La pesca del día resultó un trampantojo

La memoria del sabor

La llegada de la pesca del día a los restaurantes fue muy importante para la cocina de Lima. Apenas era el esbozo de un concepto, pero dibujaba un cambio de registro que resultó vital. Un gran paso adelante para una restauración pública que vivía prisionera de cartas kilométricas, impresas para la eternidad -apenas mudaba el envoltorio tras el paso por la imprenta para remozar la fachada-, concretadas en la presunción de que toda la despensa, incluida la del mar, estaba disponible el año entero. La cocina peruana vivía entonces sin temporadas y el producto siempre estaba a mano en el imaginario local; cada día del año, hasta el fin de los tiempos. A veces te decían que ese día no encontraron el pescado que habías pedido, o que el calamar se había ausentado, pero las cartas dejaban clara su resistencia al cambio: lenguado, chita, pulpo, cangrejo, mero a veces, corvina con más frecuencia, pejerrey, camarón si no estaba en veda…

 

No era habitual encontrar otros pescados, aunque dabas con ellos en algunos mercados, como el fortuno, el perico, la cachema, la charela, el buri, el pez loro, la cabrilla… Eso obligaría a cambiar la carta -el gran anatema del cocinero local- y, lo que es peor, aprender a trabajar con especies nuevas: estudiar cortes, investigar aprovechamientos, ajustar cocciones. La cocina limeña no era partidaria de esfuerzos añadidos más allá de lo que implicaba el estatus recién conquistado; no estábamos para anécdotas. Y en eso llegó Gastón Acurio -como tantas veces, cuando la cocina peruana ha tenido que tomar decisiones- y puso en valor la pesca del día: comprar lo que hay más fresco en el mercado -generalmente lo más abundante y en consecuencia asequible- y trabajar para obtener el máximo rendimiento de su naturaleza.

 

Fue un concepto novedoso, todavía extraño a una América Latina cuyas capitales vivían de espalda a los productos del mar, y no fue fácil implantarlo, pero funcionó. El precario estado de lo que llegaba (¡ay!, todavía llega) a la terminal pesquera de Villa María del Triunfo (¿quién ideó un mercado central para el pescado tan alejado del mar?) o la de Ventanilla, abastecida por barcos que pescaban sin hielo en la bodega, obligaban a cambiar las líneas de distribución. Algunos lo consiguieron y empezaron llenar la despensa con lo que traían emprendedores locales: máximo frescor y abastecimiento inmediato. La fórmula obligó a trabajar con lo que proporcionaba el mar cada día; no dejó de haber especies fetiche pero fueron desapareciendo los pescados malditos. Y se aprendió a conocer el mar: llegaban especies diferentes y se cocinaba con lo que llegaba.

 

Hubo vaivenes, pero finalmente se concretó y se institucionalizó. Pedro Miguel Schiaffino lo aplicaba en Malabar, como lo aplica ahora con mucha más generosidad en La Rosa Náutica, lo mismo Rafael Osterling en El Mercado y otros muchos. Héctor Solís puso en nómina a su proveedor y le tiene desde entonces procurándole materia prima por todos los rincones de la costa (y son 2500 kilómetros): mero para Fiesta y otras especies, empezando por la cabrilla, para La Picantería de Surquillo, donde toda la pesca es del día y cuando hay cachema nadie la disfraza.

 

Los restaurantes de Lima tienen hoy un pescado del día. Aplicaron la experiencia de Gastón Acurio y los otros precursores, aunque acabaron dándole la misma forma que después les enseñó Virgilio Martínez en Central: cachema (Cynoscion analis) todo el año. Su mirada a la pesca del día era diferente. ¿Para que cambiar de especie si bastaba con cambiarle el nombre? Sus stager bromeaban ¿Cómo se llamará hoy la cachema? Podía disfrazarse de corvina (lo más frecuente) mero u otras especies. El mar y la imaginación que entonces exhibía Mater parecían casi infinitos.

 

La práctica es como el roce, acaba dando paso al cariño y la cachema se hizo una y habitó en nuestras cocinas. No es un gran pescado, pero queda resultón: vale igual para un menú degustación que para el menú del día del comedor de barrio. Sin brillos ni texturas que la hagan destacable, con prestaciones medianas, siempre anodina, lo mejor de la cachema es que es abundante… y barata. Tanto, que los restaurantes de Lima han convertido su nombre en sucedáneo de pesca del día. El precio mejora el rendimiento, y llegados al mar el precio empuja las mareas hacia la cachema.

 

-¿Qué pesca del día tienen hoy?

-Cachema.

-Como todos los días; debe ser la pesca del quinquenio.

 

Se lo dije al camarero que me atendía en Siete, el restaurante donde Ricardo Martins resuelve el fervor culinario de la comunidad hípster de Lima (su infierno debe tener forma de barrio mediano sin barberías, camisas holgadas, pantalones de campana y deportivas sin marca), y al rato me vinieron a explicar que se habían equivocado y la pesca del día era chita, una pescado de lujo en los tiempos que corren. Seguro que de no haberlo comentado, la cachema hubiera seguido su camino hacia la mesa.

 

Casi no importa qué comedor frecuentes. Salvo accidente imprevisto, la cachema será el pescado del día hasta cuando el temporal no deje salir los barcos al mar. De su mano, nuestra cocina -la alta y las otras- se van llenando de rutina y faltas de respeto: al mar, a la cocina y al comensal. El mar peruano tiene muchas cosas qué decir, pero pocos restaurantes que sean capaces de entenderlo y traducírselo al cliente. Las cartas vuelven a ser estáticas, con el pescado del día como el trampantojo que resuelve todo, y otra vez son kilométricas (a la de La Mar le conté el otro día más de 140 platos).

 

Por cierto, el día que la cachema se convirtió en chita, Siete transformó el pil pil en una deslavada salsa acuosa sin sentido, que apenas acompañaba una de las seis navajas (al pil pìl) que anunciaba la carta, y el ajillo de la pesca del día (al ajillo) en ojos de aceite nadando en un caldo confuso que acompañaba al pescado. Me quedé con ganas de saber como concreta esta cocina la meuniere, el escabeche de Szechuan, el parfait de ave, el curry o el cacio e pepe que también anuncian en la carta.

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