Hace uno días leí una información que aportaba nuevos argumentos a mi teoría de que en el mundo del jamón hay bastantes chorizos. El titular, «El jamonero pide ir a prisión porque teme por su vida», se refería al caso de Antonio Herrera, más conocido como «El jamonero de Trevélez», a quien la Interpol ha detenido en Santo Domingo. Dicen que el tipo prefiere estar en el trullo a que lo maten a golpes de paletilla los vecinos de la Alpujarra granadina. Razones no les falta, porque el muy listo se marchó de España en el 2002 dejando una deuda de 25 millones de euros repartidos entre casi todos sus vecinos, a los que había convencido para que invirtieran sus ahorros en su empresa, Jamones Fernando.
Hace unos años, para preparar un reportaje que publiqué en el Magazine, recorrí la ruta de los cerdos ibéricos de bellota. Empecé por Andalucía, seguí por Extremadura, y fui subiendo hasta llegar a Guijuelo. Disfruté de los paisajes maravillosos de las dehesas, pude contemplar la vida apacible de los cerdos ibéricos y su inexorable final. Vi cómo preparaban la carne, la salaban y colgaban para el secado esos magníficos jamones que Vázquez Montalbán describía como mucho más que una pata de cadáver momificada y comestible.
Cuando llegué a Guijuelo, a punto estuve de no poder entrevistar a uno de los grandes de este sector, José Gómez -Joselito-, porque éste andaba indignado con la prensa (un diario acababa de publicar un artículo francamente malo sobre el ibérico) y no quería ver a nadie que tuviera que ver con ella. Joselito, que acabó pareciéndome un tipo extraordinario, se quejaba de que los medios de comunicación no hacen sino confundir más aún a los consumidores, que ya andan bastante perdidos sobre el asunto.
¿Cómo puede ser que en el país del jamón ibérico la mayoría de gente confunda los términos ibérico, bellota, Jabugo, pata negra o recebo? ¿Cómo puede ser que en el super intenten vendernos supuesto jamón ibérico a precio de la peor mortadela? Son los elaboradores sin escrúpulos (afortunadamente no son todos) los primeros en fomentar esa confusión para poder seguir dando gato por liebre. La principal conclusión que saqué al preparar mi reportaje fue que no es ibérico todo lo que parece ni tampoco come bellota todo el que nos dicen que come bellota.
Me contaron que cada cerdo necesita una extensión de tres o cuatro hectáreas de dehesa y come diariamente unos diez kilos de bellota, con los que repone sólo un kilo de peso. Si durante el periodo de montanera (cuando campa a su aire por la dehesa), entre diciembre y febrero, el animal debe ganar 70 u 80 kilos, no hay que hacer muchos cálculos para advertir que las dehesas resultan insuficientes. La más extensa, la extremeña, que es la que da de comer a gran parte del cerdo ibérico, puede alimentar, como mucho, a 300.000 animales. Basta una simple multiplicación para sospechar que todo aquello que pasa de 600.000 paletas y otros tantos jamones difícilmente puede ser auténtico ibérico alimentado con bellota.
Si a la desinformación de los consumidores le sumamos la cara dura de los listillos que hacen ver que crían una cosa en vez de otra; de los listillos de los comercios, que tienden a utilizar etiquetas que pretenden despistar más que orientar, y de otros listillos, como el de Trevélez, que montan la empresa de jamones con la pasta de sus vecinos, vemos, ya lo decía yo, que en las cuentas del ibérico salen más chorizos que jamones.