Retaguardia y vanguardia (II)

Un Comino

No es casualidad que la primera parte de este artículo se publicara la semana pasada, ni que cuatro días después El Diario Vasco anunciara el cierre del restaurante Zuberoa. Aquí terminábamos premonitoriamente con la frase: «Y ahora que ya se vislumbra cercana la retirada o pase a la reserva de algunos de ellos, ¿qué?».

 

Lo de los Arbelaitz era sabido hacía bastante tiempo. A Roser Torras y a mí nos lo habían confirmado en persona los dos hermanos mayores el 8 de septiembre en la mítica terraza de su casa. Entonces aún no sabían la fecha. Ahora tampoco la dicen. Lo único cierto es que no se cogen reservas para más allá del 31 de diciembre. Nos queda solo decirles ‘agur eta ohore’ por todo lo que han hecho.

 

Se va una casa mítica que ha representado el culmen de una cocina inexistente fuera de las paredes del caserío Garbuno. Se ensalza siempre «la cocina vasca de Zuberoa», pero en ningún otro lado se cocinaba como allí. Hilario logró la comprensión absoluta del gusto de los hijos de Aitor y la tradujo en una suculencia sin estrambote, le puso alas a las cucharas y logró salsas profundas como el Cantábrico y ligeras como el viento que despertaban la infancia de cualquier paladar de las doce tribus, pero nunca fue la cocina de ninguna casa, ni la de la más ilustrada.

 

Cuando digo Zuberoa digo cocina vasca por abreviar, porque si nos ponemos puntillosos debería decir cocina del Bidasoa, de frontera, porque bebe de las dos orillas del río y es por ello, porque se imbrica en el corazón de un territorio improbable, con tres idiomas y dos países, que es tan singular.

 

«Salir de la espesura»

Pero volvamos a los a los que llegaron después de que Martin Berasategui fuera el penúltimo –por edad– en coger aquel tren que salía de la estación de San Sebastián a conquistar la península y el joven Aduriz –a la postre uno de los más influyentes de su generación en el mundo– se agarrara a la manilla del último vagón con los pies todavía en el aire. Volvamos a ese grupo de talentosos de los fogones que ojalá nunca nadie vuelva a calificar como «la generación perdida», los que respetaron a sus mayores y trabajaron mucho más de lo que ‘posturearon’, porque en el escenario no cabe mucha gente al mismo tiempo y para vivir del oficio hay que hacer muchos servicios y muchos números.

 

Roberto Ruiz, ese guipuzcoano de Viana que amansa a las alubias igual que doma las txapelas de Elosegi con las que distingue su cabeza y cuaja la mamia con la finura de un orfebre, le dice cada vez que llama a Gorka, su amigo del Alameda de Hondarribia: «Txapartegi, sal de la espesura». El otro encaja la pulla con deportividad y se ríe. La expresión tiene su gracia para mí porque se me ocurrió hace tiempo y se la dediqué a ambos y a otros de su generación en distintas ocasiones.

 

El que quiera la gloria tiene que salir a campo abierto, pase lo que pase y salir de la espesura. Basta ya de disculpas sobre lo difícil de batallar en un campo de gigantes. Lo maravilloso es que ya van saliendo tímidamente. Salen por el Sur, el Este y el Oeste de la provincia, que se decía antes. Aitor Arregi por la banda izquierda, Txapartegi y Lavado por la derecha y Ruiz por el Sur, encerrando la capital en su propia salsa. Dentro de la Parte Vieja hay quintacolumnistas como Pablo Loureiro y Amaia Ortuzar, y con mirada amplia surgen muchos más que se van arremolinando en serio y en broma y que han asumido su condición alrededor de un grupo que llaman Mahaia. De oficio y de cabeza están maduros como las castañas en octubre, aunque siguen siendo muy guipuzcoanos a la hora de pedir baile.

 

Que no se apague la luz

Presumo que en el mañana las cosas no serán como fueron. Cuando vayan apagándose los grandes faros, operación que ya ha comenzado, deberán ser sustituidos por focos LED más pequeños. Lo importante es no dejar sin luz al incomparable parque temático. Digo sin luz pero también debería decir sin estrellas, porque no se puede pasar de reivindicar el orbe durante décadas a decir que ya no son importantes el día que dejemos de tenerlas en la misma cuantía, algo que no creo que pase del todo, porque el irredento argentino que mira el mundo desde la barandilla de La Concha viene con todo para levantar un tridente.

 

Me gusta cómo piensan y cómo encaran sus vidas estos nuevos que peinan canas y la generosidad con la que entienden su oficio. El otro día clausuramos Gastronomika con una cena especial en Muka, lo nuevo de Aduriz (gran parrillada de amigos con Eneko Atxa, los argentinos de Don Julio, la tripulación de Elkano y el propio Andoni & equipo, por cierto), y hablamos de las espesuras y del futuro, esa palabra que no es otra cosa que una perversión de la mente.

 

Yo les aseguro que están listos. Como dice Roberto Ruiz, la retaguardia se convierte en vanguardia.

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