompañó a los cafés latinoamericanos. Sigue ahí, anclada en la memoria y los gustos de sus viejos consumidores.

 

Nos traían cafés de islas de Asia que había comido un felino y luego de un rato -no sé cuanto tarda una cineta en hacer la digestión- cagaba los granos y una vez lavados (espero) y secados se vendían a cifras astronómicas, aunque venían tan tostados que todo era un acto de fe. Aprendimos que la delicadeza del grano y su permeabilidad a cualquier aroma externo obliga hoy a trasladarlo en sacos plásticos termosellados -los sacos de arpillera vienen por fuera; hablo de calidad, absténganse graneleros- para evitar que olores ajenos -los humos y gases del escape del camión que lo traslada, o los del almacén donde se guarda- travistan el resultado. El reclamo del ‘café más caro del mundo’ ayudó a posicionar el kopi luwak en el papanatismo del nuevo rico hasta que Panamá mostró su geisha, lo instaló entre las élites asiáticas y el kopi luwak pasó de la historia a la historieta.

 

Aprendimos otras cosas. Que el cafeto, como la viña, disfruta las oscilaciones térmicas que en las zonas tropicales y ecuatoriales proporcionan las alturas: calor diurno y frío nocturno son una panacea para el cafeto. Que los buenos tostadores seleccionan el grano que reciben y separan los granos de menos tamaño o deteriorados, que puede suponer un 25 % del grano recibido, pero que se agradece el diferencial de coste siempre más alto. Que los tostados agresivos suelen responder a la necesidad de ocultar defectos, como la ausencia de selección…

 

Algunos restaurantes también aprendieron que el último recuerdo que nos llevamos de una comida es el del café y suele ser el peor, como si no contara. Sorprende que desprecien la excelencia en toda la experiencia.

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