Una de las pruebas físicas más peligrosas que inventó la humanidad se escenificaba en Rapa Nui. Era una competencia entre mar y tierra a la que se sometían una vez al año los más jóvenes y fuertes de cada tribu, era una pugna por poder y privilegios. Debían estar tres semanas en un islote, sin agua ni cobijo, luchando entre ellos para apropiarse del primer huevo que pusiera el ave migratoria ManuTara. Casi doscientos años después del último Tangata Manu (competencia que se traduce como Hombre Pájaro), dos equipos se enfrentan en un nuevo reto, jamás imaginada en medio del Océano Pacífico.
En un clima subtropical como éste, donde llueve durante todo el año, con temperaturas promedio entre 18 y 25°C, la idea de hacer vino deja de resultar tan descabellada cuando se contemplan los manchones verdes de vides salvajes que crecen dentro del cráter del volcán Rano Raraku, uno de los mayores atractivos turísticos de esta isla, descubierta el día de Pascua de 1722.
José Mingo fue el primero que lo pensó, y comenzó a mover los hilos para elaborar el primer vino de Isla de Pascua o Rapa Nui con estas parras silvestres. Es un alto ejecutivo de una bodega del continente y a la vez tío de un chileno casado con pascuense. Las mismas vides y la misma idea se cruzaron unos años después con Álvaro Arriagada, también relacionado con el mundo del vino en la lejana tierra firme; ahora instalado en Rapa Nui con su familia para empezar una nueva vida. Fue al recibir la visita del enólogo chileno-español Fernando Almeda, también buzo y piloto, cuando ambos empezaron a mover sus propios hilos para perseguir el sueño del vino rapanui.
Mingo cuenta que viajó varias veces después del año 2010, para estudiar las características del suelo, el clima y las posibilidades de acumular agua. Su socio en esta aventura sería la familia Tuki-Avaka, suegros de su sobrino y grandes productores de piña, el principal fruto local. Un par de años más tarde, en 2012 y con las certificaciones sanitarias necesarias, llevaron desde el continente las primeras 1.200 vides. A las siete variedades europeas introducidas (las que prefieren dejar en el misterio) sumaron unas cien estacas de las silvestres, que bautizaron Rapavid. Para cubrir los meses de verano, con menos precipitaciones, instalaron riego por goteo alimentado por un tranque acumular de agua de lluvia.
Sin saber todavía el uno del otro, Arriagada y Almeda se asociaron con Poky Tane Haoa Hey, miembro de una familiade agricultores pascuenses. Es un dato relevante, porque en este territorio insular que pertenece a Chile desde el año 1888, sólo pueden ser dueños de la tierra los miembros de su pueblo originario.
Cuatro años de plazo
Almeda, con experiencia previa en proyectos de vinos extremos financiados por el Estado, presentó la aventura de hacer vino con las vides locales a un Fondo de Innovación Agraria, y lo ganó. El proyecto tiene un plazo de cuatro años para involucrar a la comunidad en el proceso, identificar el material vegetal local e introducir nuevas cepas desde el continente para, en primera instancia, hacer espumantes. El estudio debe determinar si las vides locales tienen cualidades para hacer vino o no.
En 2019 y sin saber los unos de otros, mientras el equipo de Almeda recolectaba material vegetal en el volcán y luego lo plantaba junto a dos hectáreas de chardonnay y pinot noir, José Mingo y la familia Tuki-Avaka retomaba el sueño de hacer vino en Rapa Nui después de que abandonaran sus primeras vides a los dos años de ser plantadas.
“Oportunidades en la pesca local y trabajo agrícola muy bien remunerado en el extranjero, no permitieron el cuidado necesario para la plantación. Además, sucedieron dos años de sequía”, se lamenta Mingo. En este segundo intento de 2019, plantaron 3.000 plantas del continente y trescientas estacas de vides locales.
Concentrados en su propia meta, ninguno de los dos equipos imaginó que la pandemia cerraría las puertas de la isla a los continentales por dos años enteros. Las condiciones para trabajar se volverían aún más complicadas.
Almeda fue de los primeros en volver a la isla tras su reciente apertura, en agosto pasado. Nos cuenta del esperado viaje: “Ya tenemos más de 2.500 plantas, están en plena brotación, esperamos ahora que las hojas sean adultas para diferenciarlas ampelográficamente y así poder agruparlas y mandar a analizar. No podemos hacer el análisis de ADN a todas; es muy costoso”. Además, el enólogo relata que este año se encontraron parras de uvas blancas en otro lado de la isla, al lado de lo que fueron las casas bote, hoy estructuras de piedra. “Están en unos agujeros, pero no creemos que la cultura polinésica, mucho más antigua, estuviera conectada a las vides tintas del volcán, porque estas no tienen más de doscientos o trescientos años”.
El freno de la pandemia
Cuenta Almeda que el año pasado iban a cosechar los primeros trecientos kilos de uvas del proyecto, pero no pudieron: se las comieron los perros. De escasez de mano de obra, ni hablar. “En estos dos años se ha ido todo el mundo y no dejaron entrar a nadie. Los continentales que se fueron no puedan entrar; solo pueden los turistas y por un máximo de un mes. Y tampoco puedes ir a trabajar. Imagínate lo que nos queda; estamos trabajando con gente interesada del Ejército y con alumnos de la Escuela Agrícola”.
¿Más inconvenientes? Cómo no. “Los viñedos de Poki están en Ahu Akivi, el Centro de la isla; es una zona hundida para protegerlas del viento, porque donde te pongas pega fuerte y deshidrata mucho la planta. Eso las afecta a pesar de que llueve 1.000 mm al año. El crecimiento va lento, porque el suelo es como piedra pómez, con muy poca materia orgánica, y a pesar de la lluvia drena un montón. Uno puede pensar que sobra el agua, pero no…” agrega Almeda. El problema mayor en todo caso, explica, es la maleza; la chépica, por alelopatía negativa (la planta produce compuestos químicos que impiden el crecimiento de otros organismos), y donde está es difícil que crezca otra cosa. “Este año vamos a ver cómo la controlamos, está costando, porque no hay mano de obra y da mucho trabajo. De todas maneras pensamos sacar mil kilos y espero poder hacer algo de vino. Para eso estamos llevando depósitos. Allá no hay nada; no hay palos para estructuras, ni azufre… todo se debe llevar desde el continente y los barcos llegan, pero pueden estar parados durante tres semanas sin descargar por el mal tiempo. Todo es complicado y a la vez eso lo hace entretenido”, dice un entusiasta Almeda.
De problemas también sabe José Mingo, quien ha preferido no volar todavía sobre el Pacífico, pero ya recibió en casa cuatro de las diez botellas que obtuvieron de la cosecha 2022 en el campo de los Tuki-Avaka. “Hicimos casi nada porque los pollos polinésicos se comieron gran parte de las uvas; un día arrasaron con las uvas, picaron la mitad de los racimos de syrah, la primera que estaba lista para cosechar en diciembre, y la otra mitad, se la comieron los pascuenses… Tampoco pudimos ir, ni llevar equipos, por eso se tuvo que vinificar en baldes, siguiendo instrucciones por zoom, a control remoto… Allí estaba Uri, la esposa de mi sobrino, moliendo las uvas, agregando levaduras… Al final fue una rapanui quien lo hizo. Fue bonito. Estamos orgullosos de esta primera vinificación artesanal. Es parte de la experiencia”, nos comenta Mingo también entusiasta.
Aunque no lo podamos creer, confiesa que todavía no ha abierto ni una botella; promete mostraras pronto. En tierra, solo el enólogo (cuyo nombre es otro misterio) degustó e hizo sus análisis de laboratorio. “Encontró que estaban muy bien, pero dio bajo grado alcohólico… No llegan a ser vino según la legislación chilena (11.5° es el mínimo). Por eso no sé si se puede decir que hicimos vinos, no quiero ser soberbio… Aunque es muy poco”, agrega Mingo, “es muy interesante desde el punto de vista de lo que se puede y no se puede hacer”. Destaca lo más curiosos de lo aprendido hasta ahora: las cepas blancas maduran después de las tintas, algo que en el continente y el resto del mundo suele ser al revés.
La primera vez que Mingo habló en público del proyecto fue tras su primera cosecha, a inicios de este año. “En lo personal”, explicó, “además de querer producir el primer vino de la isla, está la posibilidad de aportar a las comunidades una alternativa agrícola y económica distinta a la pesca, el turismo y la artesanía, algo que tomó aún mayor urgencia durante la pandemia”. Ahora que cada equipo conoce del otro, sin aún haber entrado en contacto, sabemos que ambos buscan el beneficio de la comunidad y llegar a crear una Denominación de Origen a la que los turistas lleguen a probar sus vinos. Estos planes todavía son a largo plazo, porque sin el huevo de Manu Tara entre manos y la cosecha 2023 a cerca, la competencia entre ambos bandos, descabellada o no, sigue siendo contra el tiempo.
Jakob Roggeveen fue el explorador neerlandés que vio Isla de Pascua el 5 de abril de 1722 durante un viaje de exploración en Oceanía. En el siglo XVIII fue rebautizado como «Roggewein» por la literatura marítima y geográfica. Casualidad o alucinación: “wein” es la palabra para vino en alemán.