En mi España de los 80 y los 90, la chuleta y el chuletón se sirvieron siempre con hueso. Era parte importante de una cocina cuya naturaleza nacía de la exhibición del exceso y su correspondiente cuota de tremendismo. Todo se juntaba en ese descomunal corte del costillar de la vaca que encarnaba prosperidad y opulencia. En ese ideario de la desmesura que suele acompañar los usos culinarios definitorios de la distinción, la chuleta ocupaba el lugar que pocas décadas antes correspondiera al pollo -durante siglos representó el lujo-, y después le cedió al chuletón, que venía a rizar el rizo de la desmesura culinaria. La aparición del hueso añadía carácter y alcurnia, además de soporte y estructura, a un corte de una vaca que por aquellos tiempos y llegado a los asadores profesionales se manejaba alrededor de los diez años de vida. Eso fue antes de las vacas locas; tras la epidemia, el estándar bajó a cuatro años y ahí se ha quedado. Aquí, Oregon y Argentina lo rebajaron a doce o catorce meses, con alguna excepción.
La presencia del hueso planteaba y plantea problemas cuando el corte se encontraba con el calor: la fuerza de la brasa da lugar a una cocción desigual. En un lado de la pieza, el fuego hace su trabajo contrayendo la fibra y ajustando la anchura (secuelas de la pérdida de agua que provoca el calor), mientras la carne pegada al hueso está obligada a mantener su grosor: el soporte obliga. Los asadores dedicados a la carne vieja (por favor, no me confundan vieja con envejecida, sinónimo de madurada; hablo de la edad de la vaca, no de las mañas que le aplican) servida en piezas que raramente bajan del kilo -las vacas y los bueyes de largo recorrido lo pueden llevar hasta los dos y medio-, separan en la parrilla el hueso del resto del corte: garantizan una cocción homogénea y sirven exactamente lo que has pagado. Te guste o no, el precio de la chueta incluye carne y hueso. También la grasa que le corresponda.
Mientras el mercado español trajinaba el chuletón, Italia hacía grande la bistecca alla fiiorentina que las parrillas de los USA rebautizarían como t-bone steak. La explicación del corte es asunto geográfico: lo comas donde lo comas, el lomo está a un lado del hueso, aunque cambia según latitudes. En España llaman lomo a lo que de esta parte del mundo llamamos bife, mientras el lomo latinoamericano se corresponde con el solomillo español. Otro galimatías del vocabulario culinario. El caso es que incorpora el hueso. También se sirven algunos cortes más con el hueso incorporado, como el ossobuco -oiga, que ahí hay, ¡ay!, dos músculos con cocciones diferentes, uno delante y otro detrás del hueso- o el asado de tira, que por allí se titula churrasco y tiene bajo predicamento.
La moda del tuétano -pura caspa hasta que entiendan que fundamentalmente es grasa, que se trata de texturizarla sin que pierda su naturaleza, que el exceso de calor la licúa, transformando la pieza en una nadería- multiplicó la cotización de los huesos de las piernas del animal, aportando su granito de arena en la rentabilidad del negocio. ¿Qué harán con los demás huesos de la vaca? ¿Dónde van a parar? ¿dan para abonos orgánicos? ¿Proporcionan nitrógeno como los de los humanos que desenterraban nace siglo y medio para triturar y abonar los campos? Seguro que se hace algo de provecho. Si no, ¿qué destino están dando a la osamenta de los más de 54 millones de vacas censadas en Argentina en el año 22, y que seguramente estaremos comiendo desde hace un año?
Y en eso que llegó el tomahawk, que viene a ser la chuleta a la que has dejado pegada la costilla completa: como un chuletón con supletorio. En una tierra en la que el bife raramente se sirvió con hueso, el tomahawk ya es religión: tomahawk por el rico de largo recorrido, tomahawk para el nuevo rico, tomahawk para el aspirante, tomahawk para el que solo pretende aparentarlo, tomahawk para el cantoso, tomahawk para señoros que comen para sentirse importantes: hueso que no puedes comer pagado a precio de carne de primera clase. Antes muertos que sencillos.
–
Puede decirle chuleta, bife ancho o como quiera, pero el costillar de la res se nos está poniendo por las nubes. Tanto por la carne, tanto por el hueso, tanto por aparentar con el suplemento de costilla que le da la forma de hacha (¿qué culpa tendrá el tamahaac de los algonquinos que vivían en la actual Virginia?), tanto por echar la sal rastrillando los pelos del antebrazo del camarero… suma y sigue. De ahí a imitar al futbolista huachafo (lean paleto si lo hacen desde allí) que paga el precio de la vaca completa a cambio de que le cubran la tajada con una lámina de oro -un gramo bien trabajado, no se crean- hay pocos pasos.