En este país nos pasamos el tiempo criticando uno de los extremos y al mismo tiempo somos capaces de combatir su opuesto y varias posiciones intermedias. Llevamos décadas arremetiendo contra la injusticia de los latifundios en la mitad sur de España por la acumulación de tierras y riquezas en muy pocas manos y renegamos del minifundio de Galicia o Asturias porque «hace inviable» económicamente las explotaciones.
Si las reivindicaciones republicanas de los años treinta reclamaban «tierra y libertad» y, por consiguiente, el reparto entre los jornaleros de las grandes fincas, el régimen de Franco ganador de la guerra auspiciaba otro tipo de revolución agraria: la concentración parcelaria. En el año 1952, cuando la economía por fin recuperaba los índices de PIB anteriores a la contienda y se daba por finalizado el periodo de autarquía, el estado nacional-catolicista se empeñaba con toda su fuerza transformadora –todavía con ministros falangistas al mando– en modernizar el país a través de la reorganización de la propiedad agraria. A cada propietario se le ofrecía, en lugar de muchas parcelas diseminadas, una porción de terreno similar, pero en una o pocas fincas, de modo que pudiera aumentarse la producción con la introducción de tractores, abonos y cosechadoras y el Estado justificara la creación de infraestructuras que pudieran llevar el agua a decenas de miles de hectáreas de secano –los grandes sistemas de regadío y pantanos de la época– y reducir la dependencia de tanta mano de obra.
La lucha de los pequeños
A resultas de todo aquello, a la imposibilidad material de convertir la agricultura familiar en otra de mentalidad productivista, la España verde, incapaz de competir en un mercado de grandes producciones, comenzó a languidecer, sostenida durante algunas décadas por los dobles empleos en la industria y la explotación familiar, las subvenciones públicas estatales y posteriormente europeas y, solo en algunos casos, con el alivio producido por cierto movimiento cooperativo. Jubilaciones, desesperanza, goteo de cierres… y a punto estaba la película de acabar en fundido en negro, con un modelo de sociedad sobre la que pendía el estigma del fracaso frente al éxito de la ciudad.
Ahí estábamos cuando en el mundo posmoderno y urbano pre-Covid se encendieron todas las alarmas ante los innegables síntomas de agotamiento físico del planeta y la incapacidad del sistema económico occidental para seguir ofreciendo empleo y calidad de vida a las nuevas generaciones. Y aquel estigma empezó a cambiar en los países más avanzados del continente y más tarde en los que seguimos su estela. El minifundio, símbolo durante tanto tiempo del atraso lo es ahora de la modernidad. En estos tiempos en los que los que el nuevo petróleo se llama biodiversidad y los individuos, instituciones y empresas hablan y reclaman sostenibilidad, seguridad alimentaria, productos naturales y orgánicos, las pequeñas explotaciones tradicionales aparecen como diminutos paraísos a cuidar.
El CSIRO, un instituto de investigación científica oficial del gobierno australiano, demostró en 2017 que los alimentos cosechados en las fincas más grandes son menos nutritivos que los del minifundio. A medida que crece el tamaño de la explotación y se reduce la diversidad de productos sembrados en la misma, lo que llama diversidad agrícola, se reduce el nivel de nutrientes obtenidos, aunque las producciones por hectárea sean mucho mayores. El estudio, publicado en la revista científica The Lancet, señala que los agricultores que ofrecen mayor seguridad alimentaria son aquellos que combinan entre tres y cuatro cultivos vegetales por hectárea, o entre cuatro y siete tipos diferentes de plantas y animales.
Más cerca de casa, el Instituto Tecnológico Agrario de Castilla y León (ITACYL) acaba de presentar los primeros frutos de un trabajo de décadas recuperando variedades presentes en viejísimos viñedos, con apenas dos o tres cepas en algunos casos, que a punto estaban de desaparecer de la faz de la tierra. De las 129 que han encontrado al menos 14 tienen grandes cualidades ecológicas y capacidad de adaptación al cambio climático, además de una singularidad que ampliará las posibilidades de los viticultores y bodegueros de la región. Buena parte de ellas han aparecido en las zonas altas e inaccesibles, no lejos de la raya con Portugal, donde «la parcelaria» o el espíritu productivista de otra época no logró llegar. Los viñedos de los que ahora se enamora el mundo, en estas zonas o, aún más en Galicia, deben todo su futuro potencial a aquella agricultura de resistentes, de hombres y mujeres casi fundidos con su tierra, al espíritu ancestral, al otrora denostado minifundio.
Postdata
Todos los seguidores del Comino quedáis invitados a San Sebastián Gastronomika. Desde el lunes al viernes, cincuenta horas de contenidos gastronómicos en directo a través de su plataforma digital. Inscripción gratuita e información: www.sansebastiangastronomika.com