La chicha de güiñapo nunca es igual. Va cambiando de una picantería a otra, pero siempre es dulce y amable, como un jugo de maíz matizado por un poco de dulzor añadido y unas notas especiadas que nacen del procedo de elaboración. La chicha de Arequipa apenas fermenta un día y el proceso de elaboración se parece mucho al de la cerveza. La base es maíz güiñapo germinado que se tuesta para parar la germinación, se tritura y se fermenta. Para activar la fermentación utilizan la base de la chicha anterior y un poco azúcar añadida. En otros lugares se deja una o dos semanas, lo que la convierte en una bebida más intensa y sobre todo con más alcohol.
Cada picantería prepara su propia chicha y la sirve en jarras con las que van llenando vasos de distintos tamaños. Ninguno es chicos y muestran formas acanaladas que cubren dos tercios de la superficie. Personalmente, se me antojan los arcos de los soportales de la plaza mayor, que por aquí viene a ser la plaza de armas. Debió parecerles así a otros mucho antes que a mí cuando se marcaron los ritos del brindis picantero y sus jaculatorias: “salud, salud”, “por el gusto”, “hasta los portales”, referido este último al tamaño exigido al trago de honor, siempre esperado con la magnitud suficiente para dejar el nivel del líquido junto al borde alto de las marcas del vaso. Eso viene a ser un tercio del contenido y puede tener su aquel. Asequible para cualquiera si el modelo es el que llaman bebe o bebé, que se queda en medio litro de capacidad, algo más forzado cuando hablamos del cogollo, ya viene a ser de un litro, y una hazaña para el caporal, con capacidad para litro y medio: una litrona y media.
Medio litro de un trago es mucho más que una anécdota. Por desgracia, nadie fabrica ya esos descomunales recipientes llamados caporales en el lenguaje tradicional, llano y siempre cercano de la picantería, y los pocos que han sobrevivido al tiempo, el trajín diario y los descuidos están celosamente resguardados en aparadores y vitrinas; son menos para usar y más para mostrar o recordar.
“Hasta los portales”. La frase se deja oír especilmente con cada ‘prende y apaga’ picantero, un guiño para estimular la tarde, alimentar la charla y con suerte alargar la serie y seguir entre vasos y guisos hasta que la casa y las buenas costumbres decidan echar la tranca. Primero prendes boca y garganta con un shot del anís seco local, a continuación alivias y apagas con un trago de chicha de a cuarto de litro. Son las costumbres y sería descortés (y un poco tonto) no cumplir con ellas.
Cumplí hace diez días, durante mi última visita, y repetiré hoy, al poco de llegar otra vez a una ciudad que engancha. Le encuentro más gusto a estas calles y estas gentes que al cinismo y la estulticia que dominan los mentideros limeños. Debí ir el viernes, para celebrar el Día de la Chicha con mis amigas picanteras, como cada primer viernes de agosto desde hace diez años, pero tuve que atrasar dos días el viaje. Hubo razones de trabajo y un sentimiento de tristeza que al final me retrajo: este año no hubo fiesta de la chicha como la conocimos en los últimos diez años, pandemia mediante, aunque la fecha se sigue celebrando. El Ayuntamiento de Arequipa prohibió los festejos que acompañan la fiesta y tradicionalmente han llenado la Plaza de Armas de puestos de comida, espacios donde se hace y se sirve chicha, música y jolgorio. Una ordenanza municipal consagra la celebración y en la municipalidad se la pasaron por donde quisieron.
Las picanterías arequipeñas vienen de una larga tradición. Sus protagonistas son mujeres -ya hay hombres en La Capitana, en Los Geranios de Tiabaya, en Los Leños de Yumina, en La Benita de Characato, en La Victoria y La Benita de los Claustros de Arequipa, aunque en proporción solo son una gota-, herederas de otra de las caras de esta misma tradición, esta vez familiar, que recibieron el legado de sus madres como ellas de sus abuelas y ahora empiezan a transmitirlo a la nueva generación, a veces masculina. Son colosales resistentes de origen humilde que luchan por mantener vivo un legado sobre el que se construye la cara más golosa y entrañable de la identidad arequipeña. En 2014 la picantería arequipeña fue incluida en el Patrimonio Cultural de la Nación.
Hace años que trabajan parta conseguir que la Unesco extienda el título. Se lo han ganado a pulso y han demostrado el por qué. La identidad de la ciudad y una de las grandes realidades de esta región arraigada en lo rural se muestran en las cocinas picanteras y eso no gusta a todos. Esa otra tradición también es larga. Las ignoró durante largo tiempo la prensa gastronómica nacional, empezando por las oriundas, intentó ningunearlas alguna pretendida estrella culinaria vecina, más aficionada a estrellarse que aplicar algo de cordura a su trabajo, y nunca tuvieron el favor de su clase política.
Los políticos de Arequipa también tienen sus tradiciones. Una de ellas, ignorar a las picanteras salvo para contratarles banquetes para eventos internacionales de prestigio que luego prefieren no pagar. Otra que no tiene nada que ver con las picanterías es su costumbre de saltar de la butaca y el bastón de mando al catre de una celda en el penal, pero esa es otra historia, muy peruana, y muy arraigada entre toda la clase política. El caso es que la décima edición de la Fiesta de la chicha no se celebró en la plaza de Armas de Arequipa, sino en la intimidad de las picanterías, que durante tres días han invitado a chicha. Hubo un acto público en el salón consistorial en el que el alcalde se comprometió a reponer la tradición de la Fiesta de la Chicha para el próximo año.
Por lo demás, todo sucedió como se esperaba: muchísimos visitantes que no encontraron la fiesta, las picanteras bailando con sus pendones ante la fachada de la Casa Consistorial, el un acto ceremonial en un salón que el Ayuntamiento de Arequipa le alquiló a la Sociedad Picantera de Arequipa y algunas promesas que tendremos que esperar un año para saber si las acabarán cumpliendo.