Renacimiento

Un Comino

Lo más habitual en las columnas que se escriben en estas fechas es hablar sobre el futuro o lo que nos dejó el 2022, con más o menos gracia, tino o retranca, pero de todo lo que leo por ahí lo único que me interesa es eso que llaman ‘nostalgia culinaria’, de lo que ya hemos escrito algo, así que no me enredaré más. Lo de la ‘diversificación del consumo’, la ‘sostenibilidad’ y el advenimiento de lo digital me aburre soberanamente.

 

Puestos a contaros un no cuento a vosotros, los 300, los que seguís ahí en estas Termópilas periodísticas de este siglo nuevo que ya se ha apoderado de dos décadas y media casi sin darnos cuenta, le daré la vuelta a la tortilla y volveremos a la intendencia, que según el diccionario de la RAE, en su primera acepción, es: «dirección, cuidado y gobierno de algo», lo que no es baladí. No me van a negar que darle a la mandíbula, a la espumadera, la copa o la bandeja no es una actividad trascendente, a la postre –o incluso al segundo plato– tan relevante y tan obra humana como las artes plásticas o lo de Rostropovich. Atender, «hacer felices a los demás», como dicen ahora los que mejor atienden las mesas de esos lugares mutantes llamados restaurantes.

 

Si no fuera por las estrecheces e esta columna este párrafo debería haber caído en la palabra 500 para tener el sentido completo. Me refiero al Cinquecento, ya saben aquel momento en el que se impuso el antropocentrismo humanista, se recuperó la antigüedad clásica y la imitación de la naturaleza, lo que llamaron Rinascimento o Renacimiento, vaya. ¿Acaso no estamos en algo parecido en la culinaria contemporánea? Yo veo esa suerte de corriente ancha, sin límites exactos, con muchas tendencias incluso contrapuestas que conviven en un momento de la sociedad postmoderna en el que el futuro es incierto realmente por primera vez después de la Segunda Guerra Mundial.

 

Retorna el clasicismo francés de Escoffier, las parrillas y las técnicas ancestrales para cuidar la viña y vinificar las uvas. Vuelven a cocinarse platos y a organizarse campeonatos para elaboraciones que hace más de medio siglo habían desaparecido de las cartas. El hombre como centro de todo, quizás, por desgracia, en esta ocasión deberíamos hablar más de egocentrismo que de antropocentrismo a diferencia de lo que ocurría en el siglo XVI, el YO no solo pensante sino emisor y narcisista por encima de todas las cosas, nuevo semidiós.

 

Y en tercer lugar –o en primero, según se mire– la asignación a la naturaleza del papel de oráculo principal y casi único, fuente de inspiración y de acumulación de fuerza conceptual e ideológica, quizás la única de carácter mayoritario y universal de cuantas intervienen en la vida que tenemos a las puertas de este 2023 de incierto destino.

 

Como todos los retornos, éste no es idéntico a los anteriores, ni en forma ni en dimensión, pero si avanzamos en la idea de darle más espacio a los hombres llanos que a un único Dios, reconocemos la importancia del pasado con toda su riqueza y su inmensidad y abrimos los ojos como lo hicieron en aquella Florencia de entre los siglos XV y XVI a las enseñanzas de lo natural, quizás este 2023 en lugar de tendencias espurias nos deje un hilo con el que volar esa cometa, esa suerte de renacimiento colectivo -y culinario- que no sea flor de un día y nos dé luz y esperanza al menos por una década más.

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