En el número 13 de la Rue del Percebe nunca hubo bar, ni tan siquiera casa de comidas. La genial creación de Francisco Ibáñez retrataba entre risas las miserias de la España del año 61 y los que le siguieron. Los chicos las festejábamos el domingo, a la salida de misa, nada más comprar el Tío Vivo, mientras los grandes miraban de reojo, no fuera a ser que les tocara verse retratados. Recuerdo las historietas ocupando la última página del tebeo, con el que además me compraban Pulgarcito y Hazañas Bélicas. Hubo un intento con Pumby, pero aquello era blando hasta para la época.
En el bajo del 13, Rue del Percebe -cuatro plantas, dos vecinos por planta, alcantarilla habitada, buhardilla y azotea animadas- había una tienda de ultramarinos junto a la vivienda de la portera. También conocí los ultramarinos como almacén de coloniales; lo que en América viene a ser la bodeguita de la esquina. El titular era de Don Senén, especialista en que la báscula marcara siempre de más y el producto anduviera sobrado de fecha; un precursor del Manolito de Mafalda. Por debajo suyo, signo de los tiempos, alguien que no podía permitirse más ocupaba la alcantarilla en pugna con las ratas, seguramente realquilado por Tomasa, la portera, vecina del colmado y correveidile de confianza.
Pasado el tiempo, la mirada del adulto echa de menos un bar. Nunca se me ocurrió entonces. La del bar era una imagen cotidiana, en la que pasaban cosas de las que no se informaba al niño. No importaba que el vino quinado se anunciara como estimulante del apetito infantil, y nos metieran un chupito al cuerpo antes de la comida (sobre todo, estimulaba la siesta), pero el vino, siempre tinto, precursor de cosas que veíamos y todos preferían que quedaran fuera de nuestro alcance, no entraba en la historieta de Ibáñez.
En lugar de un bar pudo haber sido una casa de comidas. Su mirada histriónica al negocio hubiera dado tanto juego como el retrato del colmado de Don Senén. Conocí una en San Francisco, el antiguo barrio chino de Bilbao, que pudo servirle de inspiración. El menú del día -primero, segundo y fruta- se podía compartir con la cena. A mediodía apartabas una parte de la sopa, el pescado frito y la naranja en sus correspondientes platos, los apilaban y pegaban un trozo de papel con un número escrito a lápiz en el borde de uno de ellos antes de guardarlos en el frigo. Por la noche, los reclamaban y consumabas el menú.
Las aventuras, historias e historietas del local, o las de ese menú del día que tantos echan en falta -el de plato hondo y cuchara, que se pueda comer cada día, de lunes a viernes, sin enredar el sueldo de un oficinista- hubieran podido alimentar una nueva saga de Ibáñez; fue de esos pocos que merecieron vivir tres vidas seguidas. Qué prolífico fue y, a pesar de ello, cuantas historias de aquella otra España que hoy invocan los nuevos aprendices de brujo, se escondieron en su tintero.
El tebeo español de la segunda mitad del XX nunca perdió de vista la comida. Entonces éramos más de Carpanta, el personaje creado por José Escobar en los 50, que pasó su vida en blanco y negro, persiguiendo un pollo asado que nunca llegó a comer. El pollo era entonces el paradigma del lujo -los cocineros actuales, catapultados a ese pasado, hubieran rematado sus platos con un corte de pollo asado en lugar de caviar; nigiri de ostra con alita de pollo frita, tartar de sardina con muslo de pollo asado, chuletón a la parrilla remontado con pechuga villerroy, ensaladilla con cuellos a la diabla. Así era de poderoso el pollo. Y Carpanta nunca llegaba a comerlo. Pocas veces le acababa cayendo en las manos y ni siquiera le rozaba la boca.
Contar la comida era entonces un relato del hambre. Las cosas cambiaron cuando empezamos a llamarle comic. Los nuevos súper héroes se hicieron lustrosos y dejaron de comer; como mucho, pizza y hamburguesa. Hubo un comic en los 90 tardíos dedicado a la cocina, los restaurantes y los cocineros de aquel tiempo, que era el del gremio catapultando la cocina, rompiendo techos de cristal sin que nadie lo pidiera, reinventando la rareza, y el crítico (solo aparecía uno y tenía cara, nombre y apellidos) mostrado su ridícula y pecaminosa presencia, con una crudeza tan real que hoy sería inimaginable… sobre todo por la falta de críticos de referencia. Lo evitó Mugaritz, fue una sátira única, irrepetible, definitiva, taumatúrgica e hilarante. Solo puedo compararlo con un libelo del XIX que la leyenda adjudica, solo presuntamente, a los hermanos Becquer -Valeriano autor de las acuarelas y Gustavo Adolfo de los pies-, reeditado en el año 91 bajo el título Los borbones en pelota.
La del 13, Rue del Percebe era una casa habitada por disparates; el veterinario desnortado, la protectora de animales, la pensión siniestra, el pintor famélico, el sastre desastre y el ratero inepto. La precariedad administrada por oficios y alimentada a golpe de sueño incumplido. Retrataba a la generación de nuestros padres y retrataría de alguna manera a la de nuestros cocineros estrella si la hubieran prolongado hasta hoy. Siempre hubo inventores chiflados en el tebeo español. Los inventos del Profesor Bacterio miraron de vez en cuando a la cocina, como lo hicieron los del Profesor Franz de Copenhague, nombre premonitorio -¿sería tío abuelo de Redzepi?-y base de Grandes inventos de TBO, obra de Serra Massana en 1935 y Ramón Sabatés en mi época. Bacterio y Franz de Copenhague fueron los precursores de Arzak y Adrià.
El mundo cambiaba rápido, y veinte años después, si 13, Rue del Percebe hubiera trascendido a los 70, alargándose hasta nuestros días, habría podido estar habitado por cocineros y cocinas. En los 90, el papel del colmado se hubiera blanqueado, correspondiendo por derecho propio a Sacha. Personajes de la época, como Abraham García, Tomás Herranz, Ramón Ramírez o Ange Garcia, hubieran llenado las viviendas. Pasado el tiempo, encontraríamos el dark kitchen de Dani García en el lugar de Don Senén, repitiendo sus mismas mañas, el taller de Xabi Gutiérrez e Igor Zalacaín en la primera planta, la agencia de comunicación de Patricia Mateos ocupando el lugar de los dimes y diretes de la portería, Rorigo de la Calle donde la protectora de animales, Luis Lera con sus pichones en casa del veterinario, o Quique Dacosta instalado en el taller del sastre. La pensión cambiaría por un Airbnb y tendríamos Streetxo ocupando la buhardilla, la azotea y la oficina del inventor loco. ¿Quién sería el ratero del tercero en esta nueva edición de 13, Rue del Percebe? Tengo algunos nombres rondando, pero no me atrevo a escribirlos.
Con el tiempo llegarían los fondos de inversión, las chefs ejecutivos, el cocinero que no pisa la cocina, la multiplicación de los comedores con el mismo plato, un multimillonario venezolano compraría el edificio para convertirlo en un solo restaurante con seis conceptos y el mismo chef al frente, y nada tendría sentido. Ibáñez se hubiera meado de risa, pero viendo lo gilipollas que nos hemos vuelto.
Ilustración apertura: Francisco Ibáñez.