A propósito de la decimotercera edición de The Latin America’s 50 Best Restaurants, cuya gala se celebrará el 2 de diciembre en Antigua (Guatemala), se reabre un debate que, año a año, desafía la conversación gastronómica contemporánea en el mundo.
Cuando se trata de analizar los 50 Best, hay que abrir la mente. Mucho más allá de si los establecimientos elegidos en Latinoamérica son realmente los mejores, lo cierto es que es un listado tan controvertido como influyente. En ese cruce entre prestigio, crítica y aspiración, el ranking organizado por William Reed Business Media sigue siendo un punto caliente para la industria de la restauración en la región.
En cierto modo, las sospechas en torno a la lista, independiente de la edición de la que se trate, son un tema recurrente. Aunque poquísima gente lo haga público por miedo a ser condenado al ostracismo gastronómico en su ciudad o región, hay un número considerable de actores de la industria gastronómica que considera discutible su premisa.
Es hora de hacerse preguntas. Desde hace años se ha instalado un legítimo cuestionamiento —en cada edición más nítido e incómodo— sobre hasta qué punto la lista habla realmente de cocina, talento y contenido gastronómico, y qué papel juegan la influencia, la visibilidad pagada y el músculo de unos pocos cocineros, empresarios, alianzas y grandes agencias de comunicación que orbitan sobre ciertos restaurantes.
La duda —esa que lleva años rondando como un rumor persistente— ya no es marginal en Latinoamérica. ¿Habla el ranking de cocina o de quién puede financiar la maquinaria que lo sostiene?
La reciente entrega del escalafón extendido de restaurantes que ocupan los lugares del 51 al 100, confirma las sospechas. Si la cocina fuera realmente lo importante —y si los marcos de pensamiento que deberían sostener cualquier evaluación gastronómica estuvieran medianamente claros— entenderíamos por qué La Calma, un lugar de culto en Santiago de Chile, no ocupa un sitio más preponderante; o cómo Idílico, en Medellín, no está considerado. Tampoco hubiera resultado tan escandalosa la bajada de Gran Dabbang en Buenos Aires, un comedor que no ha dejado de crecer en propuesta, identidad y carácter, y que cayó 52 puestos como si de un capricho del algoritmo social se tratara. Explicaría también la feroz alza de representatividad de Centroamérica, el castigo al uruguayo Lo de Tere, y cómo restaurantes hasta hace poco desconocidos, como Casa las Cujas (Chile) o Mercado Faena (Argentina) entraron al podio principal.
Y no, no es una teoría conspirativa, es una pregunta legítima que nace del contraste y del análisis de los hechos: la excelencia existe, es evidente, y sin embargo no siempre se refleja. Esa disonancia entre lo que brilla en la cocina y lo que brilla en la lista, es la grieta que el 50 Best nunca ha sabido explicar. Porque si el 50 Best de verdad premiara cocina, concepto, trabajo y excelencia incontestable, ¿No deberían dominar la lista restaurantes como los brasileños Tuju o Lasai? Ambos están a años luz en concepto, técnica, madurez, articulación estética, profundidad culinaria y autenticidad cultural. Dejan lejos —pero muy lejos— a la mayoría de los nombres que suben y bajan cada año.
Lo que pasará en Guatemala, el próximo 2 de diciembre, al final, es una anécdota tristísima para la cocina, porque la discusión no está cimentada en las diferencias culinarias que explicarían por qué es más justo o merecido que Quintonil fuera el próximo número uno sobre Kjolle y Boragó, por ejemplo, o al revés, sino que la dialéctica instalada solo habla de qué alianza es más fuerte; qué agencia hizo mejor el trabajo, quién invirtió más en viajes, en traer periodistas y tener apariciones estratégicas. Al final, la noticia es cómo hemos alimentado un sistema donde el dinero es un ingrediente silencioso, pero decisivo.
La ausencia de criterios claros, verificables y auditables, solo aumenta la sensación de opacidad. Al final del día, nadie sabe bien qué se evalúa, cómo se evalúa ni quién evalúa. Hay jueces anónimos y no remunerados que deben elegir diez restaurantes para incluirlos en la lista. No importa cómo llegaron al restaurante, si pagaron o no sus comidas, o si intentaron cenar fuera de la influencia de la poderosa red de relaciones públicas de la industria. Tampoco se exige comprobar que en realidad se estuvo en el restaurante: basta con poner una fecha. No se anima a los jueces a clasificar sus opciones (por ejemplo, por tipo de cocina, género, precio o ubicación), y quienes controlan la lista no intentan corregir los sesgos. De esta manera, pueden simplemente señalar los votos —»esto es lo que se eligió; no es culpa nuestra»— e ignorar el dinero, la influencia y las maniobras que realmente controlan dónde cenan los jueces (y, por lo tanto, a quién votan).
Y, para completar el cuadro, una pieza clave del modelo; el chairman regional, trabaja gratis. Gratis en un sistema global multimillonario donde cada aparición, cada gala, cada voto y cada movimiento genera impacto económico real. ¿Cómo no va a provocar tensiones? ¿Cómo no va a abrir la puerta a juegos cuestionables, favores circulantes, lealtades estratégicas, silencios útiles y casualidades demasiado convenientes?