Buscando el pez limón

Un grupo de cocineros argentinos comandados por Lisandro Ciarlotti, chef de Lo de Tata, en la ciudad de Mar del Plata, se embarcan en la búsqueda del pez más preciado de la gastronomía del país.

Rodolfo Reich

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Es un domingo de principios de marzo, son las seis de la mañana, el cielo está despejado. Hace frío y a lo lejos arranca débil el sol de la madrugada. En el aire se huele la sal, la humedad, el fin del mundo. Estamos en un barco, rodeados por un mar sólido que de tan oscuro parece negro. Las olas golpean el casco, la embarcación se agita, soplan vientos del norte y del noroeste. “El mar está movido por resaca de la tormenta de ayer”, me explican.

 

El paisaje podría ser precioso, pero apenas lo miro: estoy aferrado a la baranda que rodea la popa, vomitando, con náuseas y vergüenza; soy un pusilánime periodista de la ciudad porteña abrumado por la potencia del mar. Somos once personas embarcadas en la búsqueda del pez limón, el pescado más codiciado de la nueva gastronomía argentina. Conmigo hay cuatro cocineros, dos de Mar del Plata y dos de Buenos Aires. Se suman un marinero, el capitán, un pescador deportivo, un biólogo y dos camarógrafos que filman la salida.

Hernán Dominguez. Foto: Eugenio Mazzinghi.
Hernán Dominguez. Foto: Eugenio Mazzinghi.

Con un tamaño que puede sobrepasar el metro cincuenta de largo -aunque la mayoría de lo que se pesca es mucho más pequeño, rondando los 50 centímetros y 3 kilos de peso- el pez limón navega los mares cercanos a Mar del Plata entre noviembre y abril de cada año, siguiendo la corriente cálida que baja desde Brasil y llega incluso al norte de la Patagonia. “Es muy poco lo que se sabe de esta especie, porque es difícil capturarla, verla, seguir sus movimientos. Suele ignorar señuelos, carnadas y mantenerse lejos de pescadores submarinos y de redes, por eso es tan buscada en la pesca deportiva”, explica Mariano Spinedi, el biólogo que es parte de nuestro grupo. Mariano conduce la Estación de Maricultura del Instituto Nacional de Investigación y Desarrollo Pesquero (INIDEP), donde desde el año 2016 desarrollan un plan para cultivar el pez limón en Mar del Plata, bajo un sistema de recirculación (esto es, en tanques cerrados en tierra firme) que, a diferencia de las jaulas en el mar, se vislumbra como una opción sustentable de acuicultura a nivel global.

 

“En el mundo lo conocen como yellowtail kingfish. Hay otras especies que se parecen, pero a ésta, la Seriola Lalandi, se la encuentra de manera salvaje solo en el hemisferio sur, entre Brasil, Uruguay, Chile, Argentina, Sudáfrica, Australia y Nueva Zelanda, en aguas subtropicales y templadas. Y por las condiciones que muestra en gastronomía, hoy es muy cotizado en todo el mundo, y se lo comenzó a cultivar bajo sistemas de recirculación en Holanda, Dinamarca y los Estados Unidos”, continúa.

Hace dos décadas el limón

era un espécimen menor,

de baja estima: no se lo veía

en restaurantes

Durante el verano el pez limón se convierte en protagonista en las cartas de los restaurantes más exclusivos de la Argentina. Ahí se lo puede ver en el Instagram de Crizia, lo utiliza Martín Rebaudino en su festejado Roux y no es extraño que brille en propuestas del día en La Mar, Julia o Picarón. Párrafo aparte merecen los restaurantes japoneses y omakases, que lo consideran de manera unánime el mejor pescado argentino para servir crudo, en forma de sashimis y niguiris, curado o al natural, madurado, fresco o ahumado.

Solo para fanáticos

Es caprichosa la historia del pez limón en Argentina, un país que de por sí siempre mostró poca vocación gastronómica por el Océano Atlántico. Hace apenas dos décadas el limón era un espécimen menor, de baja estima: no se lo veía en restaurantes, menos aún en pescaderías. Si se lo pescaba, era de casualidad, en la búsqueda de otros peces del fondo pedregoso. Tan sólo un grupo fanático de pescadores deportivos lo buscaban por el desafío que implica su pesca. El cambio radical comenzó gracias a un grupo de cocineros marplatenses, en especial Lisandro Ciarlotti (de Lo de Tata) y Patricio Negro (de Sarasa Negro), quienes hace una década comenzaron a coordinar con los guías de pesca locales para proveerse de estos pescados de anzuelo recién salidos del mar.

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Marcello El.Foto: Eugenio Mazzinghi.

“Un día me embarqué con Nicolás, el capitán del Sirius. Nico es mi amigo desde que somos chicos, él me llevó a pescar el limón en 2013 y a partir de ahí todo cambió”, cuenta Lisandro, el organizador de esta aventura. Por esos años, el limón era económico: si aparecía en una pescadería, estaba al mismo valor que una corvina, tal vez como un lenguado. Hoy en cambio su precio ronda los 15 a 20 dólares el kilo entero, es decir, más que la mejor carne vacuna del país; y aun así sigue siendo más bajo que el promedio internacional, que puede alcanzar los 30 dólares.

 

El grupo que me acompaña está conformado también por Hernán Domínguez (cocinero de Caldo, uno de los mejores restaurantes de pastas y pescados de Mar del Plata), Marcello El (sushiman a cargo de Buri Omakase e impulsor de una logística que permitió que muchos restaurantes de Buenos Aires consigan hoy pesca artesanal marplatense) y Pedro Bargero, chef de Chila, el restaurante de lujo que este mes cerrará sus puertas en Puerto Madero para abrir pronto otras en el barrio de Belgrano. Todos estamos a bordo del Sirius, guiados por el capitán Nicolás Martín García.

“Hay dos maneras de pescar al limón.

La carnada no sirve, hay que usar señuelos».

El Sirius es un skipeer express, una embarcación de 10.5 por 3.60 metros, con cabina, baño, cocina, camarote y el espacio de pesca ubicado en la popa. El barco cuenta con la última tecnología de pesca, incluyendo doble chartplotter, ecosondas con sistemas chirp que permiten separar especies chicas de grandes y un zoom con el que se puede distinguir una moneda en el fondo del mar. “Las ecosondas son nuestros ojos en el mar, pero hay que saber entenderlas. Y antes que nada, hay que saber dónde buscar”, cuenta Nicolás. Él sabe dónde hacerlo: desde hace 19 años es guía de pesca y pescador artesanal, habilitado para vender a restaurantes y a la industria pesquera. Lleva ocho años a bordo del Sirius, llevando turistas y pescadores profesionales en búsqueda de peces de fondo (chernias, besugos, meros) y, de manera mucho más específica, los codiciados pelágicos, esos poderosos peces cazadores que nadan en distintas alturas: la anchoa, el bonito y el pez limón.

 

“Hay dos maneras de pescar al limón. La carnada no sirve, hay que usar señuelos. Está el trolling, que es pesca horizontal: el barco sigue en movimiento, mientras dejamos correr los señuelos a distintas profundidades. Y el jigging, que es una pesca vertical: cuando ubicamos un cardumen, dejamos caer los señuelos al fondo. Luego, con una mano, los vamos subiendo accionando el reel, y con la otra se hacen movimientos secos con la caña, de manera tal que el señuelo parezca un pez herido que se mueve de manera errática. Ahí, el limón -por hambre o por territorialidad- lo intentará cazar. Es paciencia y búsqueda… no hay otra manera”, explica.

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Pedro Barguero. Foto: Eugenio Mazzinghi.

Durante más de dos horas navegamos a unos 10 nudos (18 km/h) para alejarnos 18 millas de la costa, hasta que perdemos de vista la tierra. Nicolás eligió ir al banco Patria, la extensión del sistema serrano de Tandilia en el mar, una formación rocosa de unos 8 kilómetros de largo. “Hay varios bancos donde pescar, está el de las Restingas, el de Pescadores, el de Afuera. A mí me gusta el Patria. En los que están más al sur hay muchas anchoas y el pez limón se fastidia, se va. La anchoa tiene dientes y muerde al limón en la cola y aletas para que no le compita con la comida”, explica Nicolás.

 

Cuando llegamos al banco hacemos algo de pesca de fondo, más fácil y generosa: salen besugos, un par de chernias de casi tres kilos, algún mero. Pero es tan sólo una entrada en calor: estamos en búsqueda del limón. Levantamos las cañas, nos movemos de un lado al otro, navegamos treinta, cuarenta minutos buceando el fondo con los sonares, las cañas de trolling acomodadas en la popa, los señuelos surcando las aguas. Estamos cansados, en esa frontera que va de la esperanza a la desilusión. “El limón no es fácil, no siempre está en cardumen, y cuando lo está no siempre quiere comer. Hemos tenidos días muy buenos y días muy malos, donde no pescamos siquiera uno”, advierte el capitán.

“El limón no es fácil,

no siempre está en cardumen,

y cuando lo está

no siempre quiere comer»

A las cinco horas de haber salido de la costa el mar se tranquiliza y empiezo a sentirme mejor. Es buen momento: de pronto aparece en la sonda un gran cardumen de limones nadando debajo del barco. “Al agua”, ordena el capitán. Todos tenemos nuestras cañas de jigging en mano y lanzamos de inmediato el señuelo. El cardumen se mueve rápido y podría dejarnos fácilmente atrás. “Están al fondo, son unos 20 metros, dejen suelta la línea, que el señuelo golpee el fondo antes de comenzar a subir”, dice. Estamos excitados, nerviosos. A esto vinimos, tal vez no haya otra oportunidad. Una y otra vez, lanzamos el señuelo al agua, dejamos que golpee las rocas, con una mano hacemos girar la manivela del reel, con la otra damos golpes secos a la caña. De pronto, una de las cañas se dobla, la tanza corre vaciando la bovina, ése es el sonido que queríamos escuchar. “Ahí está, es un limón. Va a correr, va golpear el fondo, en algún momento vendrá en dirección al barco, ahí recogé la línea, traelo”, indica el capitán. “Mantené la tensión en la punta de la caña, para que el anzuelo no se afloje”. Al resto, nos indica: “el que tiene el pescado tiene la prioridad, ustedes se corren, déjenlo moverse, que busque la popa. Hay que evitar que el limón se meta debajo del casco, donde puede cortar la línea”.

 

La lucha dura unos minutos; de pronto lo vemos: el pez limón está a medio metro de la superficie, nada rápido, pesará casi tres kilos, es fuerte, hermoso, valiente: su dorso plateado y brillante tiene en el costado una línea amarilla que lo cruza a lo largo; de ese color obtiene el nombre. Cuando todavía está en el agua, justo cuando estamos por subirlo al barco, otra caña se dobla y su línea comienza a correr: ¡ otro limón! De pronto aparecen más piques, uno tras otro. Los últimos rastros de mi mareo se van cuando un limón se engancha en mi propia caña; a partir de ahí es todo frenesí: recojo la línea, la escucho irse, la dejo correr, tiro, aflojo. Es cansador pero tengo las de ganar. No es una pelea justa.

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Lisandro Ciarlotti. Foto: Eugenio Mazzinghi.

En una hora, entre nueve personas sacamos 15 limones. Con la guía de Marcello El y Mariano Spinedi, los sacrificamos intentando emular el ikejime japonés, insertando una larga púa por arriba de los ojos para darles muerte inmediata; luego, un corte justo antes de que comience la cola, para desangrarlos: la idea no es tan distinta al modo en que se sacrifica a vacas o cerdos para evitarles stress y dolor, mejorando al mismo tiempo la calidad de la carne.

 

Más tarde nos moveremos de lugar, buscaremos otro cardumen, volveremos a pescar. En total, tras doce largas horas en el mar, volveremos al puerto con treinta limones; tres de ellos pescados por mí.

 

La fama gastronómica del limón nace en los cambios culinarios que la Argentina vivió en las últimas dos décadas. Más allá del nicho del sushi, hasta hace apenas 20 años era absurda la idea de comer pescado crudo en el país de las vacas. Pero un día sucedió lo que todos sabemos: la cocina peruana se puso de moda, los tiraditos y ceviches se multiplicaron en las mesas de Buenos Aires y del mundo. Hubo aciertos y errores: la empalagosa sobreabundancia del maracuyá y la cocina nikkei dejó lugar a propuestas más equilibradas, con cocineros jóvenes rearmando caminos culinarios. Aparecieron los pescados madurados, los curados en sal y azúcar, en alga kombu, en vinagre o medios ácidos; se sumaron los gravlax y los tatakis, volvieron las anchoítas y los boquerones. “La necesidad de pescados de calidad para servir crudos permitió que el limón tenga el merecimiento que se le negaba. Tiene la grasa justa, la textura perfecta, un sabor delicioso”, dice Lisandro Ciarlotti. “También lo hacemos a la parrilla y sigue siendo un gran pescado. Lo importante, como sucede con el bonito o los atunes, es no pasarse en la cocción”, suma Hernán. “Me gusta de todas las maneras: a veces lo seco como un charqui y lo hago polvo. Pero crudo servido muy simple en un taco con algo que dé acidez, ya es fantástico”, promete Bargero. “Es tremendo pescado y madura muy bien. Si está en el mercado, no puedo no usarlo”, finaliza Marcello.

Pez limón. Foto: Eugenio Mazzinghi.
Pez limón. Foto: Eugenio Mazzinghi.

Hoy en Mar del Plata están algunos de los mejores restaurantes especializados en pescado de la Argentina, lugares como Sarasa Negro, Lo de Tata y Lo de Fran, entre otros. Surgieron también algunos -muy pocos- distribuidores especializados en pesca de anzuelo, que le compran a barcos como los de Nicolás y se encargan de llevarla de inmediato a Buenos Aires. Es una pequeña pero firme revolución que tiene al mar como protagonista. Y a la ciudad de Mar del Plata como embajadora, convirtiéndose de a poco en lo que siempre debió ser: el centro geográfico y simbólico de una cocina argentina que mira al Océano Atlántico. Ese mismo océano al que, por tantos años, le dimos la espalda.

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