Pasión mexicana

 

 

 

 

 

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Patricia Quintana y, al fondo, el Mercado de Abastos.

 

 

 

 

Ruta por los aromas y sabores norteños (1)

Un viaje vertiginoso por el México más heavy y desconocido. Una ruta improbable llena de pasiones y gastronomía, colores y sorpresas, aromas y sabores que te llevará desde el DF hasta Monterrey, y desde allí hasta Chihuahua, Sinaloa, Mazatlán y el Pacífico. Desiertos, torbellinos, indios orgullosos, cascadas escondidas, grutas misteriosas, folclore, abismos insondables, trenes ancestrales, compañerismo, risas, mística lisérgica y mucha, mucha comida… Una inmersión singular en la cultura y la cocina mexicana del Norte de la mano de Patricia Quintana y vivida en primera línea de combate por Xavier Agulló. ¡La vas a pasar padrísimo, guey!

“Hey Joe,
where you gonna run to now where you gonna run to now
hey Joe, I said
where you gonna run to now where you gonna go
i’m goin’ way down south
way down to Mexico way, alright
I’m goin’ way down south
way down where i can be free
ain’t no one gonna find me
ain’t no hang-man gonna
he ain’t gonna put a rope around me
you better believe it right now
I gotta go now
hey, Joe
you better run on down
goodbye everybody
hey, hey Joe”

«Hey Joe», Jimmy Hendrix

“Más allá del mar habrá un lugar…”

Esa noche, la noche anterior a mi partida hacia el México más salvaje, hacia la poco transitada ruta del Norte, allí donde dicen que el desierto se extiende sin horizontes o se abre hacia profundidades incógnitas, esa noche… No, esa noche no pude dormir. Ya sabes, los blues de medianoche: ese desasosiego indefinible ante lo desconocido que venía además, aquel día, acompañado de la campaña feroz contra Arzak motorizada por Rafa, una incomprensible e incendiaria “fuite en avant” de García Santos y sus compañeros de viaje terminal hacia el abismo, la oscuridad, la nada.

La sensación de vacío craneal alimentada por aquellas pesadillas gastronoctámbulas, instalada ya en mi estómago desde la constatación, a las seis de la madrugada, de la muerte violenta de mi cafetera Nespresso, fue mi compañera pegajosa durante el eterno viaje, vía Madrid, hacia México City. Ni sé a qué hora llegué; pero mi estómago parecía a una trituradora asesina. Me pregunto cómo en Iberia pueden alardear de menús fashion como los de Dani García, Toño Pérez, Paco Roncero y Ramon Freixa –en business- y destrozar las más mínimas condiciones organolépticas en turista, con innombrables platos de pasta y crueles bocatas de pollo helado… Como siempre, la pirámide al revés. Señores, ¿no sería más armónico hacer comestible la base para, luego, ir elevando el nivel? Me temo que, “comme toujours”, algún asténico de Esade habrá pensado que lo único que importa son unos nombres con estrella Michelin para su campaña de marketing… Y así nos va. Los mejores cocineros del mundo son españoles; pero la cocina española, su expresión internacional masiva, no sale del hoyo…

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Hotel Geneve.

La llegada al hotel Geneve, en plena Zona Rosa del DF, comienza a cambiarme el rollo. Gente, fiesta, color, sinuosidades paseando las atestadas calles. México, man. El Geneve, propiedad del nabab Carlos Slim, fue el primer hotel de la capital y es, por cierto, el favorito del ex Felipe González, quien, me dicen, tiene siempre a disposición una suite. No hay como tener amigos bien situados, por Júpiter. En todo caso, la elección de Felipe habla bien de sus gustos. Porque el hotel es decadente, OK, pero con un lustre onírico arrebatadoramente atractivo. Me paseo entre sus salones, oscuros de maderas nobles, y sus vitrinas, que muestran la historia reciente de México… La revolución, la moda… Me siento en el bar y me ordeno una Corona. Van llegando los invitados. Empieza la fiesta.

Luego agotaremos el bar con una primera tirada de margaritas y quesadillas y chiles, iniciando un picoso camino gastronómico que nos llevará a latitudes sápidas de emoción impensada. Ahí me encuentro de nuevo con Patricia Quintana, la gran señora de la cocina mexicana que, meses antes, en una noche madrileña de calenturas gastronómicas -donde descubrí el gran potencial de los nuevos chefs de México-, me enroló para la causa.

Patricia es un icono. Bien. Pero detrás de su fulgor -¿sabes esa sensación que se crea en un salón cuando entra alguien y, sin saber exactamente por qué, todo el mundo, tú incluido, se gira?- uno va descubriendo un paisaje inabarcable donde se funden erudición y experimentación, sabiduría antigua y sensibilidad contemporánea, complejidad conceptual y numinosidad inquietante. Y esos parajes que se van ensanchando con la conversación pausada pero intensa acaban arrastrándote a un nuevo mundo. Un universo metagastronómico, un cosmos que es la sublimación de culturas y conquistas, de atavismos y traiciones, de descubrimientos y placeres. De aromas y sabores que te llevan a la comprensión de unas esencias que hoy son Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la Unesco. Efectivamente, el relato inextricablemente arborescente de Patricia “Pati” Quintana lleva a la iluminación por la cocina mexicana. Y esto es lo que vamos a experimentar a partir de mañana mismo, a las 5 de la madrugada. Aromas y Sabores 2011.

México City. La iniciación.

Son las 4 de la mañana y la tele de la habitación me despereza con las manis de los indignados en España. Yo estoy indignado aquí, en el hotel Geneve, en el DF. La policía golpea en la plaza Catalunya de Barcelona, destroza, roba, machaca, hunde, humilla. Los “otros animales” del poder (como los definió el ex presidente del Parlament de Catalunya, Joan Rigol, en una ocasión en que se dejó el micro de la cámara abierto) arrasan con demandas tan limpias como “queremos democracia”, algo bien distinto a nuestro actual sistema poliárquico disfrazado tan sólo de demócrata. “Oh, Lord, want you buy me a Mercedes Benz?” ¿Por qué no?

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Mamey

A las 5 en punto estamos todos abajo, compartiendo acera con los últimos fiesteros en busca de un probable after hours. Al parecer, el político que debía inaugurar la ruta Aromas y sabores no ha llegado. “Pero llega ahorita”, me aseguran con aplomo. Bien: “ahorita” es un eufemismo que debes aprender cuando te quieras mover por México. Un diminutivo que viene a significar “en un rato; cuando acabe lo que estoy haciendo; cuando pueda…” “Ahorita”, por tanto, es otra unidad de medida temporal que no encontrarás nunca en el famoso Museo de Pesos y Medidas de París, allí donde guardan ese metro de platino iridiado… “Ahorita”, sin embargo, funciona muy bien. Y como ésta ya me la sé, me voy a comprar tabaco y a tomar un café. ¿Qué cómo es, entonces, ahora? No; no existe. “Ahora” sólo se usa en momentos tensos, de mosqueo, y entonces sí se exige la inmediatez de la acción. En Bolivia, me comenta Anette, linda periodista que trabaja en la televisión mexicana, existe el “ahoritita”, que es un poco más rápido que el “ahorita”. ¿Alguien posee la definición exacta del tiempo como vector de uso? Pues entonces…

Y el ahorita llega. Una hora más tarde. Sin problemas. Se corta la cinta y, finalmente, los autocares parten desde la Zona Rosa en la que nos hallamos –al parecer, quieren reconvertir este famoso barrio acanallado en una inmensa Venecia, aprovechando los lagos que se encuentran en el subsuelo- hacia Iztapalapa, uno de los barrios humildes del gran México City -24 millones de habitantes, ¡joder!-, donde se encuentra el Mercado de Abastos, el más grande del planeta. 382 Ha, 300.000 visitantes al día. 10.000 carretilleros. ¿Se verá desde la Luna? El camino nos hace atravesar el imposible tráfico de una parte de la capital, escoltados siempre por la policía, armada con semiautomáticas.

Una vez dentro del monstruo, sólo podemos ver algunas de las calles de la zona minorista de un ala de una zona de un área del Mercado. Suficiente para estallar en colores. ¿Has probado el mamey? Uf, tío… Untuoso, dulce, entre un albaricoque y un aguacate… Tope. ¿Y la sal de gusanos sobre una rodaja de naranja, por ejemplo?

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Mercado de Abastos

No deben ser más de las siete de la mañana cuando nos sentamos, en un patio preparado para la ocasión en el recinto del Mercado, a desayunar. Me meto sin pestañear un atole de frutas (bebida matutina energética prehispánica preparada con maíz) suficientemente viscoso como para descojonarme del jet lag que me empezaba a atacar por un flanco. “The harder they come…”: toma tamal de hoja de plátano y toma quesadilla. ¿Salsa picante? Sí, gracias. También tomaré esos mangos… Tú sabes, donde fueres… Y yo, que normalmente desayuno un huérfano espresso “serré” y, cuando me quiero dar un homenaje, un yoghourt de frutas, no voy a ser menos que los “pichichis” (pinches, chilangos, chingones, forma jocosa de definir a los oriundos del DF) que se están poniendo hasta el culo delante de mí…

Aunque este desayuno ilustrado se demostrará incluso justo ante la mañana que nos espera.

Fatigando Iztapalapa.

El recibimiento en el centro de Iztapalapa es asombroso para un europeo contemporáneo. Carpa, guirnaldas (hechas con papel trabajado, una de las artesanías de la zona), banderines, carteles de bienvenida… y banda de música. Iztapalapa es una zona tradicionalmente de marismas, con un acervo alimentario lacustre muy nutritivo y poco conocido incluso por sus habitantes. Siendo una zona un tanto deprimida económicamente, aquí menudea la llamada “comida chatarra” de procedencia gringa, aunque los dirigentes de la delegación, verdadero “cinturón rojo” del DF, están empeñados en recuperar la rica cultura del humedal tradicional. La inauguración es vibrante, con la banda llenando de metal el caliginoso mediodía, y da paso a un recorrido por las iglesias y el centro cultural del enorme barrio. Desafortunadamente, nos cruzamos con dos entierros (es tradición que los séquitos pasen por todas las iglesias de la zona). “¡Celedonio!”, gritan con desconsuelo unos familiares mientras, en el otro sepelio, un poco más allá, suena la música interpretada en directo por unos charros… Finalmente, sin embargo, conseguimos entrar en la anexa cueva del Cristo de Iztapalapa (es notoria la Semana Santa en este populoso barrio, con una gran procesión), donde se dice que la imagen del crucificado que allí se venera, en el XVIII, se restauró sola.

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Banda de música de Iztapalapa

La siguiente parada, ya con un sol de spaghetti western, es en el Cerro de las Estrellas, lugar donde los aztecas celebraban los cambios de ciclo (cada 52 años frente a nuestros actuales 100) con una ceremonia que, tras empinada cuesta, celebramos nosotros, ayudados por un chamán que saluda los cuatro puntos cardinales soplando con una caracola. Desde ese promontorio, ubicación de un antiguo templo prehispánico del que quedan algunos restos, destaca el Mercado de Abastos, grandioso incluso en el denso entramado urbano del inacabable valle de México.

El hambre ya acucia en esa mañana incendiada de sol pero ya estamos llegando al que fue el convento de Culhuacán, una construcción señorial que Emiliano Zapata frecuentó en los turbulentos tiempos revolucionarios. Aquí, en el jardín, nos aguarda una comida ilimitada, una primera y exagerada muestra de la evolución que México le ha dado al maíz, el frijol y el chile, los tres elementos básicos de su cocina.

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Caviar mexicano

El despliegue gastronómico es surreal. Comemos ahuautle o caviar mexicano, que son las huevas de una mosca de lago; quesadillas de queso de Oaxaca con quelites (tipo de verdura) y salsa de chiles al mortero; tlacoyos blancos y verdes con requesón, frijol, nopal o haba con queso cremoso; tacos dorados; enchiladas hasta perder el rumbo; gorditas rellenas; charales (diminutos pescaditos con salsa de nopal, papas y cilantro); delicada enchilada de camarón con salsa de elote y tomate verde; quesadillas de quentolines (otro tipo de verdura); espectacular pato en pipián; tamal de frijoles; mantarraya al pastor; sopes de chapulines y chile habanero (uno de los más heavies); alcachofas rellenas de queso con nuez; enchiladas de camarón con salsa de chipotle… Bebemos cerveza y mezcal con sal de gusano y chile… Y reímos y bailamos al son de la música en directo mientras unas bailarinas nos trasladan a una taberna del viejo Oeste…

Hoy hemos sentido el primer aguijón de una adicción –a la cocina mexicana- que ya no nos abandonará jamás. He compartido este bautismo pagano con Estanis (el chef y copropietario del restaurante madrileño Sudestada, uno de mis “musts”), del que me he hecho fervoroso gracias a la desternillante hibridación de surrealismo mágico y gestualidad arrabalero que imprime a su conversación y aun a sus elipsis, siempre en límite del delirio. Estanis es un porteño atípico: yo diría que, según le da la luz, tiene casi más de argentino oriental… Junto a él viviré asombrosas aventuras y risas mitológicas…

Cena “trendie” en Pujol.

Pujol, o, mejor, Enrique Olvera, su chef y propietario, es ahorita mismo el topete del DF en cocina de vanguardia. Olvera, que personalmente resulta un tipo arrogante y distante, tirando a estúpido, ha logrado colocar su restaurante en la cima de la pijería local. Y lo ha hecho, a pesar de su talante fatuo, con una cocina brillante, delicadamente elaborada, anclada a la tradición callejera pero vibrante de una mirada inteligente y opulenta. Es decir, con el hombre no saldría ni al descansillo; pero con el chef estaría dispuesto a irme al fin del mundo.

Pujol es un establecimiento minimalista, de luces tenues y servicio quedo. Afuera se agolpan grandes coches; dentro, muchachos sobrados y mujeres vertiginosas. Es el “hot spot”, tío. Y bien que lo vale. Desde el servicio del agua, en grandes jarras de barro, hasta el sorbete de zarzamora con sal de gusanos, ralladura de limón y mezcal flambeado. Inspiración popular para expresar inquietudes creativas muy bien meditadas. El aguachile de salicornia, la flor de calabaza rellena de puré de frijol, chile serrano y cilantro o las minimazorcas de elote con mayonesa de café y polvo de hormigas son la metáfora del canalleo ilustrado que Olvera manipula con envidiable desparpajo. Pero no se queda ahí. La margarita de mezcal con xoconostle marca la segunda vuelta del menú, que iniciamos con un róbalo marinado en limón y coco con aguacate criollo, cebolla morada, hojas de menta, chile huero y brotes de cilantro. ¡Ese ceviche! Otro “hit”: flauta de aguacate rellena de camarón con emulsión de chile chipotle y puré de cilantro. Espectacular, gente. El camarón en ese punto de cocción limítrofe; el concepto organoléptico, puro esencialismo mexicano; la “sensación gastronómica” (medida que acabo de inventar y que, como la “sensación térmica” en meteorología, indica, más allá del análisis objetivo de los ingredientes, la resultante de disfrute o disgusto de un plato) de 9. Volvamos a las emociones extremas: róbalo marinado con guajillo y puré de piña, servido con unas tortillas sobre piedra caliente para mantener la temperatura. Final ecléctico pero menos luminoso con el mero cubierto de ceniza de cebolla con mole de Michoacán y caldo de tomatillo.

Y ya soy fan de Pujol, restaurante que disfrutaremos, por cierto, este próximo noviembre en San Sebastian Gastronomika. Aunque esa noche con Guillermo (fotógrafo de Guanajuato) y Jacques (gourmet madrileño) siempre será un recuerdo precioso.

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Mezcal gay

La mañana siguiente me sorprendió con un desayuno standard en el sobrio y elegante Club de Banqueros. Así y todo no dejé de tentar los chilaquiles (totopos guisados con queso o pollo) ni el peculiar zumo de nopal. Todo sudado rápidamente, sin embargo, bajo el calor plúmbeo del DF, que soportamos entre el Museo Franz Mayer (decoración y pintura) y el de Bellas Artes, un osado edificio art decó que regala al visitante con algunos de los más sorprendentes murales de Rivera, Orozco y Sequeira. Tras una botana rápida en el bar Danubio, la pura tradición culinaria mexicana aguardaba, sin tapujos, en la Hostería de Santo Domingo: quesadillas de huitlacoche (raro placer que conocí en España gracias a Oriol Rovira, que ha logrado crecer este hongo en su maíz), crema de frijol con tortilla frita, chile chipotle y queso panela y pechuga ranchera con chile pasilla y nata.

Oye, me tuve que ir a pasear por el zócalo –entrando en la catedral para huir del sofoco y comprobar, por otro lado, la inquietante inclinación de sus muros y su suelo) para bajar tamaña descarga alimenticia…

Para mi suerte, no obstante, la tarde se dedicaría al mezcal, destilado que ahora está “en la onda” en México y que, sin duda, pronto llegará a nuestros bares y coctelerías por la puerta grande. ¿Qué mejor sitio para entregarse al zumo del agave que su propio museo? Allí, al lado de la denostada (pero concurridísima e ineludible para entender la mexicanidad) plaza Garibaldi –lugar de reunión diaria de todos los grupos charros, que por unos pocos pesos le cantan a tu chica al momento y en directo-, el Museo del Tequila y el Mezcal prometía vistas seguras a Garibaldi desde la terraza y una cata, bien, profesional. Así fue, claro. Con la ayuda de Estanis y del chef del Museo, primero fue el tequila, luego los mezcales (tequilas sin DO) y, finalmente, los sotoles, destilados de un agave especial, de hoja fina y del que dicen que es alucinógeno… Yo, sin embargo, tras su trasiego, no vi nada que no fuera real. ¿O sí? Mientras abajo sonaban los tríos desgranando peligrosas historias de hierba, polvo y plomo, en la terraza los vasitos bailaban de boca en boca. Un José Cuervo Extraviejo que era como chuparle la polla a Pinocho, un mezcal 7 Leguas… Sí, tomaré ese Pierdealmas, le contesto a Estanis, que me indica el slogan de esa marca de mezcal impreso en la etiqueta fabricada con hoja de agave: “otra vez esta maldita felicidad”. Márketing sensible, guey…

Lo resumen los que saben: “para todo mal, mezcal; y para todo bien, también”.

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Plaza Garibaldi

Huele a barbacoa en Querétaro.

Me dice Carmen -prima de Patricia Quintana-, mujer de ojos líquidos y acento moroso, que la carretera que lleva desde el DF a Querétaro es conocida como la ruta de la barbacoa, y que se pone hasta los topes en fin de semana. OK pues. Como son, un día más, las 6 de la mañana, me fundo en el asiento del camión (así llaman a los autocares) con Dr. John y su reverberación “cajun” y dejo que el DF vaya desapareciendo por la ventanilla en espera de las señales de humo…

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Bailes aztecas

Un par de horas después llegamos a Bodegas Azteca, una gran hacienda que es a la vez bodega y rancho. Vinos y caballos. Enólogos y cowboys. Y una cocina de las brasas espectacular. No sabes la que tienen montada aquí… Hoy va a ser una fiesta ranchera de altura. Patricia luce de blanco, con sombrero charro, y noto a su paso la bravura y la sensibilidad que luego demostrará como amazona en el rodeo… Pero ya estoy bebiendo el atole de bienvenida mientras la música antigua, la que se escuchaba antes de Cortés, empieza a mover a los bailarines, de aztecas, celebrando el día. Cactus y caballos. Y el famoso horno prehispánico: un agujero en el suelo donde se quema la leña, se calientan las piedras con las brasas y, encima, se sitúan las carnes (pollo y borrego) envueltas en pencas de maguey para su cocción… La jugosidad es extraordinaria, amigos… En ocasiones, se prepara una parrilla especial que recoge por debajo los líquidos de la carne y el maguey, jugos que luego sirven con garbanzos en un caldo de claro origen mestizo…

El horno prehispánico

Comemos y comemos el pollo y el cordero con sus tortillas y su salsa de chile. Y luego visitamos la bodega, donde probamos todos los vinos (en realidad, todavía falta un tiempo para poder ver el potencial de sus viñas) y salimos como “arañas fumigadas”, metáfora procedente que me suelta Marianita la pelirroja, una de las guías del viaje.

Y entonces pasamos al rodeo, donde todavía hay más comida: mole de xoconostle, tortas de flor de cilantro, tortas de flor de palma, quelites batidos, quesos de todos tipos, dulces… Y comienza la exhibición charra. Los hijos de la familia montando, fantaseando con el lazo, domando caballos… Patricia cabalgando. Toda la mítica del México rural, de la charrería orgullosa…

“La vida no vale nada, comienza siempre llorando…” Y con el lamento del corrido sonando en la arena dejamos Querétaro para tomar la carretera hacia Salinas…

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Rodeo charro

Festín en Salinas.

Las viejas salinas ya se encuentran abandonadas… Conforman un paisaje árido, quemado, seco. Sin embargo, en La Casa Grande, un centro cultural aposentado en la vieja hacienda salinera, los bailes chichimecas nos trasladan de inmediato a un mundo lleno de alegría y cromatismo. Nos reciben los responsables ataviados a la antigua y ofreciendo paletas (polos) de frutilla de cactus, refresco necesario tras el polvo del camino. Luego, en la cena, nos dilataremos con los sabores potentes y la vez sofisticados de los escamoles (huevos de hormiga, delicados y untuosos), del fino requesón, del asado de cerdo, de los frijoles, de la pansita (entrañas de cordero), de la barbacoa de cordero con chile, del bizarro tamarindo envuelto en chile (fantástica “liaison” entre ácido y picoso), del apabullante dulce de leche, del ayote (en cabello de ángel), del cacahuate con caramelo, de la cocada…

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Paletas de flor de cactus

Los bailarines siguen restallando trepidación en cuatricromía mientras abandonamos la Casa Grande para recalar, por muy pocas horas, en el humilde hotel Plaza…

Y a las 5 de la mañana…

Gusanos, huicholes, peyote: camino a Real de Catorce.

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El desierto

¿Se te ocurre algo mejor, a esas horas, que unas gorditas de chile con queso y un café de olla? El desayuno, tras escasas tres horas de sueño torturadas por los estertores del aparato de aire acondicionado, es un espejismo lleno de conversaciones absurdas. ¿Sabías que en México se dan algunos de los carteles más surreales del mundo? ¿Que incluso hay diversos libros que los recopilan? Ahí van algunos que se citaron esa mañana extraña y que celebramos ruidosamente con los compañeros de mesa, Vicky, Jacques, Blanca, Clemente, Estanis y, naturalmente, la gran Mariana Aguilar, la lideresa de la organización logística –y lúdica- del viaje: “no pasar, vacas karatecas”; “peligro: perro venenoso”; “se pintan casas a domicilio”; “se vende hielo frío”…

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Túnel de entrada a Real de Catorce

Pero el camión ya aguarda en la oscuridad para afrontar una dura mañana en el desierto. El plan es sencillo: primero nos adentraremos en la nada desértica para ir a comer los raros gusanos de maguey; después, directos a Real y toda su mítica lisérgica…

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Una calle de Real de Catorce

Los gusanos de maguey –sí, esos que van en las botellas de mezcal- son muy apreciados y muy caros. Básicamente, porque sólo salen tres o cuatro de cada planta, de su centro, ocasionando la extracción que el vegetal muere. Aquí, en este desierto, se consiguen, dicen, los de más calidad, que van directos al mercado gourmet mexicano. Se pueden comer vivos –Pablo, cocinero freelance colombiano del grupo, se adelantó, el muy bribón, en comer el único que pillamos esa mañana- o fritos, y su sabor es extremadamente delicado y sutil. Como una patata “pont neuf” pero más elegante…

El trémulo paisaje de cactus infinitos del desierto se ha convertido a estas alturas en aridez montañosa mientras escalamos con el camión, cuyo aire acondicionado está pidiendo tregua inmediata, la dura pista empedrada hacia la entrada de Real. Porque Real, amigos, se esconde tras una montaña que debemos atravesar mediante un angosto túnel minero y, desde luego, montados en viejos Jeep Willys de los años cincuenta.

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Flores de palma con nopales

Aquí, en esta misma boca de túnel, estuve hace años, en un viaje enfebrecido en pos de la iluminación por Mescalito. En aquellos días extraños mi meta gastronómica se dirigía al místico cactus, al peyote, a esos botones que asoman sus cabezas en una zona sagrada del desierto y que, según las creencias huichol, pueden llevarte al mismo centro del cosmos, que es el centro de ti mismo… Recuerdo esa casa oscura, una conversación densa con un indio huichol; recuerdo lo que recordaba… “Yeah, the train left the station, it had two lights on behind; well, the blue light was my baby and the red light was my mind”. Y cómo bajamos hacia Real de 14 Estación por una pista abismal. Y cómo el único tipo que estaba ese día en la calle nos llevó con su vieja pick up al lugar donde, con un cuchillo, arrancamos el peyote. Y cómo nos preguntaba si habíamos llegado de España “en carro”. Y cómo me comí a puro mordisco los siete botones. Y cómo dejé la habitación salpicada por sus cuatro costados de verde con mis vómitos. Y cómo después… ¡Ah! Éste es otro viaje, amigos…

El pasado y el presente fundidos en Real de Catorce. Dos kilómetros de túnel, oscuridad y polvo y de repente el sol brillando en este pueblo mágico, uno de esos lugares que todo el mundo debería poder conocer en su vida. Siento el flash de la distorsión temporal…

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El chef portugués José Avillez quitándose los malos rollos

Nada puede ser comparable a la belleza y la atmósfera congelada de este pueblo que vivió sus días de gloria con las minas de plata en el XVIII y el XIX. Sus riquezas pasadas, con un cierto toque fantasmagórico, se entrelazan con las pulcras casitas de piedra, las empinadas callejuelas, algunos hippies sonrientes y la montaña mágica, donde habita Mescalito, al fondo. Sensaciones, emociones de pertenencia ancestral… Nadie hubo, a la hora de la partida, que no quisiera haberse quedado allí…

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Comprando peyote

Visitamos el cementerio y la iglesia de San Francisco de Asís, lugar de peregrinación durante todo el año. Y el viejo anfiteatro, donde pudimos ver una pelea de gallos (incruenta). Y el zócalo, donde una banda de música, desde la glorieta, atronaba el tremendo buffet. Guacamole, quesadillas, mole de pollo, extraordinario cabrito al pulque (el pulque es una especie de cerveza que se elabora fermentando el hidromiel o jugo del maguey; es una bebida dinámica, puesto que su fermentación es continua y sigue en el interior del estómago, procurando “ciegos en progresión”), asado de cerdo, nopales rellenos de queso… Y después nos quitamos los malos espíritus con una india que los expulsaba a base de azotes con hierbas, y bebimos en el hotel Mesón de la Abundancia, donde se escondieron una vez Brad Pitt y Julia Roberts…

A la salida del pueblo, con las lágrimas al borde de los párpados por tener que dejar ese lugar encantado, compramos furiosamente en la última tienda todo tipo de cremas, lociones, ungüentos, brebajes y filtros… elaborados con peyote. Vano intento de aprehender el hechizo de Real de Catorce, un sitio al que, estoy seguro, volveré…