Víctimas del limón

La memoria del sabor

Limón para domeñar, limón para que nada sepa a lo que es, limón subvirtiendo los sabores.

La comida ha sido completa, larga y sobre el papel variada, aunque algo la uniformiza. Hubo embutidos curados, parrilla con achuras, molleja y bife de chorizo a la que añadieron unos espárragos verdes, ahora en temporada por el hemisferio sur, y por si a alguien le quedaba espacio libre en algún rincón del estómago trajeron unas milanesas. Todo funcionaba, era una comida festiva, con amigos y amigos de los amigos, pero algo desentonaba en aquella tarde porteña. O Tal vez fuera lo contrario, todo entonaba y el que desentonaba era yo, dándole vueltas a historias que hoy por hoy no parecen tener solución. El sabor punzante, invasivo y persistente del limón lo dominaba todo; como queriendo sojuzgar cada preparación.

 

Había limones cortados en cuartos sobre la milanesa y junto a la molleja, pero su sabor se dejaba notar sobre los embutidos, los espárragos, las achuras, la propia molleja y también sobre el empanado de la milanesa. Todo sabía a limón, como si el sabor de carnes, achuras y embutidos no fuera del agrado de los asistentes y se hubieran conjurado para ocultarlo. Solo se salvaba el bife de chorizo, siempre pendiente de esa espada de Damocles culinaria que es el chimichurri, y que apenas entiendo si no es para esconder el tufo de la carne precaria. Aunque bien mirado debería ser obligatorio con esas carnes de novillos de poco más de un año que maduran durante cien días o más. Sería la cobertura ideal, como una capa de invisibilidad para el sabor de la carne impregnada en bacterias y pasada.

 

Eso fue tres viajes atrás, pero la historia se prolonga en tantos restaurantes y parrillas que visito desde hace muchos años. El limón manda en la cocina porteña; está por todos lados, travistiendo los sabores. Debería exigir a una reflexión sobre las costumbres culinarias locales si no fuera algo tan habitual: las cocinas se sienten más cómodas con los gustos del pasado que trabajando para acomodarlos al presente. Me siento como si hubiera viajado diez mil kilómetros a través del mar para ver como las cocinas españolas recuperan el limón para el pescado frito, el marisco, los arroces y otras preparaciones en esta cocina de Airbnb que hoy prospera por allí.

 

La cocina chilena y los chilenos adoran el limón en todas sus formas; los restaurantes deben exprimirlos por kilos en cada servicio. Una ración de erizos, ostiones o piures llegará indefectiblemente -La Calma ha empezado a remediar el asunto- en un plato sopero, cubiertos por una inundación de zumo de limón que cubre el contenido. Los sabores del marisco se van perdiendo bajo el aniego; apenas queda textura y una suerte de chirriar de dientes que -los exprimen demasiado; la economía es la economía- se mezcla con una sensación de astringencia paseándose por la boca. El loco cambia el limón por la mayonesa y tanto da, solo queda la textura; es el objeto de una pasión incomprensible. Tal vez lo lleven en los genes. Lo más llamativo es que en un país eminentemente vinícola, el limón sustituye al vinagre en las ensaladas y cuando al fin el vinagre llega a la cocina raramente es de vino.

 

Perú es la otra tierra del limón en esta Sudamérica tan necesitada -y tan poco propensa- de pensar y cuestionar lo que come, para intentar entenderlo y sentar las bases del cambio; no se trata ya de avanzar, tan solo para no quedarse en un pasado que nunca fue mejor. Es ese limón chiquito, firme y bravo que los castellanos llamaron lima, asociándolo al lugar donde lo cultivaron y fue mutando, en contraposición al limón que poblaba las cantinas de los barcos para prevenir el escorbuto en la travesía del Atlántico y las singladuras muy largas. Por aquí no se habla suficientemente de su papel hasta que el clima o la especulación agraria traen la escasez y el precio se dispara, pero si hay una seña de identidad en las cocinas del Perú es la del limón. Está por encima del mismo ceviche, de la palta, la lúcuma y casi del ají y la cebolla. También hay vino, cada día más, y los restos de la chicha traen el chichagre, condimento preferido en Arequipa y otras regiones de picanterías y por lo tanto chicha, pero no trasciende a las cocinas públicas.

 

Si se trata de limón, el Perú habla del ceviche; no es una preparación exclusiva pero la hemos incorporado a nuestro patrimonio. Imprescindible en otro tiempo para higienizar y normalizar el estado de un pescado afectado por la agresión combinada del tiempo, el calor y la humedad. Una técnica prescindible, o al menos cuestionable, cuando las líneas de frío son la norma -a veces en los barcos de pesca, habitualmente en el trasporte, siempre en los negocios- y los restaurantes que marcan el paso, que son los que sientan las bases para los avances culinarios y la adaptación de las tradiciones al tiempo que les toca vivir (¿por qué demonios tenemos que cocinar como nuestras abuelas si ellas nunca cocinaron como las suyas? Aunque las cocinas se parecieran, nunca fueron iguales), se aplican a ello. Lo veo en algunos (pocos) restaurantes reduciendo el limón a la mínima expresión, sirviéndolo sobre el pescado justo delante del cliente para que no afecte a la naturaleza del pescado: si quieres naturalidad y pureza de sabor, tendrás que ser avaro con el limón.

 

Hubo quien cambió el limón verde (la lima) por la maracuyá o el tumbo, también ácidos pero capaces de aportar matices, como los aportarían la naranja sanguina (acabo de gozarla en Argentina), el pomelo (toronja) la mandarina o el limón rugoso, pero los fundamentalistas de la academia les lanzaron sus anatemas. Hubo algunos personajes en la historia reciente de la cocina peruana que vivieron gracias a la cocina pero nunca llegaron a entenderla. Los pueblos árabes, que llevaron el limón al Mediterráneo lo entendieron hace siglos y se lanzaron a encurtirlo, en el camino para domarlo y obtener prestaciones reales.

 

Acabo de comer un plato de conchas crudas (vieiras, ostiones) con espárragos verdes en un restaurante limeño decidido a ir más lejos de lo que se acostumbra. Las láminas de la concha rodean un bouquet de espárragos verdes inmaduroscortados en brunoise. Alrededor, una crema de espárragos también verdes con un lejano recuerdo picante del rocoto serrano. La habilidad o la gracia del plato está en el contraste de sabores entre el amargor herbáceo del espárrago verde y las notas más clorofílicas del inmaduro, pero lo han condimentado con limón y el sabor se fue en la intriga. Limón para ocultar, limón para domeñar, limón para que nada sepa a lo que es, limón del pasado subvirtiendo los sabores de la cocina del presente. A cambio, vivimos a salvo del escorbuto.

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