La Botica, el eslabón perdido de las tabernas limeñas

Las antiguas tabernas del Centro Histórico de Lima han encontrado su enlace con las de nuevo brío del siglo XXI. En un contexto en el que un comensal memorioso decidió abrir una cuando todas estaban cerrando. Lo hizo Rómulo Vinces con La Botica, la celebración de la primera taberna de nuestro tiempo y la bisagra que articula el recorrido entre el centenario Cordano de la Plaza Mayor y la celebrada Isolina.

Javier Masías

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Historia de las tabernas limeñas a través de una mirada a La Botica.

“Es algo que aprendí a hacer con mi madre, para matar el tiempo”, me cuenta Rómulo Vinces, de 69 años recién cumplidos -“pero 25 de espíritu”- refiriéndose a la fragante butifarra que tengo delante. Estamos en La Botica, el emprendimiento de su vida, un resumen de los años y sabores que le ha tocado transitar.

 

Hace 75 años, el periodista Adán Felipe Mejía se refería a la butifarra limeña como “nuestro sánguche criollo” y enumeraba sus ingredientes: pan francés, carne de chancho, lechuga, salsa de rabanitos y cebollas condimentadas con vinagre de vino de verdad. Esta versión sin rabanitos, con limón en lugar de vinagre y sin lechuga, me hace pensar que el sánguche ha evolucionado como han evolucionado las tabernas. En las paredes están las fotos en blanco y negro de la familia de Rómulo, de La Botica cuando era farmacia, del San Isidro de antaño, del papá y sus amigos con terno en un bar del Rímac, del abuelo y su tío en una taberna cerca del portuario barrio de La punta, en el Callao, la mesa de la comida en una chacra en Trujillo donde después de las cabalgatas venían las pascanas con guitarra y cordero al palo, la Casa Moreyra antes de ser un restaurante, el vecino parque del olivar más antiguo de Lima.

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Platos del día en La Botica. Foto: Javier Masías.

Las paredes son como la cocina, pura nostalgia. Valiéndose de unas cuantas fotografías gustativas impresas con luz indeleble en el papel de la memoria, Don Rómulo construyó aquí la taberna de sus sueños, sin saber que estaba inventando la taberna criolla del siglo XXI, la primera de muchas que darían nueva vida a un formato de restaurante que estaba languideciendo.

 

Le pido que sea generoso, que me cuente de dónde le vino la idea. “Fue muy natural, se me fue ocurriendo a lo largo de la vida”. La memoria lo devuelve a la adolescencia en una Lima de menos de tres millones de personas, en la que las familias caminaban por el centro de la ciudad y pasaban tiempo lento y alegre en tabernas y bares desde Chorrillos hasta el Callao. Tabernas de italianos que habían empezado como bodegas, en las que luego ofrecieron viandas y demás gracias, y que después aprovecharon la trastienda para servir una copa a quien pasara con sed.

Santa Beatriz, y al frente, el Berisso,

dos panaderías que luego ofrecieron empanadas

y después guisos, patita con sarsa,

cau cau y chilcanos.

Don Rómulo se recuerda con 16 años yendo a visitar a la abuela materna y pasando por los bares al final de la avenida Sáenz Peña, en Chucuito, un barrio del Callao habitado entonces por los hijos o los nietos de los italianos que llegaron al Perú buscando una vida mejor. También recuerda el Malatesta en Petit Thouars, Santa Beatriz, y al frente, el Berisso, dos panaderías que luego ofrecieron empanadas y después guisos, patita con sarsa, cau cau y chilcanos. Como el Queirolo, en Pueblo Libre, adonde caía porque el abuelo paterno vivía a la vuelta. Recuerda el Superba, todavía vivo, con esos impresionantes calentados crujientes de arroz y frejoles envueltos en el fuego de la sartén, que llamamos tacu tacus.

 

Recuerda 1973 porque entró a los 19 años a trabajar al sistema bancario, pero lo recuerda sobre todo por los sabores. No abundaban las cevicherías, no había tantos chifas y apenas existían unas cuantas pollerías.

Era el más joven del grupo del trabajo, pero estaba feliz porque entonces el gremio tenía fama de bien remunerado, desde gerentes hasta cajeros. Eran los tiempos de los viernes bancarios, en que todos salían en invierno a las 16h30 y en verano a las 14h30 a repletar los bares, huariques y tabernas que reventaban el centro de la ciudad. Entre pisco y cervezas se hablaba de mejores tiempos pasados y de cómo resolver el mundo, siempre con risas y jugando cubilete. Si llegabas primero y te tocaba esperar al resto, hacías hora con el mozo en la barra, y si llegabas temprano muchas veces y te veían hablando con el mozo muy seguido, te caía el título de parroquiano.

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Butifarra en la barra de La Botica. Foto: Javier Masías.

A veces el plan era almorzar donde la señora Aida, que hacía cuy chactado, rocoto relleno y otras delicias arequipeñas, cruzando el río Rímac por el puente Trujillo, un par de cuadras a la izquierda en el primer callejón. Las risas seguían hasta tarde, como las ocho de la noche, en que decidías si ibas a casa a dormir o te aventurabas a las peñas del vecindario o a la célebre Pinglo de La Victoria. A la medianoche todos en cama.

 

Si había más dinero por las gratificaciones de fiestas patrias o navidad, visita al Raymondi, cerca del diario El Comercio, un restaurante mejor puesto, con una barra en la entrada en la que resaltaban inmensas papas rellenas bajo techos altos de madera labrada. Es la Lima de la Conversación en la Catedral de Vargas Llosa, despidiéndose.

El mobiliario de madera, los pisos, las risas y siempre el mismo paisaje gastronómico: jamón del país (una pieza de cerdo aderezada por dentro con una mezcla de especias y luego macerada en achiote y vinagre y cocido a la olla) cortado en lonjas dentro del pan francés de la butifarra, sánguches de queso con aceituna botija, patita en zarza, papas rellenas y raciones de caucau, frejoles con seco o mondonguito a la italiana siempre al centro para compartir. En la antigua panadería Huerfanos, en la calle homónima, una bandeja de ravioles con salsa de tomate. A veces pasta con pichón. En todas las tabernas, rodajas de pan francés con aceitunitas y queso en cubos.

Es el paisaje de la nostalgia anticipada. A los 19 años Rómulo Vinces entra a trabajar al banco y piensa en comer en las tabernas antes que en comerse el mundo.

 

Sanar el alma

Cuarenta años más tarde se retira y mientras decide qué hacer con su tiempo vuelve a sus mayores alegrías. Recuerda la sangrecita de Las Perdices, un restaurante trujillano donde guisaban este preparado de sangre de pollo sobre un sudado de cebolla morada y ají amarillo, en lugar de freírla con cebolla china como se estila en Lima. Recuerda la comida italiana de su abuela, matriarca de una familia de cinco hijos que a su vez le dieron entre 3 y 8 nietos cada uno, y las reuniones familiares de treinta personas y millones de carcajadas. Pavo y pato enviados de Paita y, si no, gallinas del gallinero del patio trasero, donde además almorzaban entre cacareos y abrazos. El relleno italianizado por el tomate en las empanadas del Malatesta, que traían los tíos cuando se reunían, antes de que la hiperinflación y la violencia de los años ochenta separara a la familia e hiciera emigrar a una parte a Canadá.

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Sangrecita con papas fritas. Foto: Javier Masías.

Recuerda, sobre todo, esos miércoles en los que tomaba chilcanos con Chela, su madre -algo que ocurre aún hoy, un asunto notable considerando que ahora tiene 95 años-, y queriendo ocupar el tiempo libre haciendo algo en común, aprendió a hacer el jamón que ella recordaba de su propia madre, Panchita, y con las manos de Rómulo como catalizador, vieron renacer esas notas de achiote y comino que ambos recordaban desde niños, sin saber que dos años más tarde llegaría la taberna de sus sueños, no con el pan bajo el brazo, como se decía de los hijos, sino con esa pata de jamón del pasado.

 

La oportunidad llegó en julio del año 2011 en que entró a la Farmacia Maggiolo y vio la retícula blanca y negra del piso, los muebles de madera, el techo alto y sintió que esto debía ser una taberna, su taberna. Pensando en el nombre que debía tener, se le vino a la mente una frase, ahora impresa en los manteles individuales de papel que ponen ante ti cuando te sientas: “la medicina es remedio para el cuerpo, el pisco remedio para el alma”. Lo bautizó como La Botica por considerarla una farmacia chiquita en la que se encuentra de todo.

En tiempos en los que las tabernas

estaban desapareciendo,

Don Rómulo abrió la suya en octubre del 2011.

Sabía que no era cocinero y que no tenía nada que enmendarle a los grandes chefs, así que como herramientas llevó las recetas familiares y decidió hacerlas de la manera más honesta posible. El seco de mollejas de su suegra. Los pejerreyes que recordaba de una licorería en la que se ofrecían con las cajas de cerveza que se tomaban en la puerta de la calle José Leal. El escabeche de Saenz Peña. La sangrecita de Las Perdices. La panceta que intentó copiar de los alemanes de Zimmerman, que como no le salía al horno, metió a una olla como si fuera jamón del país y que sirve con resultados distintos pero deliciosos, con cebolla caramelizada.

 

En tiempos en los que las tabernas estaban desapareciendo, Don Rómulo abrió la suya en octubre del 2011. Con la ayuda de una cocinera joven, Andrea Flores Sueyoshi, La Chini, le dieron la vuelta al rocoto relleno de la señora Aída. Don Rómulo propició un relleno italianizado, como el de las empanadas del Malatesta, y La Chini, le añadió una salsa con crema que invita a limpiar el plato con pan. Había nacido la taberna peruana del siglo XXI: recetas de toda la vida, una que otra vuelta de tuerca y el ambiente decimonónico de una Lima que se va.

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Rocoto relleno con frejol. Foto: Javier Masías.

Gastón Acurio pasó por aquí y alabó el rocoto relleno, el sándwich de panceta y las mollejas y le dio visibilidad en su mítico programa de televisión. José del Castillo también vino y luego abrió Isolina en 2015, añadiendo al mismo ejercicio de revisión de recetas familiares y memorias de taberna, la técnica depurada de quien lidera desde una cocina académica. Puso al día la arquitectura de madera y empaquetó la fórmula profesionalmente; “La Botica fue una inspiración, sería muy mezquino no reconocerlo”, me comentó hace poco. En 2017 Gastón Acurio lanza El Bodegón en un ejercicio aún más avezado y cosmopolita, entendiendo sabores globales desde el formato limeño. Hoy tiene dos locales y José del Castillo alista la apertura del segundo. Siguieron otros, menos conocidos, con diversa suerte.

 

Don Rómulo Vinces, vio con cierto celo como aparecían estas nuevas tabernas hasta que entendió que lo que más importa es la generosidad. “Uno tiene que ser mejor que antes, no mejor que otro”, me dice. Así son las grandes paradojas: la piedra angular del movimiento de nuevas tabernas peruanas del siglo XXI es uno de los grandes olvidados del primer boom gastronómico del Perú. Pienso esto ante esta butifarra fragrante hecha con el jamón del país de la memoria.

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