Cada matiz aportado por el vino o el contenido del plato abre una brecha en la teoría de los maridajes.
Dicen que el vino de malbec le va muy bien a la carne. Lo leo y lo escucho las veces que toca moverse entre presuntos profesionales, unas veces son sumilleres y otras cofrades de la escritura vitivinícola. Un vino de malbec siempre le va bien a la carne a la parrilla. Seguro. Aunque a mí, descreído en un mundo acostumbrado a manejar las cosas como quien solventa las estadísticas de un ministerio, se me ocurre preguntarme cómo es ese vino de uva malbec, por lo general elaborado en Argentina. ¿Viene de suelos arenosos o de terrenos calizos, por poner dos, o será de una viña con mucha arcilla? Antes de elegir, sería bueno saber como habrá sido la cosecha, la cantidad de agua que habrán recibido las cepas, el nivel de insolación, o el momento de la recolección. Debería empezar preguntándome quién lo hizo, donde y ya puestos, con qué intenciones, pero lo que vale es lo primero: el malbec le va bien a la carne.
Una botella de vino encierra 70 o 75 centilitros de variables. ¿La cepa crecíó en altura o en un valle? ¿Influyeron la cercanía del mar o el cobijo de la cordillera? ¿Qué oscilaciones térmicas vivió? ¿Se recolectaron temprano, antes de que pegara el sol? ¿Cuánto tardó en llegar al lagar? ¿Cómo prensaron la uva? ¿Hablamos de la fermentación? ¿Qué tiempo pasó con los hollejos? ¿Criaron el vino en madera? ¿Nueva o vieja? ¿Barricas, botas, bocoyes, huevos de concreto, lagares abiertos, ánforas de arcilla, depósitos de acero inoxidable? ¿Hasta cuando reposó el vino en la botella? ¿Cómo lo conservaron después? ¿Creció en Mendoza o en Río Negro? Todo estimula la diferencia.
Las 1840 etiquetas dedicadas en Argentina a vinos de malbec apenas comparten el nombre de la cepa que les da vida y el hecho de ocupar un lugar entre los vinos tintos. Entre todos, alguno encaja con ese plato de carne que la leyenda el simplismo y el simple relacionan con cualquier vino de malbec. ¿Qué malbec? Los matices importan en el juego de equilibrios que se maneja entre comida y bebida. A cambio, las diferencias entre dos malbec son tan grandes que pueden marcar los extremos del trayecto que media entre el éxito y el fracaso. Cuando trabajo en la carta de vinos de un restaurante y pruebo quince o veinte muestras de la misma cepa y el mismo origen, ninguna es igual a la otra. No importa; sabemos que cualquier malbec encaja con la carne como un guante. El vino del lugar con el producto local: el estereotipo nunca muere.
Parece que la carne de vacuno traza complicidades especiales con los vinos nacidos de la malbec, que al parecer no establecen con la cabernet sauvignon, la pinot, la criolla, la syrah, la bonarda o un bend. Solo hay que encontrar esa botella de malbec. Cincuenta millones de vacas configuran la principal industria agraria de Argentina, con permiso de la soja. Veo reses sacrificadas con doce meses y otras (pocas) que tardaron dos y tres años en llegar al matarife. Muchas nunca pisaron la hierba y otras vivieron en libertad. Algunas se alimentaron con pasto y otras con piensos y forraje. Puede que se hayan vendido y servido nada más muertas, o que esperaran diez días para llegar al mercado, o hayan sido veinte o treinta días, si no cayeron en manos de visionarios y vivieron menos días de los que después pasaron en una cámara de maduración.
Ninguna sabe igual a la otra. Por suerte. Tampoco saben igual el bife ancho, la entraña, el vacío, el lomo, la picanha o el peceto. Como no es igual una res asada por cortes que una procesada entera. Entre una pieza trabajada sobre brasa de carbón y otra destinada al fuego de leña se abren tantas alternativas como las que distancian un bife poco hecho de otro recocido. No digamos si llega el chimichurri para trastocar sabores.
Cada matiz aportado por el vino o el contenido del plato abre una brecha en la teoría de los maridajes. Seguimos con la carne. Cada giro en el sabor y el estado del músculo, cada diferencia en la técnica aplicada, cada compañero de viaje, proponen nuevos resultados. Cuando el plato cambia, el vino debe ser diferente. Habrá que buscar. Cada plato se siente cómodo con un abanico de vinos que le ayudan a expresarse sin que el contenido de la copa pierda su naturaleza. Para encontrar un maridaje hace falta explorar en el fondo de armario que proporciona una bodega bien abastecida. Aunque el legendario atrevimiento de la clase hostelera latinoamericana convierte la variedad en una circunstancia prescindible. En el Nuema (Quito) recién subido a los 50 Best me hicieron un menú maridado con las únicas seis botellas que había en el restaurante; las mismas que trajeron en brazos a una mesa contigua cuando pidieron la carta de vinos. “Esto es lo que tenemos”, argumentaron. Años después me propusieron algo parecido en Quitu: seis vinos mostrados al requiebro y sin precios. Debe ser la secuela de algún virus local.
Importa entender qué estamos buscando. A qué se refieren los sumilleres (por aquí siguen con el sommelier, los complejos del oficio prosperan en los detalles) cuando hablan ‘del vino que va muy bien con este plato’. Recitan el mantra del maridaje sin entender por lo general que un maridaje exitoso es una hazaña poco probable. El equilibrio perfecto no llega a ser una quimera, pero se acerca. Buscamos un vino que se encuentre con el plato, o viceversa, configurando una historia de amor en la que los dos ceden una parte de su naturaleza sin perderla por completo, multiplicando a cambio sus prestaciones. Ya no son directamente los sabores y los aromas del vino y del plato. Lo que resulta es el fruto de un encuentro que acostumbra ser sublime; mucho más complejo y elegante. Un buen maridaje llena la boca de matices (también de adjetivos) y abre nuevos caminos al placer.
Tampoco es una ley inmutable; no hay fórmulas para garantizar el equilibrio. El vino sigue su camino evolutivo, mientras el plato -la carne que, dicen, le va tan bien al malbec- puede parecer otro en cada encuentro. Lo contrario sería establecer que el vino es siempre uno, ajeno a la evolución que deciden el tiempo y las condiciones de conservación, y la carne viene siempre de la misma vaca. El mínimo giro en uno u otro, cambiará una relación que nunca es inmutable. El equilibrio se marca en términos más sencillos: sabe fundamentalmente de intensidad y persistencia de aromas y sabores. Nunca se dijo nada de colores. Entre otras cosas porque hay muchos vinos blancos más consistentes, intensos, persistentes y con más matices que muchísimos vinos tintos. Para comprobarlo, solo hay que atreverse a probar.