MN Santa Inés: un faro en su propia isla

La cocinera Jazmín Marturet da vida a MN Santa Inés, una propuesta fresca y sorpresiva en un barrio inesperado. Un restaurante único, económico, ecléctico, algo bohemio, algo brutal y salvaje. Un lugar necesario y bienvenido.

Rodolfo Reich

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Las estadísticas oficiales nos cuentan que hay unos 20 mil restaurantes en Buenos Aires, número elocuente en una ciudad capital para la geografía gastronómica argentina. Aun así, no es fácil sorprenderse entre tanta oferta, entre tantos cocineros de renombre y productos estrella. Es una Buenos Aires donde las modas mandan y la fotocopia suele estar a la orden del día. Por suerte hay excepciones: lugares que esquivan el lugar común a fuerza de voluntad y de espíritu aventurero. Sucede en MN Santa Inés, un restaurante único, económico, ecléctico, algo bohemio, algo brutal y salvaje. Un lugar necesario y bienvenido.

MN Santa Inés: un faro en su propia isla 0
La cuadra panadera. Foto: MN Santa Inés.

Hija de padres artistas y hippies, madre de Juana, Jazmín Marturet leyó un libro de Anthony Bourdain cuando era adolescente y pensó: “Este bardo es lo que quiero para mi vida”. Convenció a su abuela de que le pagara los estudios de cocina mientras terminaba el secundario; pasó luego por varios restaurantes, como bachera, camarera, en producción y en cocina. Un lugar que la marcó por siempre, dice, fue Sifones y Dragones, pequeño y mítico restaurante manejado en su momento por Favio La Vítola y Mariana de Rosa, que supo estar entre lo más original de la explosión gastronómica que vivió Buenos Aires en la primera década del siglo XXI. Jazmín se especializó luego en eventos, produciendo multitudinarios catering para bandas del rock y del pop, en un recorrido que fue de Luis Miguel a Lollapalooza. Con estos eventos viajó también por el mundo, dio de comer en casamientos y festejos varios, hasta que un día quiso abrir su restaurante.

 

«Ni loca alquiles eso»

“En 2013 armé un centro de producción en San Isidro, ahí cocinaba para los catering. Era un lugar precioso, un viejo stud del hipódromo con los establos para los caballos con sus puertas de madera originales. Los fines de semana abríamos al público con un pop up que se llamaba Mercado Negro. Nos iba bien pero un día me pidieron mucha plata para renovar el alquiler y me tuve que ir”, cuenta. En la desesperación de conseguir un nuevo espacio, sin ahorros pero con ambiciones, encontró el local donde está hoy. “Vinimos a verlo con Agustina, mi socia, y con mi papá, que me banca en todas. Llovía muchísimo y nos guiamos con la ayuda del GPS. Cuando entramos, ellos me miraron y me dijeron: ni loca alquiles esto”.

 

Por suerte, lo alquiló.

 

Lo primero que llama la atención en MN Santa Inés es su ubicación: está en la llamada isla de Paternal, un triángulo de callecitas diagonales de nombres desconocidos para la mayoría de los porteños, encerradas entre dos vías de tren y el interminable paredón del cementerio de Chacarita. Es un barrio poco transitado, con talleres mecánicos, depósitos de logística, galpones, casas modestas y escaso transporte público.

 

El local elegido supo ser una antigua panadería y ahí siguen los objetos que atestiguan esa historia. Al fondo, un enorme y precioso horno de ladrillos, de esos que se alimentaban a leña para cocinar cientos de panes en simultáneo. También están las viejas y largas palas de madera, una balanza de hierro, el pizarrón con precios anacrónicos, una caramelera de vidrio, gigantescos canastos de mimbre reconvertidos en luces, las pesadas mesadas de madera donde se amasaba… Hay una caja fuerte que supo estar escondida en un armario. En una pared cuelga un enorme cartel que dice Santa Inés, el nombre original de aquella panadería que Jazmín recuperó, agregando el MN adelante, en honor a su Mercado Negro. El cuartito que era la “estufa” (donde leudaban los panes) se convirtió en cava de vinos. Y la vidriera, que mantiene el formato de la panadería original, es ahora una galería de arte con muestras temporales de artistas del barrio.

 

MN Santa Inés es un restaurante, y también es un museo de colecciones: se juntan allí vajillas antiguas y sillas disímiles, carteles y muebles que les regalan clientes y vecinos. Unos televisores de tubo arman una columna; el piso de granito recién pulido brilla renovado; las paredes, puertas, techo y mostradores mezclan madera, hierro, azulejos, cemento, ladrillos. “Tardamos siete meses en lograr que sea habitable. Lo hicimos casi sin dinero: papá tiene mucha habilidad manual y con él hicimos mucho de lo que ves acá. Los azulejos, por ejemplo, estaban todos picados, los rellenamos y les dimos brillo con esmalte de uñas, uno por uno”, explica.

A la herencia argentina le cruzan

sabor latino y guiños asiáticos,

Entre la generosidad de amigos y clientes recibieron una enorme cocina industrial con su campana de acero y un mediocre horno hogareño que apenas alcanza los 100ºC y que aprovechan para cocinar merengues a baja temperatura. El lugar abre sólo de mediodía, de martes a domingos, con una carta breve de unas diez opciones que se renuevan cada quince días, en cada cuarto menguante y cuarto creciente.

 

¿Cómo piensan el menú?

 

“Lo armamos entre los cuatro que estamos en cocina, Agus, Lalo -el jefe de cocina-, Freddy y yo. Pensamos las recetas antes de comer; hay que tener hambre para imaginar un sabor. Una vez que decidimos el plato, lo probamos en la carta, sin hacer pruebas previas. En los primeros días, en el mismo despacho, vamos haciendo pequeños cambios hasta que estamos completamente satisfechos con el resultado. Ahí nos aburrimos y empezamos con otra receta…”.

 

Mezcla total

La cocina de MN Santa Inés es inasible, extravagante, ruidosa. Mientras muchos restaurantes apuntan a presentar el producto cada vez más desnudo sobre el plato, acá van por el camino opuesto: mezclan ingredientes, sabores y orígenes de manera caprichosa. No pretenden ser el mejor restaurante de la ciudad; tan sólo ofrecer una comida propia y sabrosa.

 

Leyendo la carta se reconocen líneas de pensamiento. Hay platos de tradición local y cocina de olla que casi no se tocan: riñoncitos con papas rejilla, guiso de lentejas, tal vez un locro, un estofado. A esta herencia argentina le cruzan sabor latino y guiños asiáticos, como pasa en las albóndigas de cerdo y hongos que se sirven con fideos caseros en manteca de miso; o con el pescado frito y jugoso que sale con manzana verde, nueces, arroz verde con coco y una salsa de ají amarillo. A tono con tiempos actuales, suman platos vegetarianos y veganos, jugando con la estación: ahora hay pastel de topinambur, en el cambio de luna esperan sumar salsifí. La carta de vinos acompaña con etiquetas de bodegas pequeñas y medianas, hay cócteles fáciles servidos en jarra para compartir en la mesa y algunas cervezas artesanales en lata.

 

A Jazmín le dicen la petisa brava: “Tenés que ser brava, sino el mundo te pasa por encima”, confirma. A sus 37 años, tiene motivos de orgullo. Su primer restaurante se llena cada mediodía, y sábados y domingos sólo es posible conseguir un lugar yendo con reserva previa. Escondido en su isla, el faro de MN Santa Inés ilumina los pasillos de la gastronomía porteña. Una sorpresa en una ciudad algo aburrida de sí misma.

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