Si alguien con los galones de Quique Dacosta recomienda un restaurante que apenas lleva en funcionamiento unos meses en el pueblito de Pedreguer, en el interior de la Marina Alta y a una docena de kilómetros de Dénia, y lo califica como una de las aperturas más interesantes en la Comunidad Valenciana en los últimos tiempos, no queda otra que ponerse manos a la obra para conocerlo lo antes posible. Se trata de Ausiàs.
Sólo se puede reservar por su web y los completos se suceden día sí y día también, constatación de que ya es un secreto a voces en la comarca.
Y el resultado de la visita no hace sino confirmar todo lo bueno avanzado por Dacosta y, yendo un poco más lejos, nos invita incluso a atrevernos a aventurar que estamos ante un restaurante que en breve va a recibir un aluvión de nominaciones, premios y reconocimientos.
Su nombre, Ausiàs, es más valenciano que el Miguelete y se corresponde con el del jefe de cocina y propietario, el veinteañero Ausiàs Signes, quien, por cierto, de esto de premios ya sabe algo, pues en 2022 fue proclamado Pastelero Revelación en Madrid Fusión, cuando oficiaba en la partida dulce del Tatau Bistró de Huesca. A principios de 2024 regresó a su terreta para, en compañía de su pareja, Felicia Guerra, también cocinera y pastelera y ahora reconvertida en jefa de un magnífico equipo de sala, emprender esta prometedora aventura.
En un cálido y coqueto comedor con apenas media docena de mesas y capacidad para una veintena de comensales, Signes propone una cocina de desbordante autenticidad, apegada al terruño, con un relato coherente detrás de cada plato, cero alardes pirotécnicos y sabores nítidos, intensos y reconocibles, que se traduce en dos menús degustación de imbatible relación calidad-precio: Valentina (diez pases, 58 euros) y Ausiàs March (en el que rinde homenaje a su tocayo, el mítico poeta valenciano del siglo XV, doce pases, 78 euros).
Optando por el primero -no se pueden pedir dos en la misma mesa- empezamos con un despegue casi supersónico, con tres snacks que reproducen, y de qué manera, el territorio: una salina y delicada oblea de masa de arroz con crema de yema, salazones e hinojo marino; una potente y al mismo tiempo elegante tartaleta con cremoso de hígado de conejo, crema de pomelo y artemisa, y una original versión salada del típico pepito de Pascua (habitualmente relleno de leche frita), con sofrito de tomate y bufa (embutido muy especiado de careta). Para limpiar entre bocado y bocado, un punzante y muy refrescante caldo frío de pimientos que remueve conciencias.
El momento pan es muy especial, lleno de raigambre y casi diría que hasta reivindicativo. Pieza grande hecha en casa con masa madre y harina de la variedad de trigo fartó de Jesús Pobre (pedanía de Dénia en el interior). Para acompañar, un afilado aceite de oliva (con aceitunas arbequina y blanqueta), elaborado por el padre del chef en Barx, pueblo valenciano cercano a Gandía de donde es originario (al igual que alguno de los camareros).
A estas alturas, Signes se lo ha puesto más que difícil a sí mismo: ¿podrá mantener el nivel? Sin ningún problema, con el seductor y restallante tomate rosa de Jávea con emulsión de su propia agua, espuma de vainilla y haba tonka, primero, y con el medio escabeche tibio de caballa al jengibre, juego de texturas y sabores agridulces que recupera una receta familiar en la que el escabeche no es una técnica de conservación sino de cocina para consumir al momento, después.
El tercer plato es una clara reminiscencia de los tiempos pasteleros del cocinero: una sepia apenas marcada, crujiente y firme, audazmente combinada con crema de coliflor, levadura y lima.
Un telúrico y adictivo sorbete de salmorra de pimientos, a modo de trou normand, prepara el paladar para el último pase salado, la carne. Pero, antes, un detalle inesperado y propio de una gran casa: el cocinero se acerca a la mesa con un lomo de salmonete con crema de almendras, caldo de pescado, gárum casero y encurtidos de la huerta del Montgó que no estaba incluido en nuestro menú. Y es uno de los platos que mucho tiempo después sirven para rememorar la visita a un restaurante.
La carne, un homenaje al restaurante familiar El Romeral, es un jarrete de cordero glaseado y confitado en especias. Irreprochable pero quizá la propuesta más previsible y menos excitante del recorrido. (Lo cual me da pie a una pequeña reflexión pindárica: ¿es necesario que siempre terminen con una carne los menús degustación?)
Dados los antecedentes de Signes, los postres suscitan una más que justificada expectación, que se ve cumplidamente satisfecha con el sorbete de vino y sandía con coca de aceite y el chocolate con trigo sarraceno y helado de mascarpone. El dulce se combina con el ácido, el salado y el amargo para cerrar por todo lo alto un epifánico periplo que pone a Pedreguer en el mapa gastronómico tanto valenciano como nacional.
P.D. Un pero a Ausiàs hay que ponérselo: siendo como son los precios de los menús tan ajustados, no se acaba de entender muy bien por qué se castigan los vinos como se castigan, con el más barato de la carta en 29 euros, lo cual, claro, redunda en el precio medio final.