Hemos llegado más tarde de lo previsto a la cita en Viña Carmen. Ana María Cumsille nos espera algo nerviosa. Debe volver a casa temprano. Ser mamá le ha jugado a veces en contra; otras, le ha dado el impulso. La confianza para decir “puedo”, se la dio un viaje a Burdeos, recién graduada en enología en Chile. Sin saber el idioma ni conocer a nadie, obtuvo en dos años el Diplôme National D’œnologie (DNO). El mismo que le abrió las puertas apenas volvió a Chile, justo cuando nacían bodegas por doquier. Entonces no sintió discriminación por ser mujer. Esa realidad la sentiría después.
Tu carrera es bien particular, porque tus primeros trabajos fueron en proyectos que estaban partiendo. Tenías la especialidad de enología y el Diploma de Burdeos, pero muy poca experiencia. ¿Osadía?
“Había hecho un par de vendimias antes de viajar, pero Viña Indómita fue mi primer trabajo al volver. Recién se fundaba. Sin un enólogo jefe que me guiara, fue como tirarme a la piscina. Yo ya tenía 30 años, pero no tenía experiencia. Aprendí con el método de prueba y error. Siempre agradezco a quienes confiaron en mí, y a Aurelio Montes, entonces mi asesor ‘24/7’. Luego, en Viña Altaïr, me pasó igual, desde el día uno sin jefe ni segundo a bordo en la bodega. Me dijeron “tienes que hacer el mejor vino de Chile”. Al año enfermé por estrés. Así me formé. Me armé sola. Los dos años en Francia me dieron seguridad”.
Cuando sales de Altaïr, te aparece una oportunidad de trabajo en el Valle del Itata, algo completamente diferente. ¿Qué viviste en Itata, que no hubo vuelta atrás?
“Era todo nuevo. Eso me produce adrenalina, aunque al principio no sabía en qué me estaba metiendo. En Arauco, más allá de recuperar el campo maravilloso, la prioridad era la pata social. Querían abuenarse con los pequeños productores. Yo me metí en el valle; en las historias de los productores; en las tradiciones. Por otro lado, aunque tengo súper buenas relaciones con todo el mundo, al llegar sentí que no era bienvenida, y fue duro… Un día, tomándome un café con un pan amasado calentito en la casa de un productor, me dije: ¿Qué me puede importar lo que diga la gente de la industria? Esto me llena el alma. Creé confianzas. Sentía que ayudaba, y mucho. Modificando la fecha de la cosecha, metiéndole un poco de higiene a la bodega, les cambiaba el mundo”.

Y te quedaste en el valle…
“Me quedé. El día que terminó el proyecto Cucha a Cucha de Arauco me dijeron que en tres años más lo iban a volver a abrir. Les respondí: no me vengan a buscar, porque yo no voy a estar. Fue tan fuerte mi nexo con el lugar, con la gente, que empecé mi proyecto. También quería hacer algo porque no veía fácil volver a encontrar un trabajo. Cuando eres mamá y te vas para la casa, la gente cree que estás feliz cuidando a tus hijos. Desapareces del mapa. Yo sí estaba feliz criando a mis niños, pero quería volver a trabajar. La verdad, nunca me sentí discriminada por ser mujer, aunque tras Cucha Cucha me postulé a varios trabajos y no salieron. Fue duro. Sentí que la edad y ser mujer jugaban en mi contra. Me decía: ¡Si soy 20.000 veces mejor enóloga que cuando salí! Ya había cumplido 50 y sentía que las puertas se me cerraban. Sentía que la experiencia no se valoraba. Eso mismo hizo que pusiera toda mi energía en mi proyecto y que empezara a volar. Cuando me rearmé y dije: ya no postulo a ningún trabajo más, me llamaron de Carmen”.
¿Hubieras dejado tu proyecto si te lo hubieran pedido?
“No lo dejo, pero tampoco me lo plantearon. Cuando Baltazar Sánchez, director de Carmen y Santa Rita, me entrevistó, me dijo: Anita, yo puse tu nombre sobre la mesa porque lo que habías hecho con tu proyecto en tan corto tiempo era tan potente que pensé que es la energía que necesito para Carmen. Hoy me siento plena. Carmen tiene mis dos facetas. Los vinos clásicos, que me gusta hacer porque me formé ahí, y también los vinos despeinados de la línea D.O. No es fácil encontrar eso en una misma viña. Además, esto de pertenecer a un lugar a mí me gusta mucho. Es una de las cosas que hoy día me encantan en Carmen. Porque yo toda la vida trabajé muy sola, y acá hay todo un mundo adentro. Hay otros enólogos, y si tengo una duda, tengo con quién compartirla”.
¿Cambió tu mirada como enóloga al ser además emprendedora?
“Cambia mucho. Como emprendedor entiendes que no basta con hacer un buen vino: hay que venderlo. A veces, a los enólogos nos falta dar un paso más allá y decir, ¿qué más podemos hacer para ayudar al equipo comercial? Yo para Carmen hago lo que haría para mis propios vinos”.

¿Cómo avanza tu proyecto personal?
“Decidí enfocarme en menos vinos. Hago País, Cinsault y Malbec, que representan el alma de mi trabajo. Este año me di cuenta que necesito simplificar y traer la producción más cerca de Santiago para hacerlo bien”.
Tu Cinsault D.O Carmen fue este año reconocido con 98 puntos, y el tuyo, El Litre, es un imperdible del Itata. ¿Qué te desafía de la cepa?
“El desafío es hacer un vino que vaya un poco más allá; con más estructura, más carácter, mayor capacidad de envejecimiento. El Cinsault siempre ha tenido fama de un vinito de consumo rápido del sur de Francia. Yo creo que se pueden hacer tremendos vinos y es una variedad que me gusta mucho”.
Hoy se habla de vinos de autor ¿te hace sentido esa definición para tus vinos?
“Cuando se habla de proyectos chiquititos, asociados a una persona y no a una compañía, la gente habla de vinos de autor. Pero yo asocio más mi proyecto con vinos de lugares. En Itata trato de que el lugar se exprese, no tanto de que mi mano se note. Antes, en Altaïr, la gente decía que mis vinos parecían franceses. Pero yo no busco hacer vino de estilo francés; mis vinos tienen ciertas características que me gustan, como elegancia; no me gustan los taninos duros”.

Has mencionado en ocasiones que entender un lugar te lleva cuatro años.
“Sí, porque sigue siendo prueba y error. En Altaïr recién al quinto año me sentí segura con mis decisiones. Lo mismo en Cucha Cucha: al cuarto o quinto año le tomé la mano a la cepa País. Siempre hay oportunidades de mejora, siempre. Quien repite la receta está perdido. En Carmen sigo en pleno aprendizaje, haciendo múltiples ensayos en cada cosecha. Este año, en bodega, a Pablo Prieto, el asistente de enología, lo dejé loco. Me decía: por favor Anita, no hay más espacio. Tenía algo con un poquito más o menos de piel; con prensa vertical y prensa neumática; en acero, en fudre, en concreto, en huevo de granito y de cemento… Cada vendimia es un aprendizaje, y entre más lo aprovechas, tu aprendizaje es mayor. Es lo que más me gusta. Aprendes haciendo”.
¿Cómo se logra ser mamá, esposa, empresaria, hija, hermana, amiga y enóloga?
“No es fácil. Yo diría que la parte más difícil son los niños. Me vuelvo un pulpo en algunos periodos del año. Yo diría que, si no tienes una motivación de entraña, ese motor interno, estás frita. O sea, lo vas a hacer, pero no vas más que a marcar el paso. Al final yo creo que uno se las arregla de alguna manera. Es lo que me dio Francia: siempre se puede. Lo que más me preocupa es fallar como mamá. Vivo preguntándole a mis hijos si les he hecho falta. Me dicen que no. Entonces me quedo tranquila”.