No es necesario retroceder demasiado en el tiempo. Hace unas décadas, allá por los años 70, 80 y 90, los grandes restaurantes de Buenos Aires eran los bodegones y las cantinas, ejemplos cabales y comprensibles de la herencia inmigrante que bajó de los barcos a lo largo de la historia de este país.
Los bodegones eran la respuesta local a la cocina española; las cantinas hacían lo propio con los sabores italianos. La lista es interminable y variopinta: lugares emblemáticos como el histórico El Obrero en La Boca o Pierino en Almagro, el Albamonte de Chacarita o Chichilo en Villa General Mitre, entre muchísimos más. Todos compartiendo características comunes: platos generosos, precios económicos, sabores fáciles de origen europeo reconvertidos al gusto de la ciudad. Sean arroces con pollo, ravioles de seso y espinaca, cazuelas de cordero, carnes al horno, alcauciles en conserva o tortillas varias.
Más allá de que muchos de ellos siguen en pie, más allá que muchos siguen teniendo éxito, está claro que la gastronomía contemporánea se distanció de un modelo al que considera viejo y obsoleto. En el necesario camino por marcar una nueva época, los restaurantes modernos comenzaron a mirar con desdén las viejas tradiciones.
La rebeldía adolescente fue necesaria para marcar distancia, dándole la espalda a esos vetustos padres y madres gastronómicos, con menús infinitos, fotocopiados, que no hacían caso de las estaciones del año o de los pequeños productores. Pero hoy, tal vez, sea posible dar un paso más. Mostrar la madurez para entender qué estaba bien hecho y qué no, recuperando aquello que tanto nos gustaba. Ahí está Cantina Mandia para demostrarlo: una pequeña y bienvenida apertura de una familia que lleva el sabor porteño incrustado en su ADN.
“Mi familia es gastronómica de toda la vida. Como tantos otros, mis nonnos italianos llegaron a la Argentina en los años de la posguerra. En 1955 mi bisabuelo abrió Don Carlos, un bodegón en Billinghurst y Valentín Gómez. Sus primeros clientes eran los obreros y los vendedores que estaban en lo que era el Mercado del Abasto”, cuenta María Eugenia Mandia, socia junto a su hermana Franca de esta cantina. Aquel Don Carlos fue ganando fama: en los años 70 ya se había convertido en punto de encuentro de la farándula vernácula; allí iban el comediante Olberto Olmedo y la popular actriz a Susana Giménez, entre otros.
“Luego vendieron el fondo de comercio y fundaron un nuevo lugar, Luigi. Arrancaron en un local chiquito, pero por el éxito que tuvieron lo mudaron a un local más grande en Pringles y Estado de Israel. Luigi estuvo hasta 2015. Yo nací en 1980, así que me crié ahí, entre los platos de pastas que preparaba mi nonna”, continúa.
María Eugenia lo entiende: la gastronomía de esas cantinas pertenecía a otra época. Cuando cerraron, contaban con mozos que llevaban 40 o 50 años trabajando allí. Recuerda a su abuela amasando los fusilli al fierrito y recuerda a su padre sentado en la caja registradora. “Mi nonna tiene ahora 92 años y trabajó hasta el último día. Adentro tiene 70 años de gastronomía”.
Más allá de tanta herencia, María Eugenia no imaginó ser gastronómica. Estudió administración de empresas, trabajó en el mundo corporativo, se alejó de los fuegos y del frenesí del servicio. “Un día la vida me dio un sacudón, pensé cómo seguir, qué hacer. Y comprendí que lo que me gustaba era esto, la cocina. Yo había estudiado gastronomía como hobby, siempre me consideré una buena comensal. Empezamos buscando un local pequeño pensando en una rotisería o algo parecido. Luego, el proyecto nos fue empujando para más. Lo que se me venía a la cabeza era eso, mi nonna amasando, el aroma de su salsa de tomate. Por eso la llamamos cantina”.
Dicho todo esto, Cantina Mandia es claramente un restaurante joven, imposible de confundir con los viejos bodegones y cantinas porteñas. Entiende de guiños contemporáneos sin perder por eso su identidad tradicional. El local está en Colegiales, barrio que viene creciendo bajo el prejuicio de un consumidor hipster: jóvenes barbudos, chicas con gorra de lana, ambos con lentes de carey gruesos. Abundan las cafeterías de especialidad e incluso la zona tiene su propio apodo, Chacacolegiales, que aúna este barrio con el de Chacarita.
Mandia logra lo que pocos: allí van esos consumidores arquetípicos entre sus 20 y sus 30 años, pero también van familias enteras; van grupos de amigos y van jubilados con tiempo para un buen almuerzo. El local es chico por dentro; añade un patio que duplica su capacidad y, los fines de semana, una vereda con más mesas, alcanzando en total los 50 comensales. El jardín fue diseñado por una paisajista, las paredes muestran trabajos de ilustradoras argentinas mezclados con fotos de las viejas cantinas. Abre de mediodía y suma las noches de viernes y sábados.
Una cocina conocida
Con dos cocineras con experiencia a sus espaldas (Laura y Mecha, una venía de trabajar con Narda Lepes, la otra en el restaurante Catalino y en España), María Eugenia pensó una carta corta y fácil de manejar, con platos conocidos y muy sabrosos. A la distancia se suma Eleonora Jezzi, sommelier que armó la carta de vinos. Que sean todas mujeres, en la cocina y servicio, no es casualidad: “En la época de mis abuelos, los hombres estaban al frente, las mujeres siempre atrás, en la producción. Para mí este giro es importante”.
Los platos recorren nostalgias varias pero sin lágrimas. Y todo con precios muy cuidados, posibles para el día a día de una Argentina en crisis. “Hay gente que viene tres o cuatro veces por semana. Eso es algo que nos gusta; si fuéramos más caros, sería imposible”.
Para arrancar hay fritelle saladas de ricota y hierbas, crujientes, ligeras y ricas. Las zeppole salen con una putanesca ligera y los hongos a la provenzal cumplen con lo que prometen. Los fines de semana colocan en un mostrador raciones para pedir a gusto: ciambotta, caponata, porotos con criolla de hinojos asados. De principales, hay una muy buena milanesa de pollo, unas reconfortantes albóndigas con salsa de tomate, una pascualina bien hecha.
La especialidad, se dijo, son las pastas: gruesos fusilli al fierrito con fileto (con sus más de 90 años a cuestas, la abuela fue en persona a mostrar cómo hacer ese fileto), cavatelli con pesto de brócoli, unos golosos tortellini de queso con manteca y espinaca, entre otros. Hay aspectos para mejorar: a las croquetas de papa les falta brillo (la salsa picante que acompaña no es suficiente para dárselo), a la carne al horno le vendría bien más colágeno, pero la gran mayoría de los platos son muy sabrosos, en porciones generosas. Almorzar en Cantina Mandia arranca en los 12.000 pesos argentinos (unos 9 dólares estadounidenses), y cada mediodía se suma un plato especial por menos de 10.000.
La carta de vinos es una muestra del espíritu de Cantina Mandia. “Arrancamos con una persona que nos ayudaba, pero armó una carta que dejaba a mucha gente afuera. Yo quiero que venga el joven de Colegiales y encuentre lo que le gusta; y quiero que venga mi tío y también encuentre una botella para él. Por eso llamamos a Eleonora”, explica María Eugenia.
“Para mí es lógico”, agrega Eleonora. “¿Cómo no voy a tener vinos para todos, si hay muy buenos vinos con distintos estilos? Al mundo de los platitos, de los vinitos de baja intervención y todo eso, le está pasando la ola. No podés ser solo eso. Hay vinos riquísimos más tradicionales que jamás dejaría de lado. Con menos diversidad, terminás perdiendo”,
dice. Así, el menú ofrece un JiJiJi Chenin Blanc, un Pielyhueso Naranjo, un Alpamanta Campal, y también un Mountfleury Pinot Noir, un Finca Ambrosía Viña Única, entre otros, arrancando en los 13.000 pesos argentinos (unos diez dólares) la botella.
“Tengo una historia muy particular”, dice María Eugenia. “Tengo la tradición de mis abuelos, que me enseñaron a comer de chica. Pero tengo también mi experiencia como comensal en Buenos Aires. Eso me dio flexibilidad para pensar las cosas a mí manera. Eso sí: no me toques los fusilli, porque ahí sí, te mato”.
Cantina Mandia entra en un grupo de restaurantes que, con distintos precios, ofertas y personalidades, están mirando atrás para dar sus pasos adelante. El Preferido de Palermo, Los Galgos, Yiyo El Zeneize, Bodegón Olivera, MN Santa Inés, Condarco, Argot Café y otros. Y lo hace no como una pose o una estrategia de marketing, sino como un modo honesto de recuperar su historia en este presente.