Buri Omakase: el espíritu japonés de un cocinero argentino

Pescados tratados con amor y respeto. Sabores nítidos sin anabolizantes. Una pequeña barra para 12 personas oculta en un edificio de departamentos. Eso es Buri, la casa de Marcello El y uno de los mejores omakase de la Argentina

Rodolfo Reich

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El prejuicio es inevitable: habiendo buenos lugares dedicados al sushi en Buenos Aires, atendidos por la propia colectividad japonesa local, ¿Por qué ir entonces a un omakase donde el propietario y cocinero no forma parte de esa colectividad? ¿Acaso es posible reproducir el paladar, la parsimonia y la conducta obsesiva que imaginamos los mejores itamaes, sin haber nacido en una familia japonesa? La respuesta, tras ir a Buri, es que sí, que es posible. Y es posible incluso sin seguir a rajatabla la ortodoxia de Japón, sino más bien entendiendo su filosofía, su búsqueda del producto, su intimidad, cercanía y falta de arrogancia. Todo eso se ve, se vive y se disfruta en la pequeña barra de Buri, donde las escenografías impostadas y el glamour exagerado dejan paso a la atención a los detalles con una técnica que trasluce el amor que este lugar siente por los pescados. 

 

Detrás de Buri está Marcello El, cocinero de 47 años de edad, quien de manera poco convencional fue cimentando su propio camino en la gastronomía argentina, alejado de los focos y de los endogámicos círculos que suelen formarse entre chefs reconocidos. “Siempre fui un poco vago. Estudié gastronomía. En ese tiempo el sushi estaba de a poco empezando a crecer, y ahí había algo que me gustaba, entonces decidí hacer un curso. Aprendí primero de Néstor Yamashiro, que me invitó a trabajar con él en Morizono (lugar pionero del sushi contemporáneo en la Argentina de la década de 1990). Ahí aprendí también de Ariel Taira. Luego, con Ariel al frente, armamos un taller para grupos de cinco personas, donde enseñábamos a hacer sushi, y nos fue muy bien. Durante años, mi principal ingreso fueron las clases: pasaban 150 alumnos por mes”, cuenta. 

 

Algo caradura, un poco inconsciente, Marcello creció en el estridente universo del sushi contemporáneo, siguiendo las modas de cada momento. Fusiones varias, ceviches, frituras, lo que se vendía y se compraba en esa época. La práctica hace al maestro, dice la sabiduría popular. Hubo, claro, momentos claves, que permitieron que madurara y entendiera su destino.

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La calidad y el tratamiento de los pescados se han convertido en una obsesión para Marcello El. «Si no tengo un mínimo de seis variedades, no abro», dice.

En 2014, para crecer con las clases, alquiló un departamento en un edificio del barrio de Chacarita, y aprovechó para armar un pequeño restaurante a puertas cerradas, con una mesa comunitaria para 14 personas. Las cenas incluían mariscos al fuego, rolls con salsa  agridulce, ceviche, algunos nigiris. “Siempre sumaba algo de pesca variada, pero lo que más había era salmón y langostinos”, recuerda. Un día escribió un posteo en Buena Morfa —un grupo de Facebook que junta a miles de personas aficionadas a salir a comer— donde se quejaba de la falta de pescado que había encontrado en el balneario Miramar, sobre la costa atlántica. Le respondió Lisandro Ciarlotti, chef y propietario del restaurante marplatense Lo de Tata, invitándolo a salir juntos de pesca. Ese viaje a Mar del Plata fue un momento “eureka” para Marcelo. Fueron en búsqueda del pez limón que cada verano se acerca a las costas argentinas.

 

Y ahí, en ese bote que se mecía empujado por las olas atlánticas, en esas cañas delgadas con señuelos pretendiendo el pique, en esa espera y en la lucha por sacar el pescado del agua, este cocinero entendió qué quería ofrecer. Y por qué quería hacerlo. 

 

Al pez limón grande, que tiene más de 80 centímetros de largo, le dicen buri en japonés”, explica. Hoy, Marcelo es un apasionado de los pescados, que cuida con atención obsesiva La consolidación de ese cambio culinario, pero también filosófico, requirió tiempo. Por unos años más, siguió ofreciendo salmón de criadero, siguió probando caminos alternativos (como esos años en que, junto a Alejandro Aizawa, se especializó en ramen). “En 2018 debí mudar el restaurante y armé una barra para 14 personas, que se convirtió en el primer omakase exclusivo de Buenos Aires. Otros omakase sumaban también propuestas a la carta”. 

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Buri, que significa ‘pez limón’ en japonés, es una pequeña barra omakase para 12 personas oculta en un edificio de departamentos en buenos Aires.

Paso a paso, su recorrido ganó solidez y precisión. “Convencí a una persona para que traiga en su camioneta pesca de anzuelo de Mar del Plata a Buenos Aires, en especial el pez limón, que por esos años no era fácil de conseguir. Llegué a recibir 300 kilos de pescado en una semana, fresquísimo, recién salido del mar. Yo me encargaba de repartirlo con otros cocineros”. Otro paso decisivo fue cuando Alejandra Kano (propietaria y sushiwoman de Ichisou, el restaurante japonés más tradicional del país) lo convocó al grupo Gastro Japo, donde se comenzaba a discutir sobre la calidad y la variedad de pescados que debían servir los lugares japoneses. 

 

El Buri de aquel momento aún servía algún que otro roll, aún fritaba algún marisco, pero la propuesta era cada vez más consciente, más japonesa. “Tenía un pulpito con lactonesa de pimentón, nada que ver con nada”, ríe ahora Marcelo. Fue la pandemia lo que terminó de provocar el cambio. Achicó su aforo, comenzó a recibir algunos clientes conocidos, el boca a boca creció. En 2022 vino otra mudanza al lugar donde está hoy, con una barra incluso más pequeña, para un máximo de 12 personas. “Y me gustaría atender a menos de 10 por noche”, confiesa. La exigencia por la calidad de sus pescados creció a la medida de sus conocimientos, de su práctica y lecturas. Comenzó a madurar la pesca, para mejorar textura y concentración de sabor, pero también para asegurar un stock variado a lo largo del tiempo. “Hoy, si tengo menos de seis pescados distintos, prefiero no abrir. La maduración es clave para esto”, dice. Armó relaciones con otros proveedores, perfeccionó también una cocina caliente. “No soy un cocinero creativo, no busco inventar, sino que veo lo que me gusta e intento reproducirlo de la mejor manera posible. Invito a cocineros amigos, aprendo de mi equipo”. 

 

El menú omakase de Buri cambia según la materia prima que tenga disponible. Son 16 pasos, servidos en unas dos horas, incluyendo nigiris y sashimis, sopa, pescado a la parrilla, un postre, entre otros. La cena podrá comenzar, por ejemplo, con unos hongos marinados en dashi y miso (melena de león, enoki dorado, black pearl) con una beurre blanc japonesa. Luego unas cholgas cocidas en ajo, jengibre y sake, servidas con espuma de kare. También una anchoa de banco madurada una semana, curada por 3 días en miso, sake y arroz, y cocinada en robata hasta obtener una piel crujiente y la carne húmeda. El chawanmushi es un clásico de la casa, que elaboran con huevo, caldo dashi y caldo de hongos shiitakes, y que sale con espárragos, langostinos y huevas de trucha. Y siempre, casi al final, suman nigiris y sashimis con pescados como trucha, besugo, lisa, papafigo, lenguado , chernia, trilla, caballa, palometa, pejerrey y más. Algunos madurados, otros curados en sal y azúcar, otros en alga kombu. “Hago lo opuesto a otros: para mí, cuando llegás con hambre, no tengo que servir el pescado crudo, porque lo vas a comer rápido, sin prestarle atención. Prefiero que empieces con lo más intenso, con las porciones más grandes, y luego, cuando te relajaste, ahí va lo mejor”, explica. 

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Marcello El ha ido evolucionando de la fusión a la pureza, acercándose al espíritu japonés a medida que maduraba como cocinero.

Algunos pasos se alejan de Japón, como el tartar de carne wagyu argentina servida con yema de codorniz curada, alga nori y brotes de berro; o el carpaccio de langostinos que salen con salsa ponzu, girgolas selladas en la parrilla y crocantes de furikake de wasabi y de krill. Otros se acercan, como el caldo final hecho de espinazos y cabezas de pescados madurados. De postre, un permiso: helado de sésamo integral, aceite de sésamo picante y katsuobushi. 

 

Reconocido los dos últimos años por la Guía Michelin, Marcelo se quita presión de encima: “No busco premios, soy bastante antisistema, no trabajo los fines de semana, no me gusta la metodología del restaurante, por eso hago un omakase donde solo ofrezco lo que me hace sentir cómodo. Siento que en estos años inventé mi mundo, y me siento bien ahí dentro”. 

 

Hoy hay muchos omakase en Argentina, tal vez demasiados; pero en pocos la personalidad de su chef se traduce de manera tan evidente como sucede en Buri. Una pequeña barra escondida de un cocinero que supo inventar su mundo. Un mundo feliz, que merece ser visitado.

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