The New York Times recorre “la ruta del jamón ibérico” - Redacción

Redacción

|

La periodista Paola Singer en una tienda de Salamanca
La periodista Paola Singer en una tienda de Salamanca

Es una de esas crónicas viajeras llenas de encanto, candor y divertidas sorpresas. A medida que la autora va descubriendo los secretos de lo que ella misma denomina «la ruta del jamón ibérico», también va sincerándose con el lector en un relato generoso y seductor. Paola Singer ha estado en España con una amiga madrileña y otra catalana, ha hablado con todo bicho viviente, incluido Ferran Adrià, ha paseado por calles adoquinadas, se ha alojado en hoteles rurales y ha comido las especialidades de la tierra. Jamón, sobre todo jamón.

Pero la periodista, cuya crónica aparecerá en el voluminoso dominical de The New York Times aunque ya está colgado en su web, se sincera sin rubor en Cáceres: «Casi todo el mundo viene a esta antigua ciudad por sus tesoros arquitectónicos; mis amigas y yo llegamos para comer cerdo». Paola se detiene más a explicar las distintas clases de jamón de pata negra (de bellota o no de bellota, escrito en español), así como la torta del Casar. Entre otros datos, cuenta la tradición de la raza porcina ibérica, la importancia de las dehesas con sus encinas, y las tres claves del buen jamón: la raza, la dieta y la curación.

Para ilustrar a sus lectores y como otro dato fundamental para valorar el ibérico, dice que desde que se aprobó la entrada en EEUU, se vende a unos 400 dólares el kilo, con lo que «se convirtió en el fiambre más caro del país». También informa de que este verano llegará el Cinco Jotas.

Las tres amigas habían comenzado el viaje en Salamanca, claro. Fueron a Guijuelo, estuvieron con el propietario de Joselito, al que Paola califica de «Dom Pérignon de los jamones», pero no lo probaron, aunque no cuenta por qué. Luego, hacia el Sur, a Sevilla, Jabugo y de vuelta hacia el norte, a Badajoz y de ahí a Madrid. Fue aquí donde por fin pudo saborear el Joselito, en un local de la calle Serrano. Con la descripción de su experiencia acaba la crónica: «Un gusto picantillo, ligeramente dulce y a bellota inundó mi boca mientras la grasa se derretía inmediatamente, dejando salir tiernas vetas de carne con sabor a sal marina. Si cierro los ojos, todavía puedo degustarlo».

Fuente: Artículo publicado por Alfredo R. Mendizabal en Capital Madrid