La penúltima polémica en la gastrosfera la ha protagonizado el panadero británico Richard Hart, colaborador de Noma y artífice de un emporio internacional de masa madre, al afirmar que en México no existe cultura del pan. El hombre trataba de vender el desembarco de su firma en el mercado azteca y ha terminado achicharrándose. Como el que para contar los kilómetros de costa gallega acaba metiéndose en un jardín andaluz.
De pronto, ese comentario desafortunado se ha leído como una expresión de colonialismo gastronómico. No han tardado en aparecer influencers mexicanos mostrando otras panaderías en D.F., muchas de ellas en el barrio gentrificado de la Roma, orientadas a un público de nómadas digitales y clases acomodadas.
Pan excelente, sin duda, pero también pan como símbolo de estatus. Quizá hubiera un fondo de verdad en las palabras de Hart: el pan, tal y como lo consumimos en Europa, no es en México un alimento habitual entre las clases populares, pero no se me ocurre peor forma de abrirse camino en otro país que señalando sus –supuestas– carencias.
Nadie se atrevería a decir que en España no hay cultura del pan, pero tampoco está de más admitir que guardamos con él una relación complicada. Tenemos –teníamos– un valioso patrimonio de panadería popular que se extingue en pueblos y barrios, mientras consumimos una inmensa mayoría de pan industrial de dudosa calidad. Al mismo tiempo, una generación de profesionales trata de dignificar el oficio a base de granos antiguos y fermentaciones largas.
Tienen cada vez más visibilidad, pero siguen siendo minoritarios entre un público que conoce y valora la elaboración artesanal, pero se deja seducir por la comodidad –y el precio– que ofrece la industria alimentaria.
El pan se debate entre ser un bien de primera necesidad y un producto gastronómico de élite. En los restaurantes se ha pasado del niguneo de hace unas décadas a ofrecer una variedad abrumadora, para después suprimirlo durante un tramo del menú u otorgarle categoría de plato, con su propia presentación y discurso.
Hart se equivocó al señalar las flaquezas ajenas, pero el debate abierto tiene miga. El pan solo parece importar cuando deja de ser cotidiano. Cuando tiene autor y relato. Cuando, al hablar de él, sube.