Cocinando entre banderas

La memoria del sabor

Buena parte de América Latina celebra su independencia entre julio y la segunda o tercera semana de septiembre; sucedió en años diferentes, pero lo padres de la patria mostraron claras preferencias. Colombia, Argentina Perú, Ecuador, Bolivia, Uruguay, Guatemala, Honduras, Nicaragua, México, Chile siguen la pauta, con Honduras cerrando el ciclo: tiene turno para el 28 de septiembre. A España se le diluyó el imperio estando de veraneo.

 

Las banderas flamean durante el invierno y el arranque de la primavera austral: que es cuando la patria manda por debajo del ecuador. La del Perú ondea por ley desde hace veintiocho días frente a la puerta de mi casa y todas las del país; aquí se celebra por imperativo legal y hoy es nuestro día. Lo celebraremos comiendo. Habrá desfile militar, claro, para dejar claro que la fiesta no es enteramente cívica y para recordar el papel de la institución en democracias tan frágiles como las nuestras. El último recordatorio lo lanzó un tal Zúñiga hace 32 días, coincidiendo con mi estancia en La Paz; el anterior fue cosa de Pedro Castillo, aquí en casa, y tomó forma de pantomima televisiva.

 

Básicamente comemos. Como en navidad, como en los días de la pascua, como casi cada domingo, como en cualquier fiesta pública o íntima que merezca el nombre. Los países que tienen el hambre marcada en el centro de su existencia celebran con un plato en la mano; da igual si el hambre responde a una tragedia del presente o a una condición marcada en el ideario colectivo. Para muchos en esta tierra, comer es una fiesta. En Perú sin ir más lejos, donde el 5,7 % de la población vive en pobreza extrema (significa que se arregla con menos de 251 soles, 66,88 dólares, mensuales) y el 39,4 % vice en riesgo de caer en la pobreza. No se libra la antes desarrollada Argentina, donde el hambre es una plaga que prospera cada día: el 11,9 de los argentinos penan en estado de indigencia; un 50,5 de la población están en la pobreza. En el país de los 50 millones de vacas se pasa más hambre que nunca.

 

“Qué difícil es habar de gastronomía en un país que pasa hambre”, me dijo Juan Mari Arzak la primera vez que visité Lima en noviembre de 2006. Coincidimos por casualidad en la cevichería La Mar, con Gastón Acurio como anfitrión que tomó buena nota y lo aplicó en su cruzada del papel inclusivo de la cocina. Acabó lanzando la por ahora última revolución gastronómica, que habla de inclusión social, del protagonismo del productor, de la gastronomía como motor del cambio, de la cocina convertida en el mástil de una bandera que envuelve el restaurante. También como un velo que trata de ocultar la realidad de países que siempre conocieron la brecha social como un abismo vital.

 

El milagro peruano no estuvo tanto en la cocina como en la hazaña de convertirla en la bandera que representa a un país completo. De pronto y sin previo aviso, el Perú encontró un motivo para sentirse orgulloso: “¿ha probado el ceviche?”, preguntaban los aguerridos reporteros a cada artista que pisaba suelo patrio. La pregunta y la espontaneidad de la respuesta prosperaron en los manuales del nuevo periodismo y fueron más allá. “¿Le gusta el ceviche?” me preguntó un día el taxista que me llevaba a un comedor consagrado al pescado. Respondí a la obviedad, dándole pie a que completara el aserto: “Qué suerte tiene de vivir en Perú”, sentenció, y completó la frase antes de que me atreviera a contestar, “porque en España no hay marisco ni pescado”. Intenté explicarle lo contrario, pero mi relato atentaba contra su idea de la grandeza patria y el viaje dejó de ser plácido.

 

En marzo del año 2006, ocho meses antes de mi encuentro con Arzak, Gastón Acurio había lanzado la cocina al centro del ideario colectivo con el discurso que dio en la Universidad del Pacífico, en Lima. La clase política tomó nota y creó su marca país alrededor de nuestra manera de comer, en un trabajo que estimuló el crecimiento del turismo (en 2021 escalamos hasta casi cinco millones de turistas, una nimiedad comparada con Francia o España, pero una cifra jamás alcanzada en otro país de Sudamérica) y la agricultura: la cocina era buena para mejorar la cuenta de resultados. Tal vez para ayudar al crecimiento del país, sunque al final eso no acabara sucediendo. Seguimos orgullosos de nuestra cocina, aunque cada vez somos menos los que la podemos comer.

 

Perú tiene razones para sentirse orgulloso de su comida, como las tienen todos los países de la región (pobre del país que no esté convencido de que la suya, la que con suerte come tres veces al día, es la mejor cocina del mundo), aunque para todos, sin excepción, la gastronomía es un banderín de enganche para la ilusión del turismo. Por eso se habla más de restaurantes que de cocina. Son muy pocos restaurantes, tres o cuatro docenas, porque es imposible tener una base real de comedores públicos en países sin clase media: antes que nada, el crecimiento de la cocina pasa por la existencia de clientes. La gastronomía no puede sobrevivir dando la espalda a la realidad social.

 

El turismo es el norte culinario: a falta de clientes locales, hacemos lo que sea para importarlos. Se habla más de la presunta grandeza de nuestras cocinas patrias que de la necesidad de hacerlas crecer. El número de restaurantes de éxito oculta la realidad de cocinas que se estructuran como una disciplina total: la gastronomía tiene relación con la agricultura, la ganadería y la pesca, con el movimiento económico que genera ls producción de bienes de consumo y su exportación, con el medio ambiente, con la cultura y (¡ay!) la educación, con la salud, con el clima, con el cumplimiento de las leyes, con el desarrollo social y económico… El crecimiento o retroceso de la gastronomía dependen de actos políticos: comer es un acto definitivamente político. Lo niegan quienes se dedican a hacer política rechazando su existencia.

 

Nada sería posible sin intervención política. La protección de los productos y el medio en que crecen, se crían o viven, lo que habla de la conservación de los hábitats naturales; la dignificación del papel que juega el productor y la mejora de sus condiciones de vida; la difusión y puesta en valor de la naturaleza de la despensa; la educación de los consumidores, que debería empezar desde las escuelas; la disminución de la pobreza; el cierre de la espeluznante brecha social que define la existencia de nuestras sociedades y con él la consolidación y el desarrollo de nuestras primeras clases medias, que vienen a ser el paso imprescindible para la aparición de propuestas vitales y culinarias cuerdas.

 

Cada gesto que hoy se hace en un restaurante tiene consecuencias en el mundo que lo rodea. De las decisiones que se tomen depende más a menudo de lo imaginado el destino de productos, productores y hasta ecosistemas. Eso es hacer política mientras sirves comida, o mientras la comes.

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