A diferencia del estrépito y la catástrofe, tan en boga como conceptos de salida en la restauración actual, Paco Pérez es el epítome de la evolución basada en el trabajo incansable, la interiorización técnica, la gradual claridad conceptual y el armonioso crescendo del equilibrio sápido y estético.
El otro día, allí, en el Miramar de Llançà, frente al mar que abraza el comedor, sentí la epifanía de un corpus culinario que ha dejado atrás incertidumbres para volar sin miedo hacia horizontes singulares y precisos. Poco posee, en giro chestertoniano, el alarido de la tenacidad. Paco posee también la capacidad solar de emocionar. Paco, en un esfuerzo titánico que no conoce desmayos ni depresiones, ha sabido transcurrir sin miedo por senderos oscuros para acceder, a la postre, a la luz gastronómica, a ese territorio que, sin esconder el gusto por la vanguardia bullinaniana (como tantos y tantos en el planeta), describe trayectorias personales con sólidos apoyos en la materia prima estratosférica, la curiosidad por el uso de los ingredientes más eclécticos y las hechuras y acabados más preciosos. Quisiera citar, en este punto, las pruebas que está haciendo con una novedosa materia, las huevas de algas, un caviar que, asegura, posee una textura espectacular y un sabor extremadamente pelágico. Está en ello.
Pero vamos, sin más dilación, a analizar el menú, que disfruté hace tres semanas. Recibimiento con los clásicos berberechos gelatinizados con aire de limón, exquisito nabo en tempura con pozu y casi imposibles crujientes de setas y cacao. Como snacks más elaborados, la tartaleta de mandarina con helado de pipas de calabaza y la acanallada patata rellena de chimichurri y esférico de pollo. No obstante, la verdadera fiesta aún no ha comenzado. Y entonces llega el consomé de jamón con nécora, huevo de codorniz, queso y hierbas frescas, que es como un vendaval de sabores asilvestrados a la vez que un impacto de rara elegancia. A este golpe sápido le sigue el funambulista equilibrio de un sabayón de huevo con erizo tibio y caviar. Tiempo de gula. Y de precisión en el enaltecimiento de lo que tenemos delante: tartare de cigala (con aceite de brasa) con sus huevas acompañado de la cabeza, ligeramente tratada al fuego. Estamos en pleno vértigo. Etéreos, volátiles gnocchi de polenta con tartufo. Salvaje y minimalista esperdenya con ceps, parmentier de nueces, jamón ibérico y magnatum. Trastornadora levedad del tartare de sepia con albóndigas de Kobe con fondo de tinta, un plato de máxima pureza, una sensación más que una materia… Es ya a tumba abierta, amigos: sepietas con arroz y parmesano; ensalada de foie gras, trufa y alcachofa; ventresca de turbot con cocotxa de merluza…
Y, allá, al frente, el Mediterráneo.