Comer a oscuras no es comer

La memoria del sabor

La primera vez que comí en el Pujol e Enrique Olvera era mediodía y la luz del sol enmarcaba la vida del viejo comedor de la calle Petrarca, en Polanco. Debió ser el año 2007 o 2008, porque Enrique se había desprendido de lo francés para adoptar una cocina totalmente mexicana; todavía recuerdo el ceviche veracruzano que marcó la visita. Volví dos noches después, con un grupo de cocineros que asistían a un encuentro culinario cuyo nombre no retengo. A cambio, recuerdo que el evento fue en Le Cordon Bleu, que hubo mucho cocinero estilo remordimiento, de esos que prefieren morir antes de abandonar el derroche de nata y mantequilla distintivo de la cocina internacional, que venía a ser la cocina de hotel en la que derivó la cocina afrancesada de la época.

 

Mucha thermidor, mucho lácteo escondiendo sabores, mucho volován y toda esa sinrazón que fascina al comedor (y al cocinero) propensos a ejercer con el dedo índice bien tieso, como entablillado después de una rotura. También participaron algunas de las mentes más notables que adornaban la cocina mexicana de aquel tiempo -faltaba por concretarse la generación mexicana del futuro, que por el momento es la actual- y (ay!) algunos ejecutores y ejecutoras que se acabarían instalando entre los principales enemigos de la cordura culinaria. Era el tiempo del despertar y casi todos se mostraban como buena gente; pasó el momento y cada quien fue quedando en su lugar.

 

De aquella cena me dejó fijada la oscuridad de la noche, que había invadido el restaurante hasta cubrir las mesas por completo. La pacata iluminación de aquel comedor ni se acercaba a ser mortecina. Tanto, que uno de los cocineros de la mesa, de apellido ilustre y cocina señalada, levantó la voz dirigiéndose al camarero. “Traiga una linterna”, reclamó con alguna tirantez, “No puedo leer la carta”, explicó con voz molesta. Tenía razón en su reclamo, aunque el suyo no fue el trato que merece un camarero que no toma decisiones, mucho menos sobre el voltaje de los focos y su orientación, pero así es alguna de nuestras estrellas culinarias cuando se piensa en territorio conquistado.

 

Su actitud, no así las formas, se justificaba en la imposibilidad de leer la carta. Era cierto, y como respuesta la mesa se pobló de encendedores (los celulares venían sin pantalla y gadgets) que trataban de aclarar el dilema de unos menús de la época, grandes y con tapa dura, un jeroglífico indescifrable después de la caída del sol. De ahí pasamos a la imposibilidad de ver la comida. Las sombras poblaban la mesa y los bordes del plato se difuminaban. Nada de lo que llegó aquella noche a la mesa tenía una forma definida o un color que la hiciera identificable.

 

Hace ya muchos años que alguien decidió asociar intimidad con oscuridad. El aserto funciona en un dancing pero no me parece en un restaurante: una cosa es que tu presencia se pierda frente a las mesas que te rodean, ganando la cota de intimidad que se presupone en un restaurante, y otra que no veas al que tienes delante, o lo que traen a la mesa.

 

Ha pasado mucho tiempo y Enrique Olvera cambió Pujol de espacio, y a este tampoco le dotó con demasiada luz -salvo en la barra del omakase de tacos-, aunque a cambio suprimió la carta y con eso eliminó una parte del problema. Por el camino fuimos viviendo tiempos en los que la cocina y el ego del cocinero eran lo importante y mandó la sobre iluminación del comedor: la creación del momento debía brillar ante el comensal. Les siguieron otros en los que se impuso la cordura: media luz alrededor de la mesa e iluminación directa al centro, que permitiera escrutar la carta y tener una mirada clara y precisa sobre el plato, las copas, el pan, el tenedor, el dibujo de la vajilla o lo que fuera que descansara sobre el mantel. La cocina se fue delineando como un espectáculo integral en el que todo cuenta, sobre todo si ocupa un lugar en ese espacio de juego que delimita el contorno de la mesa.

 

Los interioristas acabaron entendiendo que la iluminación importaba, como sucedía con el ruido de las conversaciones que pueblan el comedor y dl plus añadido de una música cada día más protagonista. Tras la búsqueda de mecanismos y materiales que absorbieran el sonido, llegó la iluminación cenital del espacio que delimitaba la mesa y se consagraron las luces verticales sobe el centro del mantel. La penumbra se quedó para el contorno, a veces para los comensales, nunca para el plato.

 

Me gusta ver la comida; se me hace un ejercicio imprescindible. Necesito ver el plato con claridad para poder disfrutarlo y valorarlo. La vista es uno de los cuatro sentidos implicados directamente en el hecho culinario, y sin ponerla en juego, el ejercicio queda a medias. Lo contrario es una falta de respeto al trabajo del cocinero o los cocineros que han trabajado en la presentación del plato, la combinación de formas y colores que lo estructuran, dando presencia al mensaje que quieren transmitir.

 

La comida exige hoy más luz y taquígrafos que nunca. Por tantos motivos. Entre ellos, porque en este mundo regido por el desmadre de las redes sociales, la principal arma promocional del restaurante, por encima de community manager y los habituales relacionistas públicos de medio pelo, está en las fotos de sus platos que los comensales participan en su entorno virtual. Y si no hay luz, tampoco hay fotos. Háganlo, aunque solo sea por eso, pero dennos luz en la mesa. Comer a oscuras no es comer.

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