Del cielo al infierno subido en un adjetivo

La memoria del sabor

Las primeras clases reales de periodismo que recibí fueron las del jefe de talleres del desparecido diario Hierro, en Bilbao. Era tan viejo que los linotipistas fundían plomo para componer los tipos. El jefe ejercía de diagramador y editaba leyendo los textos del revés, sin necesidad de galeradas. Revisaba las noticias, corregía erratas, avisaba al director cuando le caía contenido poco ortodoxo, componía las columnas de cada página, marcaba los titulares, encajaba las planchas de las fotos, componía el diario página a página y se ocupaba de que la prehistórica rotativa fuera capaz de imprimir nuestro trabajo. Sus dominios eran casi infinitos, aunque se administraran entre los muros de un antiguo frontón, y su palabra era sagrada. “Cuidado con los adjetivos”, me decía, “lo mismo te llevan al cielo que al infierno”.

 

El jefe de talleres era uno de los pocos personajes cuerdos en aquel diario, propiedad del estado. Disfruté otros editoresque me ayudaron a entender el oficio. Cuando tenías la ilusión de haber acabado tu artículo, estabas obligado a llevarlo a su mesa. Esperabas turno y se lo entregabas. Te quedabas a un lado mientras los veías surcar el trozo de papel con un grueso lapicero rojo, sembrándolo de tachones. Cambiaban el orden de alguna frase y no pasaban una visita sin marcar correcciones al margen de la hoja de papel. Nos miraban entre molestos y resignados, sabiéndose condenados a la ingrata suerte de corregir al novato, no solían despachar sonrisas, eran más bien parcos y todos formulaban de una manera u otra la misma jaculatoria: “cuidado con los adjetivos”.

 

Había escapado de la Facultad de Ciencias de la Información siete meses después de pisarla por primera vez, espantado por lo que allí se tejía, y aprendí el oficio y la escritura de mis editores, algún corrector -todavía existían- y los libros. Leer es imprescindible para poder escribir. Lo necesitan muchos periodistas de las nuevas generaciones, incluidos algunos que se piensan consagrados; deberían meditarlo los funcionarios de las agencias de comunicación antes de perfilar sus libelos.

 

Si querías escuchar, aquellos editores te hablaban de la trascendencia del adjetivo, de la importancia de entender el significado real de cada uno, de los tipos de adjetivos, de la tarea que les corresponde en la estructura de la frase y el lugar correcto donde encajarlos, de su papel de escolta junto al sustantivo, compañeros eternos de un viaje en el que el protagonista real es el adjetivo, de su protagonismo en la definición de la idea… Y remecían los textos que se hundían en el exceso y alimentaban la equívoca trama que tejen los adjetivos mal aplicados. Uno de ellos me explicó que al periodista se le va un poco de vida con cada superlativo que incorpora. Aceptando que el adjetivo superlativo define la categoría de lo insuperable, argumentaba, ¿qué nos queda después? Fueron escuelas vivas de periodismo que se nos fueron antes incluso de las computadoras, cuando lo que escribías empezó a importar menos de lo que te pagaban por hacerlo.

 

La frase me acompaña desde entonces. Son más de cuarenta y cinco años y no dejo de repetírmela: “cuidado con los adjetivos”. Me asalta mientras escribo y se cruza, como movida por un resorte, con cada texto que edito: “cuidado con los adjetivos”. Por si acaso, me lo recuerdo con un tarjetón que domina una esquina de la mesa de trabajo: “Guillotina para los superlativos”. Hay un lapicero rojo camuflado en la pantalla de mi computadora.

 

Los medios gastronómicos caminan sobre un campo de minas sembrado de adjetivos superlativos. Todo es maravilloso, excepcional, fascinante, increíble, supremo, genial, fantástico, excelente, impresionante…. La lista se alarga, multiplicando la grandeza del protagonista del texto a golpe de sufijos y prefijos cada día más recurrentes: -ísimo, -érrimo, archi-, hiper-, super-. Cada restaurante, cada plato, cada copa de vino, cada chusco de pan, cada cocinero es más excepcional que el anterior y un poquito menos que el siguiente. ¿A quién le interesa matizar lo insuperable?

 

Representan la imagen del exceso total y son exagerados, pomposos y en buena medida mentirosos, pero los necesitamos. Resultan imprescindibles para disfrazar la insignificancia de nuestras experiencias culinarias con los ropajes de la excepcionalidad; no hay manera de que la mediocridad parezca trascendental si ponemos el discurso a la altura de la realidad. Y así, declaramos la focaccia de cada tarde de verano todavía más maravillosa que la anterior. ¿Cuántos estados de lo maravilloso existen? ¿Más maravilloso? ¿Muy maravilloso? ¿Súper maravilloso? ¿Qué nos queda después?

 

Cuando aplicamos el adjetivo a una comida, un plato, un restaurante o un cocinero mediano, ponemos un límite difícil de superar, salvo que lo contemplemos como parte de la rutina del servil. La realidad es que casi con cada adjetivo superlativo que escribimos le perdemos un poco más de respeto al lector. Cada excepcional, cada impresionante, cada genial, cada fantástico que acompaña la descripción de un restaurante, un vino o una comida suele ser la recompensa por una invitación o un regalo. Un ruego lanzado en público: ¡qué se repita!

 

No hace falta profundizar demasiado para encontrar las causas de la menguada credibilidad del sector ¿Cómo confiar en un periodista para el que todo es portentoso? En cada post, en cada texto hay alguien o algo todavía más maravilloso que el anterior. El nuevo periodismo gastronómico es tan poco creíble que aburre.

 

Tampoco necesitamos buscar más de la cuenta para explicar los fundamentos de nuestra relación con el cocinero. Llegó a marmitón con el maravilloso prendido con corchetes al cuello de la filipina y un día, de repente, alguien se deja llevar por un desajuste en el punto de cocción de un arroz, un pescado o una pasta, lo intercaló entre los consabidos fantásticos, increíbles y extraordinarios, y te abrió la puerta del infierno bajo los pies. Empiezan no dándote like en tu muro de Instagram (suprema reprimenda del momento) y acaban castigándote sin postre.

 

El adjetivo arma la vida del sustantivo, lo es todo para él, y además define la frase. Encorseta el sustantivo y le da alas, lo explica y lo delimita, aplica matices, lo engrandece y a menudo lo lleva a reinar. Enmarca el dominio del sustantivo, le da significado y lo convierte en parte de una idea. Hasta que los superlativos se nos cruzan en el camino y convierten nuestro trabajo en una pantomima. Cuidado con los adjetivos.

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