A las antípodas de la imagen del chef laureado de delantal blanco y doble botón, Nati -con más de 70 años, vestida de calle, rebeca negra y gafas con cadena- es dueña y señora de su brasa de dos metros. A la sala, su hermana Rosita -casi 80- con la visión de una directora de orquesta y la calidez de una mestressa.
El Hostal Colomí es un restaurante familiar situado en Santa Coloma de Queralt, un pueblo de la comarca catalana de la Segarra. Punto habitual de parada para familias, gastrónomos de la comarca y gente de paso entre los Pirineos y Barcelona; es un secreto a voces entre los aficionados del buen comer. Merecedor del premio Josep Mercader a la trayectoria gastronómica en 2019; reconocido con un Bib Gourmand y un Solete con Solera este 2024, es parroquia para todo amante de la comida catalana y de la tradición.
Inaugurado en 1947 por un matrimonio, el hostal fue ganando fama por la cocina casera que ofrecían, de las manos de Pepita (la mujer) y sus dos hijas: Rosita y Nati. Sin formación específica ni grandes planes de futuro, Rosita y Nati hacían lo que sabían: recibir y dar de comer. Y por el éxito de sus guisanderas, el hostal tuvo que cambiar de ubicación tres veces hasta establecerse en el local actual en 1994, al lado del castillo de Queralt, renunciando al final a las habitaciones sin perder su nombre de hostal.
Si bien es un lugar singular por su oferta -pocos sitios quedan en los que sirvan unos macarrones com els de la iaia, canelones de los de toda la vida o fricandó de verdella tradicional- es único por la coexistencia de todos estos platos con una sección entera de la carta centrada en el foie, entrecote de ternera madurada o el solomillo de atún de Cádiz a la brasa.
Superando su particularidad, sin embargo, está el equipo: la maestra de brasas de más de 70 años -Nati- y la jefa de sala de casi 80 -Rosita-, tan activas como el hijo de ésta última -Pep- al frente del servicio con ellas.
Pep vuela entre las mesas mientras atiende uno a uno los gustos de cada comensal. Vende y sirve, sonríe y recomienda con la confianza plena de su tía Rosita, de quien hereda a diario el conocimiento de los clientes y sus gustos. Con un patrimonio de historias que va más allá de su memoria, Pep ha recibido el oficio de cocinero y sumiller de la escuela de hostelería, pero también de la generación que le precedía. Historia y contemporaneidad con el gran reto de mantener lo rústico y ponerse al día; y aceptar que el gran motivo de visita es la generación que te precede, por encima incluso de lo que se ofrece en la carta.
Dicha carta espera en la mesa, acompañada de un plato de tomate cortado en rodajas, aceite, pimienta y sal. Dos porrones de vino (blanco y tinto), unas aceitunas y unos cortes de fuet. Esta carta, de unas 60 referencias, sería un motivo de recelo de no ser por su gran recorrido. Casa de guisos y de brasa, las hermanas Camps se podrían llenar la boca de discursos si tuvieran pretensiones. Su propuesta evoluciona con las temporadas, siendo referencia para la caza y las setas. Si bien el tiempo y las corrientes han acabado afectando a su oferta (con un reclamo tan fuera de su universo como la tempura); es uno de esos templos del chup-chup, del guiso de la abuela y del mojar pan, casi tan raro en la actualidad como los fogones domésticos o los despachos de legumbres.
Quizás por eso hasta la entrada al restaurante es única. Reserva formalizada, al presentarse en el restaurante acomodan a los que esperan entrar en una sala previa, un recibidor. Las ganas de acceder al comedor se leen en todas las miradas, mientras que al asomarse a la sala, todas las mesas llenas suman unos 100 comensales. En el primer turno. Pep saluda a los clientes, la mayoría habituales. Incluso algunos repasan la genealogía y muchos recuerdan su última visita. Al despedirse, la factura -como no podría ser de otra manera, escrita a mano- en más de una mesa se acompaña de un “Fins la setmana que ve (si Déu vol)”.
Temporalidad
En época de setas, los rovellons a la brasa (o la seta que haya ese día), serían de obligada elección. A partir de ahí, probablemente lo mejor es dejarse guiar, y si hay suerte coincidir en época con las alcachofas (fritas, crujientes, dulces y melosas como deben ser). La escudella, tal y como la prepara más de una madre y muchas abuelas, es capaz de levantar al mismo Proust y su dilema. Las patatas fritas merecen cada momento que se ha invertido para pelarlas a mano con una puntilla. Los platos de guiso, que desconocen el uso de la xantana, son la mejor excusa para terminarse el pan; y en el apartado de postres, unos profiteroles sin pretensiones, con nata y chocolate permiten volver unos 40 años antes, cuando el postre era terreno del capricho y el gozo sin contraindicaciones.
En 2024, el Hostal Colomí es del tipo de sitios que están tan alejados de lo estético que concentran un encanto casi imposible. Resumiendo, por recapitular: parrilla de obra presidiendo la sala, dos anfitrionas a su lado controlando las mesas, cocinando y sacando las cuentas con papel y boli. Logo con letra gótica, comedor con cortinas, sillas de madera antiguas y vino en porrón. Ajenos al diseño, son icono de la estética rústica, tan llena de connotaciones como comer hasta llenarse, domingos en familia, buen producto -mucha carne-; patatas peladas y cortadas a mano (y fritas en aceite de oliva, como en casa) y el intangible caliu, en grandes dosis
Si ya las fondas, tan valoradas como escasas, están en riesgo de extinción; una casa como la de las hermanas Camps -con ellas todavía al frente y en primera línea- es, indudablemente, un lugar de excepción. Teñido con esa pátina de nostalgia de algo que se acerca a su fin, irradiando una luz que recuerda a la de El Racó d’En Binu, donde la admiración hacia la experiencia y el asombro por la capacidad de trabajo se acompañan inevitablemente de una pregunta, tan triste como reflexiva: ¿Qué será de estas casas en unos años? ¿Quiénes quedarán para guardar la memoria? Y en el caso del Hostal Colomí, ¿Seguirá Pep, cocinero y sumiller, al frente del fortín?