“Como aves precursoras de primavera, en Madrid aparecen las violeteras”. Eso dice el célebre cuplé que el maestro Padilla compuso allá por 1914.
Podríamos darle la vuelta a esa letra y cambiar primavera por otoño y violeteras por cocidos. Ya llegan, precursores, los primeros de la temporada. En realidad nunca se han ido del todo porque, aunque no se lo crean, durante el caluroso verano capitalino sigue habiendo gente capaz de meterse uno entre pecho y espalda. Hablo, claro, del cocido madrileño, el más popular de todos los que encontramos a lo largo de toda nuestra geografía, hijos de aquellas ollas podridas que alimentaron a los españoles de siglos pasados.
De un tiempo a esta parte la vuelta a la tradición está devolviendo el protagonismo a este cocido. Ahí está el histórico y lujoso de Lhardy, felizmente recuperado con todo su esplendor (y precio en consonancia) por sus nuevos propietarios, los hermanos García Azpiroz.
Mi favorito es el que Santiago Pedraza y Carmen Carro, propietarios de la céntrica Taberna Pedraza, llevan elaborando desde hace una década. Carmen, cocinera autodidacta, tiene una gran mano para los guisos. Su tortilla de patata tiene merecida fama entre los madrileños. Pero donde más brilla es con el cocido que elabora a diario. Ella y Santiago, su marido, son obsesos en la búsqueda del mejor producto, algo que aplican a ese cocido para el que buscan y seleccionan los mejores ingredientes y que sirven en los reglamentarios tres vuelcos, precedidos por una croqueta del propio cocido.
La sopa, sabrosa y perfectamente desgrasada, es todo un espectáculo. La sopera se deja en el centro de la mesa y los comensales repiten y repiten. Al lado, como manda la tradición, la pelota de pan, ajo y perejil, unos encurtidos y cebolleta fresca.
Le sigue la fuente de garbanzos pedrosillanos, perfectamente seleccionados, todos del mismo tamaño, pura mantequilla, con su correspondiente patata, zanahoria y repollo salteado. Y el tercer vuelco, el de las carnes, con morcillo de vaca vieja, pollo de Galicia, grandes huesos de caña con su tuétano, o chorizos y morcillas de Olano en Beasaín.
El tocino, las puntas de jamón y la panceta son de ibérico puro de bellota. Un cocido de mucha calidad, bien aligerado pese a lo cual cuesta acabarlo porque al fin y al cabo un cocido madrileño es siempre un canto a la abundancia. Prueben a acompañarlo con un buen cava o champán, perfecta combinación.