¡Anda la osa!

Jorge Muñoz y Sara Peral protagonizan la apertura más excitante y disruptiva de los últimos años en Madrid. Fuera de cualquier circuito, su restaurante OSA aúna tradición y vanguardia y apuesta por la esencialidad.

Alberto Luchini

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Hay que estar muy seguro de uno mismo y tener muy altas dosis de autoconfianza, osadía, atrevimiento e, incluso, un punto de inconsciencia para, en los tiempos que corren, poner en pie un proyecto como el de OSA, que acaba de abrir sus puertas al público en Madrid. En unos tiempos en que se suceden las inauguraciones de restaurantes clónicos y adocenados con cartas calcadas, precios medios contenidos y en los que el escenario tiene más importancia que la gastronomía, Jorge Muñoz y Sara Peral han apostado exactamente por lo contrario.

 

El suyo, como dirían los taurinos, es un proyecto de «Puerta Grande o Enfermería» y, a juzgar por lo visto en una primera visita, está más cerca de lo primero que de lo segundo. Pero vayamos por partes, que hay mucha tela que cortar.

Anguila-anago
Anguila-anago

Con un precio medio que, con bebida, se va sí o sí por encima de los 200 euros por persona y una insospechada ubicación en una zona residencial fuera de cualquier circuito, entre el río Manzanares y la M-30, la de OSA quizá sea la propuesta gastronómica más excitante y disruptiva que ha llegado a la capital en los últimos años. De hecho, al salir, uno no puede evitar recordar (con mucha nostalgia, dado el tiempo transcurrido, y salvando las distancias, porque les queda mucho por recorrer para llegar a las cotas alcanzadas por Dabiz Muñoz) las sensaciones experimentadas en la primera visita al DiverXo primigenio de la calle Francisco Medrano.

 

Sus responsables, pese a su juventud, no son para nada dos desconocidos en la ciudad. Ambos se formaron en Mugaritz y, mientras Muñoz pasaba por Tasquita de Enfrente, primero, y convertía Picones de María, después, en un bistró de culto, Peral participaba en el ambicioso (y muy fallido) Pedegrú y luego se lanzaba al clasicismo francés en Brasserie Lafayette. Todo ese bagaje está presente en OSA.

 

El nombre es una declaración de madrileñismo porque, me cuentan, el primer escudo de Madrid no llevaba un oso y un madroño sino una osa, «con sus tetitas y todo». Y en el primer Decreto de Montería publicado en España se afirmaba que «Madrid es tierra de puercos y de osos». Además, recalcan, la osa representa el espíritu salvaje que pretende lucir el restaurante.

Lengua-wagyu
Lengua-wagyu

Salvaje no lo sé, pero rompedor y provocador, sin duda, ya desde la llegada misma a un chalecito que está casi de incógnito y en el que hay que llamar a un interfono para entrar. Una vez franqueada la puerta, el cliente tiene dos opciones: tomar el aperitivo en una de las mesas del jardín o en el muy agradable privado del piso superior, un saloncito repleto de libros de Gastronomía y Arte, con chimenea, y en el que se pueden ver la impresionante bodega (que cuenta con más de mil referencias de todo el mundo, ninguna de las cuales, por cierto, baja de 35 euros) y la cámara de maduración donde se asientan todo tipo de animales, de dos y cuatro patas o de cola y aleta.

 

Y arranca el menú degustación, porque aquí no hay carta. Un menú degustación estructurado por «capítulos» que incluyen dos o tres pases cada uno y cuyos escuetos nombres combinan el producto principal, la zona de procedencia o la técnica, casi siempre dos de ellos, a veces los tres.

 

El aperitivo son tres galantinas: cabeza-lampiño, un chicharrón con careta de cerdo rellena de lengua, carrillera y grasa de jabalí, con dos meses de cámara; gallo-estepa-olivo, cuello relleno de muslitos ahumado y secado durante un mes; y porchetta-trevigiana, hecha con panceta, pistachos, hierbas y mostaza y madurada durante un mes. Un anticipo de lo que vendrá a continuación, tradición enfocada desde la vanguardia, mucha técnica al servicio del sabor, esencialidad y utilización de productos fuera de lo común.

Jorge Muñoz, Sara Peral y su equipo
Jorge Muñoz, Sara Peral y su equipo

Del saloncito ya se pasa al comedor, con apenas cinco mesas y una capacidad máxima de 20 comensales, para abordar el siguiente episodio: trucha-Bedón-manzano, salmonete-amasake y rillette-conejo-Le Mans. Tres propuestas amables en las que comparecen diversos toques japoneses, que serán casi una constante. La trucha del río Bedón está curada y ahumada con madera de manzano y la acompañan sus huevas con soja y mirin, un pan de centeno y una mantequilla mezcla de francesa y asturiana. El salmonete, procedente de Chipiona y de tamaño pequeño, llega casi crudo, envuelto en una delicada tempura fría y amalgamado con las lías del sake (amakase). Un bocado extraordinario. La rillette clásica de conejo va tuneada con grasa de cerdo de Le Mans, que le da el sabor que el roedor no tiene y que contrasta con la crema de ajo asado y las verduras encurtidas.

Es el turno de un binomio marcado por la contradicción. Porque si Chocolate-faroerne es una indiscutible obra maestra, con esos pimientos de chocolate de Granada al horno con pilpil de su propio jugo y de bacalao de las islas Feroe, un plato dulce-salado largo, profundo, untuoso y adictivo, civet-lombarda, en el que la sangre de la receta original es sustituida por una salsa de verduras que acompaña a una lombarda demasiado poco hecha y con una textura incómoda, me resultó agrio y cansino.

 

Atención los más remilgados, que pasamos a la anguila y la lengua de wagyu que, para que no quede ninguna duda de lo que son, se muestran a los comensales en su estado original, en crudo. La primera, salvaje y procedente de Foz, protagoniza anguila-anago. Abierta en mariposa y acompañada con una suerte de salmís hecho con la cabeza, la cola, los interiores y una salsa madre, viene a ser como comerse un trozo de rape más grasiento. Con la segunda se hace una divertida declinación: amígdalas, centro y punta, en la que las amígdalas se llevan la palma.

Codorniz. Granja-bilbaína
Codorniz. Granja-bilbaína

La recién comenzada primavera está representada por Maresme-vaina, finísimos guisantes con velouté de sus envoltorios con mantequilla, y gurumelo-garnacha, en la que las setas extremeñas se guisan con vino de Gredos y se cubren con un carpaccio (atención al marcado aroma a TCA). Se agradecería que la reducción del fondo fuera un poco menos intensa.

 

Obélix sería feliz con el siguiente trinomio, dedicado a la jabalina (esto es, la hembra de jabalí). Con la paletilla, curada en sal y con dos meses de maduración, se prepara un jamón agreste y rústico. Con el solomillo a la plancha, un tonkatsu sando (Japón, otra vez) sabrosísimo. Y con las costillas maduradas durante dos días con 30 especias y con un toque de brasa se obtiene una versión del pastrami con todo su sabor y una textura mucho más contundente. Que rompa todos los preceptos judíos que alumbraron esta receta es otra historia…

Kakigori-sanguina
Kakigori-sanguina

Como decía Super Ratón, “no se vayan todavía, que aún hay más”. El zampone, ese plato típico de las nocheviejas italianas que se toma con lentejas salteadas, aquí se madrileñiza y los garbanzos de Daganzo toman el lugar de sus “primas” en un guiso que, además, lleva un caldo bien gelatinoso, mientras que en Italia se toma en seco. Podríamos decir que es una variante “acocidada” del clásico transalpino. Su pareja de baile es mero-sukibiki (hemos dicho ya lo de los toques japoneses, ¿verdad?). El sukibiki es una técnica nipona de desescamado a cuchillo que se le aplica a un mero del Cantábrico para luego madurarlo 4 o 5 días y servirlo, con un punto de cocción mínimo, con un ajilimoji vasco.

 

La parte salada se cierra con un juego de comparaciones entre codornices, en un ejercicio que resultará muy útil e ilustrativo para muchos. La de campo es la estrella de tiro-colmenilla y la de criadero, de granja-bilbaína. Para que queden claras las diferencias de tamaño, ambas piezas se pasean por la sala, eso sí, peladas: una es cinco veces más pequeña que la otra. No hay lugar a debate. La pechuga de la primera, madurada una semana, con un fondo de sus carcasas y un par de morillas, es pura sutileza, con notas incluso de monte bajo. La segunda sigue una receta del año 1952 y llega albardada en hoja de parra, con una ballotine-royal, lardo casero y mantequilla noisette. El plato está muy bueno pero después de la otra la carne parece, literalmente, pollo.

Madrid-Brest
Madrid-Brest

Tras declinar el surtido de quesos, pasamos al apartado de los postres, francamente interesante incluso para los que, como es mi caso, no tenemos la más mínima inclinación especial hacia ellos. Ácido y amargo el kakigori-sanguina, con el zumo de la naranja congelado y servido a modo de raspado en la máquina japonesa que le da nombre. Dulce, pero un dulce muy controlado, el calabaza-raib, una especie de bayonesa con cabello de ángel de cidra infusionado con vainilla y pimienta, con un ligerísimo yogur árabe con textura de requesón. Y fin de fiesta con un París-Brest clásico… a la madrileña, con praliné de almendras garrapiñadas.

 

Un muy buen café de El Salvador remata una comida cuya duración no baja, en ningún caso, de las tres horas y que puede alargarse, como en el mío, hasta las cuatro, sin sobremesa. Una comida de la que se sale con la sensación de haber asistido al nacimiento de un proyecto que va a ser angular en la gastronomía madrileña, y nacional, de los próximos años… y en el que todavía se puede conseguir mesa dentro de un plazo de tiempo razonable.

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