Daños colaterales

Un Comino

Llevo tiempo escuchando a personas sensatas recomendar por aquí y por allá la no utilización de metáforas o expresiones bélicas al objeto de no tensar más el ambiente. Cada vez que se lo escucho a uno nuevo les confieso que me sale una mueca. Encuentro muy difícil pensar en otros términos porque el ambiente de tensión política en el que vivimos, sumado a las medidas y a la terminología con la que nos desayunamos casi a diario –estado de alarma, toque de queda– y las estadísticas de muertos e infectados recuerdan a lo que recuerdan: a preguerras, guerras y posguerras. Es muy difícil, casi anti natura, que salgan de la pluma figuras literarias basadas en las flores y las hadas.

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Así que hoy no me voy a autocensurar y voy a dejar el titular que me ha venido a la mente cuando me he sentado a escribir y que a punto he estado de corregir para ser políticamente correcto y contribuir a la distensión que, desde luego, no es el entorno verbal en el que se mueven nuestros representantes públicos de uno y otro color. Ayer tampoco. A no tardar mucho habrá una generación de españolitos que se echarán las manos a la cabeza al ver de qué y en qué tono se hablaba en el Parlamento cuando tenemos el país a punto de salirse de la carretera, con el conductor dando volantazos desde un carril al otro sin saber si terminaremos controlando el vehículo, saliéndonos de la vía o, peor aún, cayendo por un barranco.

Se acordarán de cuando la expresión «daños colaterales» estaba todo el día en los telediarios. Empezó con la primera guerra de Irak y siguió en las siguientes. Pura expresión bélica, minusvaloración institucional de los terribles daños y males causados por una acción de guerra. Así es como siento que se está tratando a la hostelería en este proceso infame de gestión de una situación de crisis que empezó siendo sanitaria, que lo es también económica y, a no mucho tardar, será social: como un daño colateral.

A unos no les importa mucho lo que ocurra con un sector formado por emprendedores no alineados políticamente ni sindicalizados y otros lo disculpan en pos de un teórico bien mayor. Qué más da lo que vaya a pasar después… total, son solo bares y restaurantes, como si fueran mobiliario urbano o paisaje, como si no sujetaran la economía de decenas de miles de familias, la mayoría humildes, de este país.

 

Perplejidad

Estos días he hablado con muchos cocineros y empresarios sensatos y he leído a otros. Personajes de primera línea, de esos que triunfan por el mundo y que la clase política nacional o autonómica demanda cada jueves para construir marca país o hacerse fotos. También con muchos de «los curritos del menú», como ingeniosamente definió a la infantería el cocinero de Torrelavega Jesús Tresgallo, y no crean que el sentir más compartido es el enfado más o menos colérico, sino la perplejidad ante la incomprensión y el maltrato. Miran atónitos cómo con cada decisión unilateral de cierre se culpabiliza a un sector por encima de todos los demás cuando los datos demuestran que el contagio en los restaurantes es bajo, muy bajo, en comparación con otros entornos sociales.

Asisten al ninguneo de los que hasta hace unos meses los ponían como ejemplo de creatividad, capacidad de adaptación y de liderazgo internacional en lo suyo. Muchos ni siquiera discuten que no esté justificado cerrar la hostelería o si sería suficiente con implementar medidas menos lesivas. El daño previo, el más sentido, es esa falta de respeto, de consideración hacia la profesionalidad con la que, en términos mayoritarios, se han aplicado a cumplir toda la normativa para garantizar la idoneidad sanitaria de sus locales.

 

Una frase elocuente

Es elocuente esta frase de Ignacio Echapresto, el cocinero y copropietario de La Venta de Moncalvillo, en Daroca de Rioja: «Cumplo todas las medidas higiénico-sanitarias, paso inspecciones de Sanidad (la última ayer), tengo implantadas APCC, control de plagas, carnet de manipulador de alimentos, distancias de seguridad, protocolos internos para detener el covid, protocolos de atención a proveedores y de recepción de mercancías… y aún así, visto lo visto, todo eso no vale para nada».

Acaba de terminar el Consejo Interterritorial de Salud y, de momento, no se aplicará el toque de queda de manera generalizada a la espera de un instrumento jurídico para articularlo. Sería interesante saber qué comunidades autónomas han defendido la aplicación del toque de queda a las 9 de la noche –cercenar de cuajo la hostelería– y cuáles al menos a las doce. ¿No es preferible controlar las calles, los botellones y las fiestas en los pisos, que cerrar los bares y los restaurantes donde nadie se esconde?

PD. ¿Y si las propias asociaciones de hosteleros constituyeran grupos de inspectores propios para garantizar que no se incumple la normativa en sus pueblos o ciudades y utilizar ese control como argumento ante las autoridades sanitarias y políticas?