¿Ven ustedes la maravillosa imagen que hoy nos acompaña? La sacó el fotógrafo Pascual Marín en abril de 1938, cuando aún quedaba un año para que terminara la guerra. Resulta difícil conciliar nuestra idea del dramático conflicto civil con esta estampa de alegres pescateras del mercado donostiarra de La Bretxa, pero así fue el famoso Sansestabién en el que se transformó la capital guipuzcoana en aquellos años: una ciudad llena de refugiados más o menos adinerados en la que no faltaban las almejas, las angulas ni los rapes de tamaño descomunal. Este último pescado no era llamativo por sus grandes dimensiones, sino por haberse popularizado súbitamente de la mano de los evacuados procedentes de la costa mediterránea (Cataluña, Comunidad Valenciana, Murcia, etc…) que se habían instalado en zonas controladas por los nacionales como era entonces San Sebastián.
Apreciar aquel pez era tan novedoso en Euskadi que El Diario Vasco dedicó al tema un reportaje (el 2 de abril del 38) ilustrado con la misma foto que vemos sobre estas líneas. El título elegido por el reportero Juan de Hernani -pseudónimo de don José Rodríguez Ramos- fue «El pescado de moda», y la entradilla explicaba que «ya no sólo en las sidrerías se come shapo». El repelente sapo de mar o itsasapo nunca se había considerado un alimento deseable ni digno de mesas elegantes. Tal y como contaba el artículo en cuestión, hasta entonces «únicamente en las sidrerías del puerto había merendolas de amigos que comían sapo, pero casi nunca dejaban de vocearlo cuando lo comían, como si hicieran una pequeña hazaña». Ya fuera negro o blanco, aquel pez de proporciones deformes y boca temible solamente servía como alimento – tomado a regañadientes- en entornos pesqueros o en locales hosteleros muy de batalla, que es como eran las sidrerías a principios del siglo XX.
Lío de nombres
La palabra «rape» procede del catalán «rap», que en teoría según los etimologistas viene a su vez del latín «rapum» (nabo), nombre que se le pudo dar debido a que este pobre pez es todo cabeza y cola y a que ésta es larga y dura como un nabo. En euskera y castellano se prefirió bautizarlo en base a su parecido con un batracio cabezón (sapo de mar, pejesapo, itxas xapu), pero tan insólita era su pesca en Bizkaia que en 1862, cuando el naturalista Fernando Mieg escribió su ‘Noticia sobre los peces procedentes de la costa cantábrica’, no incluyó el Lophius (nombre científico del rape) por ningún lado. Sí que apuntó, curiosamente, que en Algorta, Santurce y Castro Urdiales se llamaba «sapo de mar» a un pececito de apenas 7 centímetros de largo, el Lepadogaster purpurea, que vive bajo las rocas cerca de la orilla.
Para que se hagan ustedes a la idea del ninguneo que sufrió esta especie ahora tan apreciada por los gastrónomos, la primera vez que El Correo mencionó al rape fue en 1924, un poco de extranjis y dentro de una larga lista de pescados que se vendían en las lonjas, siendo nuestro protagonista el más barato de todos.
Con este desatino quiso acabar el bilbaíno Manuel Cuervas-Mons (más conocido por su alias Imanol Beleak), autor en 1933 del monumental recetario piscícola ‘El libro del pescado’, con el que quiso animar a los consumidores vascos a comprar más y mejor productos del mar. Para hacer frente a la ignorancia general sobre el rape tuvo que incluir una nota introductoria en la que decía que «este pescado de carne blanca y compacta no es apreciado en todo su valor y creemos que en gran parte es debido al desconocimiento de su preparación. El sapo, cuya carne es más dura que la merluza, se presta con ventaja en muchos casos a guisarlo como aquella». Luego daba cinco recetas específicas de rape, que según Beleak colocaban al rape «a la altura de cualquier pescado de la grande cuisine».
No se equivocaba, pero su tarea evangelizadora cayó en saco roto hasta que los refugiados catalanes y valencianos no recalaron en Euskadi durante la guerra civil. En aquel reportaje de 1938 sobre el repentino furor por el rape un empleado de La Bretxa declaraba que anteriormente casi todo el sapo que se pescaba en el Cantábrico se enviaba a Levante, pero que el transporte ya no era posible y total, «los que allí lo consumían ahora están aquí». Se daban luego instrucciones para hacerlo pasar por merluza o langosta y una receta para guisarlo al estilo barcelonés.