Visto con ojos de hoy, es una excepción. Más bien, un sobreviviente. Un emblema de lo que por muchos años se entendió como lujo en gastronomía, fiel representante de un fine dining que para muchos pasó de moda. Pero que al menos aquí, en este salón iluminado de manera cálida, con sus mesas y sillas de calidad, con la cocina a la vista, con camareros que explican lo que sirven con conocimiento medido y con un estricto menú de 16 pasos que se sirve en menos de dos horas, la ambición está intacta. Mucho tiene que ver la tozudez de un cocinero convencido de lo que está haciendo. De eso se trata Aramburu, restaurante porteño que tras dieciséis años de vida -una mudanza incluida- está hoy en un gran momento. “Estamos más maduros, tal vez como consecuencia de mi edad”, dice Gonzalo Aramburu, propietario y chef de la casa.

Aramburu nació en 2007. No fue el primero, pero sí estuvo entre los pioneros en ofrecer menú por pasos por Argentina, apostando a técnicas aprendidas en stages y trabajos en la Europa de las estrellas Michelin y las nuevas cocinas españolas. Lo llamativo es que, en lugar de abrirlo en polos gastronómicos o turísticos -como indicaba la norma-, lo hizo en Constitución, barrio de clase trabajadora con ganada fama de peligroso.
En 2019, tras dos años de obra, se mudó a Recoleta, una ubicación más lógica, y con una gran puesta en escena. Ante la pregunta de si fue un error haber abierto en su momento en Constitución, Gonzalo responde rápido, casi ofendido: “Para nada, lo disfruté mucho, de ahí salió todo lo que somos hoy. Estar allá fue la manera que tuve de arrancar. Es el lugar que podía pagar, y me sirvió de experiencia y aprendizaje. Ahí gané libertad, comencé a creer en mí. Ya en ese momento hacíamos alta cocina, no nos dejamos condicionar por el barrio. Es más: el Aramburu actual no tan distinto al que tenía en aquel momento, tan sólo ganamos en estructura, en comodidad. Pero el espíritu es el mismo de siempre”.
En Constitución gané libertad
y empecé a creer en mí;
hacíamos alta cocina,
no nos condicionaba el barrio
En esta década y media este restaurante fue parte de un selecto pelotón de restaurantes de la llamada alta cocina, junto con Tegui, Chila, El Baqueano, La Vinería de Gualterio Bolivar, Tarquino y algunos etcéteras. De todos ellos hoy solo quedan Aramburu y El Baqueano, trasladado a las alturas de la capital de Salta, acompañados de unas pocas aperturas, como Trescha y Mercado de Liniers. “Me fui quedando solo, es verdad. Pero también es verdad que nunca fuimos muchos. Y por varios años yo estuve un escalón debajo del resto. No tenía la estructura ni el presupuesto de un Chila, de un Tegui. Comparado, lo mío era una pocilga. Recién ahora estaríamos más a tiro. Y si bien muchos de ellos decidieron cerrar las puertas, yo no me cuestiono el estilo de Aramburu. Estoy convencido de que tenemos un lugar en la gastronomía, de acá y del mundo”.
La pregunta de qué es un fine dining en Argentina es inevitable: muchos de los restaurantes más exitosos se desmarcan conscientemente de este corsé que encierra exigencias. “Implica un servicio puntual, una exhibición. Hay como un dress code, la gente se prepara para venir, se predispone distinto. Buscamos siempre la alta calidad con los mejores productos, priorizando la creatividad. Esa creatividad hay que trabajarla: antes lo hacíamos en pleno despacho, pensábamos ahí los platos futuros. Ahora estamos más prolijos, nos juntamos con Tatiana (mi jefa de lo que sería el departamento creativo) de mañana, entre libros, cocinas y anotaciones, probando platos, combinaciones, ideas. Y buscando siempre la síntesis. Cada cocina es un mundo; el fine dining es el cuidado del producto, de la creatividad y de la experiencia que le das al cliente”.

Una helada aceituna de manteca de cacao rellena de jugo de oliva verde; las ostras con aceite verde, calamar, vinagre y caviar uruguayo; el fantástico tartar de ciervo, alga nori, todo cubierto con carpaccio de ciervo y hoja de shizu; el fallido mús de alcaucil, ragú de faisán y puerro frito… Los pasos salen rápido, cronometrados. Entre los mejores, ahí están los sticks de centolla envueltos en papel de zanahoria y remolacha, con sus púas crocantes hechas de coliflor.
Cada plato apenas se explica mediante algunos de sus ingredientes básicos: en Aramburu no hay mucho storytelling. Los comensales no saben que la centolla llega viva al restaurante, que muchas de las verduras provienen de una pequeña huerta en Cardales, que el cochinillo está alimentado con cereales orgánicos. “Tal vez nos falte comunicación. Por mucho tiempo vi que había algo sobreactuado en la gastronomía, donde cada cosa tiene una historia detrás pero que luego no funciona en la mesa. De ese tipo de lugares me voy corriendo”, dice. E insiste con que, a sus 47 años, ya pasó por otras etapas: “Estoy más grande, más enfocado. Quiero evitar errores, sin dejar nada librado al azar. Este modo de pensar puede ser más aburrido, pero me gusta”.
¿Te aburrís?
“A veces sí. Al mismo tiempo, no somos un tres estrellas. No ponemos cada hierba con una pinza sobre el plato buscando ese detalle. Cuando voy a comer a restaurantes en el mundo, elijo más los de dos estrellas que los de tres, me parecen más divertidos. Por eso busco que Aramburu tenga algo casual: el menú no es hiper elaborado, no nos vamos de mambo, nos permitimos algo medio lúdico”.

El menú completo transcurre en la planta baja, hasta llegar al último plato salado, el magret de pato con puré de topinambur y lima, trufa negra y nabo fresco. Luego, los postres y bebidas dulces continúan arriba, en el primer piso. La apuesta futura de Gonzalo es darle más valor al piso superior. También, dice, quiere mejorar la propuesta de maridaje, que hoy es correcta pero sin grandes sorpresas. “Siempre miré la inversión más como cocinero que como empresario. Prefería gastar dinero en un nuevo horno para mejorar el despacho, en lugar de usarlo para la cava que nos debemos”.
Varias veces durante la entrevista Gonzalo dice estar más grande, maduro. Admite que hubo momentos en su cocina que fueron difíciles, que él fue difícil. Lo justifica: creció en una época de cocinas militaristas, donde no faltaban las peleas violentas. Hoy dice estar más tranquilo. Es un cocinero que escucha a sus comensales y críticos. “El cliente sabe lo que le gusta. ¿Cómo no voy a escuchar? Vos me dijiste que el alcaucil no te convenció. Lo hablé con otros, hubo distintas opiniones. Decidí reemplazarlo: ahora hacemos un cochinillo a la parrilla que servimos en un mango con una espuma de maracuyá y vino. Todo el tiempo escucho, corrijo, aprendo, cambio”.

La enorme mayoría de los ingredientes son argentinos, pero Gonzalo no se muestra como un militante extremo del producto nacional, y tampoco es de aquellos que intenta conseguir rarezas únicas del mercado. “No somos DiverXo con un menú de 700 euros. Acá hacemos un fine dining que cuesta 70 euros. Pensando en mi presupuesto, intento conseguir todo lo que sea de la más alta calidad, sin desvelarme por tener lo que no tiene nadie más”.
En la última edición de Latam’s 50 Best Restaurants, Aramburu estuvo en el número 36, bajando una decena de puestos respecto al año anterior. “Estar en la lista es muy bueno, sirve muchísimo, pero también entiendo que hoy no estoy trabajando para estar ahí. Viajo poco, no invito a cocineros a mi cocina. Cuando me toca cocinar en otros lados, siento que no me sale bien, que no representa a Aramburu. Y estar fuera de los circuitos hace que pierda mi lugar. Así funciona y lo entiendo”. A la vez, tiene buenas expectativas por el anuncio que la guía Michelin hará el 24 de noviembre en Buenos Aires, presentando por primera vez sus estrellas en la Argentina. “Puede darnos más visibilidad, y también darles currículum a los chicos que trabajan acá. Creo que la guía va a servirle a todos, va a jerarquizar más nuestra gastronomía, con las estrellas, con los BIB gourmand, con las menciones”.

Más allá de tener al menos un 50% de clientes extranjeros (de Europa, de Estados Unidos, hoy mucho de Brasil, Chile, Uruguay, Paraguay), el menú actual de Aramburu no tiene carne bovina. “Los extranjeros me lo agradecen. Ellos bajan del avión y ya están comiendo un bife. Lo paradójico es que a los que más les cuesta que de pronto no haya carne de vaca es a los propios argentinos. Cuando les doy pato, me miran con cara rara”.
Con dos hijos (Isabel de 10 años, Pedro de un año), Gonzalo vive un buen momento. Más que sobrevivir, el restaurante vive, con dos servicios por noche que suelen estar llenos. “Esto puede sonar obvio, pero uno tiene que ser feliz. Yo trato de ser feliz en la cocina. Soy un afortunado: arranqué con dos pesos, crecí y hoy sigo cocinando con la misma libertad que tenía al principio”.
Fotos cedidas por Aramburu.