Acabo de darle el primer bocado a la morcilla que abre el menú cuando se acerca el camarero. “Qué tal, caballero, le está gustando?”. Su gesto no es amable, pero puedo prescindir de eso. Intento responder a la rutina mascullando un mecánico “todo muy rico” que delate la aspiración de tener la comida tranquila, pensando en mis minucias y lo que tengo en el plato, aunque me temo que lo que me sale es más del tipo “tfdlob mlu rricro”. Mi madre me hubiera regañado por hablar con la boca llena y por mentir. Pocas cosas habían ido bien hasta entonces. Aquella morcilla que me ocupaba la boca era tan vasca como un rinoceronte blanco, y la cerveza que pedí nada más sentarme para refrescarme y aliviar la espera (¿por qué cuando pides una bebida a la anfitriona que te acomoda, el resto del staff acostumbra hacerle luz de gas? ¿Por qué tantos restaurantes retrasan el servicio de la primera bebida hasta que llega la comida? ¿No les interesa facturar?) y el pan con manteca llegaron al tiempo que la morcilla con la que empecé. No había tocado lo demás y con la boca llena de un embutido presuntamente vasco no había forma digna de explicar nada.
No importa. Pareció que mi camarero (mozo, garzón, mesero) se retiró complacido a su esquina, con esa íntima satisfacción que proporciona la certeza del deber cumplido, aunque, ahora que lo pienso, debió quedarle una sensación extraña, como de que había algo que no andaba bien. Y volvió otras seis veces para confirmarlo. Al final de la eusko morcilla, antes de traer el bife de chorizo, apenas dado el primer corte a la carne, justo después del segundo, cuando pedí que me cambiaran el cuchillo de sierra que habían puesto para la carne (grande, grueso, monumental, pero de sierra, de los que rasgan la pieza; los de filo eran tan romos que costaba más trabajo cortar la carne que masticarla), a mitad del ejercicio y poco antes que decidiera retirarme en silencio; no se trataba de abrir un debate coloquio. El interior de la carne resultó estar frío y la copa de vino se consagró como un acto de fe. Me dijeron la marca, pero ni rastro de la botella, desaparecida en el fragor del servicio. ¿Por qué parece normal que pidas una copa de vino y llegue servida a la mesa? En cuatro días me lo han hecho tres veces en este Buenos Aires que dice adorar el vino. Deberían pensar en eso.
A partir de aquí, un espacio para los comentarios de los partidarios de convertir en afrenta la relación con el comensal -díganle cliente-, y una aclaración: lo que vale para una casa de comidas chirría en un restaurante de ringorrango. Como sea. La comida discurrió en modo interrogatorio que insiste en ese tipo de preguntas que procuran llevar a una respuesta inducida. El “¿qué tal, caballero, le está gustando?” se alterna con un par de “¿todo bien?”. Hubieran necesitado un foco de mil vatios centrado en el entrecejo, al modo de un tercer grado de la Stasi, para sacarme algo más que un mortecino y forzado “bien, gracias’.
La insistencia no suele funcionar. Algunas veces, el asedio es de tal calibre que lo que te estaba resultando agradable, deja de gustarte.
Cuando el sector entendió la importancia de escuchar al cliente y buscó formas de conocer su grado de satisfacción, se articularon herramientas que no implicaban la obligación de arrancarle una confesión. Primero era el director del restaurante -acostumbraba ser el propietario- o el jefe de sala -los rancios le siguen diciendo maitre-, después, el estallido de la nouvelle cuisine arrastró al jefe de cocina al comedor, recorriendo las mesas para cerrar lazos con el comensal y recabar información sobre la experiencia. El cocinero ya estaba al frente de la propiedad y con el tiempo empezó a pasar más tiempo en la sala que en la cocina, y ahora, en el nuevo tiempo de los inversores, vuelven a ser ellos los que pasean entre las mesas, a veces intentando hacerte más agradable lo tuyo, a veces perdonándote la vida, por lo general delegando el interrogatorio en el camarero.
Conozco restaurantes cuyos reglamentos obligan a que el mesero se acerque a preguntar al cliente antes de pasados diez minutos de su estancia en el negocio. Lo normal es que ni siquiera haya recibido comida o bebida, pero el empleado cumple la rutina. Estuve en un restaurante, en la parte abierta de un aeropuerto, en la que el gerente estaba obligado a tocar físicamente la mesa al poco de ocuparse la mesa y tomar la comanda, para demostrar su cercanía y de paso interesarse. Nada distinguía su condición de gerente de la de cualquier otra persona que pasaba por el restaurante, y cuando se acercaba a cumplir con su rutina provocaba un revuelo de manos apartando bolsas, rodeando mochilas, protegiendo maletas, sujetando celulares. ¿Quién era esa persona y por qué se acercaba tanto a sus pertenencias?
Con el tiempo fueron agregándole obligaciones al comensal. Empezaron con formularios que te pedían rellenar antes de levantarte de la mesa, y acabaron con encuestas digitales que al menos permiten ser olvidadas en algún rincón del celular. He encontrado garzones que preguntan una vez, en los mejores casos al final de la comida, y otros que interrumpen conversaciones de negocios, discusiones de pareja o escarceos iniciáticos a la hora de sembrar su pregunta: “¿Qué tal, caballero, le está gustando? Los primeros respetan la peculiar intimidad que se crea en el perímetro de la mesa; los segundos la profanan. También los he visto suplicando una reseña positiva en Trip Advisor… que incluya un comentario favorable sobre su trabajo. En todas las profesiones hay payasos.
Al cliente se le debería preguntar cuando aparezca un gesto de disgusto (relacionado con la comida; no son confidentes de barra de night club), en caso de que lo reclame el cliente o al acabar la comida, con la llegada de la factura, y no debería hacerlo el mozo sino el jefe de sala, y tratando a todos los clientes por igual. Es parte de un trabajo que se descuida más de lo debido. Cuando asoman las distorsiones, responden a la incapacidad de la propiedad o del responsable del negocio para entender los principios que deberían regular su trabajo. No le echen la culpa al mesero; para que sepa trabajar bien hay que enseñarle a hacerlo y, triste pero cierto, cuando se equivoca es porque así le enseñaron.