Oba, Obaba, baobab

Un Comino
Las palabras caminan solas por el mundo una vez que son creadas y acaban construyéndose su propia vida, como los hijos. Algunas viajan lejos y se hacen amigas de otras palabras y hasta se hacen familia.
Es curioso cómo palabras creadas por humanos que hablan lenguas dispares pueden sonar de modo similar e incluso significar las mismas cosas o parecidas. Hay muchas creadas para nombrar lugares reales, pero también las que dan vida a geografías imaginarias.
A veces, cuando escuchas una palabra tu mente te devuelve otra que se le parece y que guarda algún tipo de relación con ella, aunque en principio no sea evidente.
Acabo de visitar –demasiado tarde, mea culpa– el restaurante gastronómico que los jóvenes Javier Sanz y Juan Sahuquillo (Cocineros Revelación de Madrid Fusión en 2021) regentan en el corazón de la Manchuela, en Casas Ibañez, más concretamente en lo que fue la vivienda familiar del primero.
El lugar lo llaman Oba, una palabra que no pertenece al castellano, sino que aparece en el diccionario del idioma creado a mediados del siglo XIX por el párroco local don Bonifacio Sotos Ochando. En ‘bonifaciano’, al parecer, oba puede traducirse como espíritu, instinto, alma y pensamiento.
Al entrar en el paraje manchuelo de la mano de estos cocineros-exploradores locales por la carretera que serpentea al compás que marca el Júcar, entre casas-cueva y huertas ideadas por los árabes, allí donde el tiempo pareció dejarlo todo en otro siglo, se siente la fuerza de una geografía tan bucólica que pareciera imaginaria.
Y entonces comienza el cerebro a hacer conexiones y Oba me trae Obaba, el lugar en el que el escritor vasco Bernardo Atxaga situó la novela Obabakoak, ganadora del Premio Nacional de Narrativa. Obaba, ese sí, pueblo imaginario que le permitía explorar lo universal a través de la mirada local, capturando la esencia de la cultura y las tradiciones. ¿Acaso no es eso Oba?, me pregunto.
La cosa no queda ahí. Oba me trae después la palabra baobab –puro juego fonético–, el totémico árbol africano al que las comunidades locales atribuyen cualidades mágicas y sagradas por su capacidad de vivir mil años. Su tronco y su sombra son el lugar en el que se guarda la sabiduría acumulada durante generaciones, la conexión con los ancestros, símbolo de la generosidad de la naturaleza. ¿Acaso existe alguna conexión invisible entre Oba, Obaba y baobab?
Oba, el restaurante de Sanz y Sahuquillo tiene mucho de Obaba y de baobab. Es un espacio hendido en la tierra manchuela –el mantra de su ‘catecismo’ escrito dice cuatro veces: «Repite conmigo: Isaac y su huerto son lo más importante de este restaurante»–  y al tiempo es tan extemporáneo, tan improbable, que pareciera una de esas geografías imaginarias.
Ahí, entre la decoración rústica que ambienta la sala –no por querer parecer nórdicos, «sino porque el pino era lo más barato»–, se siente la aspiración de trascender, de ir mucho más allá que cocinar bien y ganarse la vida. Hay una mirada radical y tierna a un tiempo, insolente y amable, una elegía a la tierra que los vio nacer hace tan solo un rato –tienen poco más de 26 años– con la que están conectados de un modo umbilical, como hace mucho que ya no ocurre en esta sociedad urbanícola y postmoderna. Pese a su edad, el modo de sentir su valle tiene más que ver con el espíritu de Delibes que con el de Dan Barber.
No son los únicos, ni los primeros. Hay otros jóvenes cocineros, muchos en el mundo, que comparten el credo común del territorio, pero hay muy pocos en los que esta pulsión de mirar a la naturaleza con admiración y respeto máximo vaya acompañada de un talento para cocinar fuera de lo común y una determinación y claridad de ideas inimaginables en personas tan jóvenes.
El pensamiento es previo al acto. No son chicos que regresaron al pueblo una vez que se formaron y aprendieron el oficio en Mugaritz o Casa Marcial. Ellos son parte indisociable del ecosistema, nunca se fueron, y siempre estuvieron enfocados en encontrar el modo de rizar el rizo, de aspirar a lo más alto de la profesión sin dejar el valle, sin escatimar esfuerzos ni trabajo, apoyándose en los lugareños y en su conocimiento para crear riqueza y fortalecer la comunidad, en dar esperanza a jóvenes que deciden quedarse como ellos, en mantener viva la herencia natural y cultural que recibieron y que amenazaba con irse, como el bonifaciano, en «cerrar el círculo», como ellos dicen.
Menú ancestral
¿Y la comida?, se preguntará el lector. Toca ir y descubrirla. No voy a descuartizar aquí el menú. Diré solo que no hay pescados de mar ni carnes frescas, sí mortadelas, pastramis y patés y también uno de los mejores platos de trucha común que recuerdo, verduras casi desaparecidas, como el escombro, el calabacín antiguo o la alargada y verde ñora local, lengua de jabalí con setas silvestres y shoyu de huevo, deliciosa oveja machorra, anguila reposada con un garum ahumado en un montaje de inusitada belleza y un largo etcétera de productos de cercanía. Lo ancestral como revolucionario, la autolimitación como clave musical sobre la que tocar.
En Oba la historia acaba de empezar y el emplazamiento definitivo del restaurante empieza a pasar de los sueños a los planos. El círculo sigue creciendo.

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