Me ha sorprendido Esquina Común. No es la mejor cocina que he encontrado, pero me han proporcionado uno de los recuerdos más vivos de mi paso por Ciudad de México. Quince comidas no son nada en una ciudad que vive con un plato en la mano; una gota en medio de una tlayuda. Esquina Común es muy reciente y es un invento de Ana Dolores González, un restaurante creado con la cuenta corriente prácticamente a cero, muchas ideas y todavía más ganas de salir adelante. El resultado es un restaurante medio clandestino en la terraza de un coworking en un cruce de Condesa, que se va amueblando, decorando y equipando conforme crecen los clientes. Una tercera planta cubierta que mires hacia donde mires se asoma a la fronda de los árboles que dan sombra a la calle. Comodidad y relax absoluto en el clima casi veraniego de este principio de otoño.
Llego hasta allí atraído por el revuelo creado por una reseña del New York Times, y espero más de lo que veo en los locales que he visitado y veré en los que quedan por visitar en Condesa, Hipódromo, Juárez, Roma y Roma Norte. Los tránsfugas norteamericanos colonizan las mesas -y las viviendas- de la ciudad. También empiezan a dejar huella en san Rafael y Santa María de la Ribera, y llegan con buena parte de lo suyo bajo el brazo. A veces es para bien y otras no tanto; demasiados prejuicios culinarios importados a una tierra que come todo lo que se mueve y la mayor parte de lo que está quieto. Me pregunto cuanto tardarán en cambiar el estado de algunas cosas.
También me empuja el recuerdo de una comida en Expendio de maíz, hace tres años. Ana Dolores marcaba el ritmo de aquella cocina joven y comprometida, que respiraba carácter e ideas. Esquina común es un restaurante poco formal -informal es otra cosa-, que abre viernes, sábado y domingo, y solo facilita la dirección con la reserva formalizada, un día antes de la cita. Opera con una carta muy dinámica de seis platos y un postre; si quieres probarlos todos, la convierten en menú degustación. La carta de vinos es corta pero contiene alguna referencia bien interesante.
Lo pruebo todo y hay altibajos. Por arriba, disfruto una tostada de crudo de pescado, que equivale a una divertida mixtura entre un ceviche de aire carretillero y una combinación mexicana -tostada, guacamole, chile ahumado…- con aires actuales. En el debe una versión del pollo k-pop que necesita, por lo pronto, una revisión del producto del que parte. La pechuga del pollo no es un buen compañero para según qué viajes.
El resto funciona. Esta cocina demuestra estar muy viva: cambia, respira, se acerca al cliente en lugar de al ego del cocinero y se engancha a la tierra porque sí, sin ataduras. Y cuando mira a otro lado buscando aires nuevos lo hace sin pretextos, esquivando el atajo fácil y absurdo del caviar, la trufa y el foie-gras que tanto he sufrido estos días. Las cocinas con pretensiones de Ciudad de México reinciden hoy en el quiero y no puedo del lujo chabacano. Los distribuidores locales de caviar de California se están poniendo las botas.
La carta entera administrada en porciones sale por menos de 800 pesos (unos 40 dólares). Algunos miércoles, Abril Ramírez y Damaris Alvarado, también cocineras y encargadas del servicio durante el fin de semana, se hacen con el local para mostrar su ideario culinario. El reclamo obedece al título de Mestizo.
Un día después me estreno con el caviar de California. Aparece con la primera entrega del menú degustación de Máximo, en forma de cucharada de huevas coronando una pequeña porción de pan de plátano. Vistos por separado, el pan está muy por encima del caviar (poca sal, neutro, tirando a insulso como todo el caviar de este tiempo sin esturiones libres). Comidos juntos, el pan de plátano aniquila el caviar, que no llega a expresarse ni por un segundo. Parece que no estuviera. Me sorprende un arranque que solo se explica como argumento para impresionar al comensal y justificar el precio del menú. Reaparecerá con parecida fortuna sobre una alita rellena de setas, aunque al menos aporta un cierto sabor salino al encuentro. Sale caro usar caviar como sucedáneo de sal.
Eduardo García dejó el antiguo local de Máximo Bistrot en Roma Norte -ahora se llama EM y lo controla Lucho Martínez, joven chef también aficionado al caviar que parece ansioso por destacar- y abrió este nuevo espacio en lo más florido de la Colonia Roma. Debió ser un taller mecánico, la sede de una pequeña industria o algo así: un techo curvo a unos veinticinco metros del suelo, y un comedor descomunal, con muebles de madera barnizada, color pino, compactos y pesados. La comida será contradictoria, pero me descuadra más este local como de oktoberfest, con unas 140 personas compitiendo con el volumen de la música.
Eduardo García, me dicen desde hace años, es un luchador, trabaja en solitario y a menudo contracorriente. Es la segunda vez que busco su cocina y no he tenido suerte. Algunos platos, los de aires más clásicos -la tartaleta de calabaza, mantequilla y huevas de trucha, o el milhojas de pistache-, hablan de un cocinero con buena técnica y sólida formación, pero el resto es irregular. Compone un plato absurdo con un robalo perfecto de cocción, desdibujado en un aluvión de espumas de bullabesa, y somete un rib eye de wagyu (carne de ternera joven con mucha grasa y poco sabor) al agresivo embate de una demi-glaçe tan poderosa que ningunea la carne. El café es deplorable. En este menu se juntan varios universos culinarios y a veces no concuerdan. La irregularidad y el espacio en que se sirve no justifican los 3400 pesos (unos 170 dólares) que son 5050 (cerca de 254) si incorporas maridajes. El de Pujol sale por mil pesos menos; son siete platos en lugar de nueve, pero uno marcha con otra sensación y otro gesto.
Nicos también es un clásico, aunque desde otra perspectiva. Es un restaurante de barrio dedicado desde hace sesenta y cinco años a la cocina mexicana, contemplada desde una perspectiva burguesa, como de casa acomodada. Hay refinamiento, reflexión y buenas manos en un local sin complejos: un espacio rectangular, sin decorados de moda ni detalles superfluos, en la Colonia Clavería, en Azcapotzalco; cocina ilustrada en un comedor de barrio, a casi una hora de atascos de las colonias de referencia. No entiendo como sigue en 50Best; demasiada normalidad para los reyes del cartón piedra. En una de estas lo sacan.
Conforme leo una carta llena de reclamos me doy cuenta de lo poco que sé. Me pongo en las manos de Gerardo Vázquez, el hijo de María Elena Lugo Zermeño, la fundadora, todavía activa. Ofrece un menú de nueve entregas -le dicen Carta en blanco; 950 pesos- que cambia según lo que se maneja en cocina y, supongo, el humor del responsable. Las tortillas que llegan nada más sentarte son una declaración de intenciones: las sirven con un cuenco de nata cremosa y profunda que me conmueve, y un pocillo de sal. Están diciendo claro y alto que aquí se come el México refinado y familiar de la burguesía urbana y las haciendas rurales.
Sigo el menú por el taco de cecina crujiente, unas sopas secas de natas que encogen el pecho, el llamativo mole de olla del pescador, el huarache de tasajo o un buen chile en nogada, mucho menos dulce y por lo tanto más sutil y envolvente que los que encuentro en otros comedores. Luego están los papadzules, un bocado traído de Yucatán -pequeña tortilla de maíz, napada y rellena de una salsa a base de semillas de calabaza de una suavidad extrema- que lo resume todo: la grandeza de ese continente de cocinas que es México, y el poderoso papel que cumplen las clases medias y las cocinas acomodadas en el desarrollo de una cocina. Tengo que volver.