En las termas tradicionales de Japón cocían los huevos del almuerzo o la cena mientras tomaban su baño. No está claro si las aguas sulfurosas les añadían un poco de sabor extra o solo de magia, pero la surgencia a unos sesenta grados permitían cocinarlos con una delicadeza supina. Veinticinco minutos, el tiempo que pasaban a remojo, son suficientes para que la clara se quede suave y gelatinosa, como un flan, y la yema se vuelva cremosa y ligeramente firme.
Si se le escucha contar la técnica y la historia al cocinero Albert Raurich precisará que la temperatura exacta es de 63 grados y recordará que si se elaboran en casa o en el restaurante no se pueden llamar técnicamente ‘onsen tamago’, su nombre fetiche, aunque de facto sean iguales. Ya se sabe que en la cocina japonesa no solo cuenta la precisión técnica, sino también las tradiciones, el espíritu de las cosas y su conexión con la naturaleza.
A 8.400 kilómetros de distancia, en Islandia, cocineros como Thrainn Freyr Vigfusson, cuecen a vapor su tradicional pan de centeno en las fuentes termales y géiseres del entorno. Solo hace falta protegerlo bien de la humedad y que transcurran 24 horas para que esté listo. Para los islandeses no hay comida sin pan, en su caso de intenso sabor, pero muy tierno y suave por el tipo de cocción y el cereal que utilizan, equilibrado donde los haya, casi siempre acompañado por la también mantequilla que llaman skyr, una especie de yogur con bajo nivel de grasa y mucha proteína, de regusto agrio y sabor curado.
Culturas tan distintas se adaptan de forma similar a los ecosistemas complejos en los que les ha tocado vivir, donde la naturaleza recuerda cada muy poco que está muy viva y que es el interior de la tierra quien condiciona realmente nuestra existencia. Los dioses quizás no habiten solo en el cielo. Algunos, sin duda, lo hacen en el corazón ardiente de nuestro planeta.
Cada volcán de la tierra tiene su propio ecosistema, hasta el punto que el 40% de las especies que se logran implantar a su alrededor son de naturaleza endémica, caso de Canarias, y en algunos casos extremos hasta el 80%. La composición de la lava que emerge de las entrañas es diferente en cada caso, así que las plantas y los vinos nacen en estos territorios también lo son.
El master sommelier canadiense John Szabo, uno de los mayores expertos del mundo, explica con argumentos geológicos por qué estos vinos son inigualables. Casi todos ellos son ácidos, poco afrutados y con un sabor salino debido a la gran concentración de minerales que se dan en los suelos volcánicos. También suelen ser secos y muy sápidos debido a la poca retención de agua de lo suelos, de modo que las viñas se pasan la vida sufriendo estrés hídrico, buscando alimento a través de complejos sistemas radiculares. Si además hablamos de lugares con baja pluviometría, como es el caso de las islas afortunadas, este factor se dispara. El potencial de crecimiento de la singularidad y del valor de estos vinos es enorme, como ratifica el sumiller y experto Ferran Centelles.
Diferentes suelos
Los vinos de Madeira, volcánicos donde los haya, ya eran famosísimos en los siglos XVII y XVIII. Viajaban y mejoraban con la navegación de ida y vuelta hasta América, con la exposición a los cambios de temperatura, al fuerte calor, y al movimiento del barco. A los ‘vinos da roda’, como se les llamaba, les pasaba como a las personas. Mejoraban cuando cuando conocían mundo. Ahora se calientan artificialmente para conseguir el mismo efecto del viaje, «estufagem», lo llaman, pero resurgen como tesoros del pasado con su capacidad de conquistar el tiempo.
En la madeirense isla de Funchal en la que nació, el chef Jose Diogo Costa regenta el restaurante William del primer gran hotel que se construyó, el Reid’s Palace Belmond. Costa se parece a los viejos vinos de Madeira porque ha recorrido y vivido el mundo antes de regresar a su casa. Aquí, a diferencia de Lanzarote, los suelos son fértiles, hay agua abundante y paisajes de un verde insolente. Crecen los mangos, las papayas y hasta la caña de azúcar y el Atlántico es tan o más generoso que la tierra.
Los profundos fondos sobre los que se elevaron estas islas hace cinco millones de años guardan increíbles ejemplares de morenas, túnidos, chernes, peces espada y merluzas, entre otros muchos. José Diogo se empeña en explorar la despensa a través del conocimiento acumulado durante siglos por los lugareños y así recuperar técnicas y recetas que, de otro modo, caerían en el olvido.
Estos pequeños relatos conectados como las cuentas de un collar se sujetan prendidos de un imaginario hilo de lava que recorre el mundo entero a través de las costuras de su corteza, eso que los científicos llaman las placas tectónicas. Son cinco, pero podrían ser docenas más, historias de personas y de territorios que viven íntimamente unidos, influyéndose y modificándose mutuamente. Relatos inspiradores que vamos conociendo gracias a ese encuentro llamado Worldcanic que se celebra en Lanzarote, el de una comunidad singular dispersa por el mundo: los ‘homo sapiens vulcanensis’, las gentes del volcán.