A Sofía Sanz la dopamina se le enciende en las cimas aragonesas que alcanza en su tiempo libre, lejos del amplio-amplísimo comedor de Gente Rara. Aun así, su atención revela un disfrute y defiende la sala con la misma tenacidad con la que asciende laderas. A Cristian Palacio, su marido y la otra mitad del restaurante, el chute se lo da el acabar un servicio: “El hobby de Sofia es la montaña. Yo tengo la suerte de que el mío sea este”. Y extiende los brazos en abanico.
Señala la barra que rodea la cocina, corazón de la sala, con sus lineales de trabajo en los que media docena de jóvenes revolotea. También el resto del espacio, antes taller mecánico, ocupado por apenas cuatro mesas alejadas entre sí; la cava de vinos, ojo vigilante desde lo alto, con más de 500 referencias seleccionadas con cuidado y curiosidad por el sumiller Félix Artigas, una de las piedras angulares del equipo.
La pareja se conoció en el restaurante del balneario de Panticosa asesorado entonces por Pedro Subijana. Pasaron por Mallorca, por Mugaritz, casi sin quererlo, por la jefatura de cocina de la bodega Barahonda, en Yecla, Murcia, donde consiguieron un sol Repsol. Resulta que la saudade aragonesa existe, así que ocho años después decidieron emprender, ya con su hija, el camino de vuelta a Zaragoza y asentarse en aquella ciudad de la que habían querido huir.
2020 parecía el año ideal para abrir el restaurante que habían imaginado. “Las previsiones para la hostelería eran estupendas y encontramos este local que nos podíamos permitir. Y bueno, todos sabemos lo que pasó entonces”. La pandemia nos cayó encima como una DANA.
Amainada la tormenta, aún las nubes en el horizonte, abrieron con timidez en este barrio a apenas 10 minutos del centro que hasta hacía muy poco se calificaba de conflictivo. Hoy está plagado de nuevas edificaciones, de locales como este o como el del supermercado cooperativo que les acompaña en la misma calle y del que se sirven. Su echar de menos Zaragoza se transformó en una obsesión por reivindicar el producto aragonés, su recetario e incluso técnicas tradicionales casi olvidadas como las de la cocción con cera (llegará un jugoso salmonete cocinado en mesa de esta forma) o barro.
Y entonces, los titulares
A los 6 meses ya tenían un sol Repsol. A los 6 meses ya tenían una lista de espera de 6 meses. Al año, de un año. “El habernos atrevido a abrir en pandemia nos ayudó. Salíamos en las noticias. La cuestión de que fuera difícil reservar, tenemos un aforo de 115 personas y servimos solo a 20, puede que influyera en las expectativas”, intenta explicar el cocinero. Es una de sus obsesiones, la de cumplir con ellas sin renunciar a la libertad que buscaban y que les da su nombre.
Después llegó la estrella, “un sueño, no un objetivo”, al igual que la posibilidad de la segunda, que tampoco lo es: “Bastante tenemos con el de sobrevivir cada día”. Cuenta que pronto solo se podrá reservar a tres meses vista como máximo, que cerrarán más noches para poder compartirlas con su hija y así seguir mejorando las condiciones laborales de su gente. “El mundo ha cambiado”, dice con naturalidad acodado en la barra mientras desfilan ante nosotros algunos de los 30 bocados de Lunático, su último menú degustación largo.
Cristian tiene cuarenta años y también algo de niño. Por eso, quizá, haya un consomé de madre en su menú. Por eso, quizá, aquí y en esta temporada, se empiece por los postres.
La cara dulce del lunático
Un bombón de chocolate negro con liquen, un cannoli (en realidad piel crujiente de tupinambo) de crema del tubérculo o un buñuelo de masa de Donuts relleno de carrillera de ternera son algunos de los aperitivos que se sirven en la antesala de Gente Rara y que se mueven, tanto en su estética como en su sabor, en el mundo de la pastelería. Destaca por su sorprendente delicadeza un estupendo craquelin de sobrasada de cerdo de la raza Latón de La Fueva (puro Alto Aragón) con queso de cabra d´Estrabilla (Huesca).
Ya en mesa, continúa el camino del azúcar en la sangre. La culpa la tienen los experimentos que están realizando sobre la degradación enzimática. El resultado de uno de ellos es un gel dulce de palomitas de maíz que se unta con un esponjoso pan brioche y que estaba pensado para ir en el capítulo de postres. “A partir de él surgieron varias ideas para trabajar con el maíz aragonés y nos preguntamos por qué no podíamos servirlos al principio”.
Avisan a la entrada: “Este es un recorrido de lógica contradictoria, sin orden ni cronología”. Algunas de esas ideas son un estimulante cóctel de gazpacho de maíz o un menos interesante Magnum de maíz ensartado en una ramita de esas de juguetear con las hormigas. Esta fijación por la glucosa coincide, además, con la adhesión al equipo del joven Aaron Melero, formado en el lamentablemente desaparecido Espai Sucre de Barcelona. De hecho, se vislumbra la influencia de Jordi Butrón en esta primera parte del menú que convierte el restaurante en pastelería.
Hay una segunda. Tras una aristocrática tarta de tartar (una erre para conciliar dos mundos) de trucha con sus huevas, el marcador se vuelve a poner a cero.
El paladar, algo saturado ya del dominio azucarado, aplaude ante una castiza tabla de embutidos elaborados por ellos mismos -de nuevo la experimentación y una estupenda cecina de corazón de ternasco- que abre la puerta a que Lunático muestre su segunda personalidad. Pasamos del artificio a la naturaleza. Lo que sigue es la tradición aragonesa puesta al servicio de la cocina libre de Cristian y Sofía.
Lunático, segunda parte
Ahora les tocará el turno a unas alubias blancas (algo planas) de Muniesa con un pilpil de merluza, almejas y borraja como el tradicional arroz. Un plato introducido “para ayudar al productor, que solo cuenta con dos hectáreas de este cultivo. Son un producto de futuro por el poco agua que necesitan”. También una ostra con escabeche de cítricos que sorprende por servirse fría o un rabo de cordero sobre pasta de calabaza, a un sencillo y sabroso rancho aragonés que llega como si lo mereciéramos, aunque no hayamos movido un dedo trabajando en el campo.
Del cielo de esta tierra ya había llegado antes un pase de pichón en tres versiones elegante y sensible, que parte del recuerdo de los bares del pueblo oscense de la familia del cocinero. Un corte de pata de pichón rellena de sus propios interiores, una anchoa sobre cama de mantequilla (inspirada en la de Cenador de Amós, se agradece la referencia) que es en realidad una pechuguita del ave curada en jugo de anchoas y que se les asemeja mucho en salinidad y textura, y un tartar delicado de los restos de la carne del pichón siguiendo su política de total aprovechamiento de las piezas. Acompaña un culín de brandy Terry embotellado en los 70 que los abuelos no perdonaban tras las mañanas de caza.
Confiesan que cierto barroquismo en las presentaciones nace de “querer salir de lo que está de moda” y que siempre hay una crítica velada en sus platos. Por eso desconcierta el pase minimalista de velo de calamar, blanco como su sabor, apenas templado. La jugada consiste en que después le sigue el mismo molusco trabajado con los mismos ingredientes en una versión de más muñeca. Otra dualidad. “Aquí se trata de elegir si eres más de Ángel León que de Arzak”, bromea. “No estamos criticando algo que nosotros mismos no hayamos hecho”, añade, “estamos en contra de muchas cosas, pero también vamos en contra de nosotros mismos para no estancarnos”. Y, en la mesa, Arzak gana por goleada.
Cocinar y volver a cocinar
La frescura de su equipo no les quita profesionalidad. Además, saben perfectamente qué quieren contar al comensal y cómo quieren hacerlo. Aunque Gente Rara parta “de querer hacer lo que nos dé la gana”, en ningún momento se olvidan de quien se sienta a comer. De hecho, Palacio participó junto a el coctelero Borja Insaen el desarrollo de la mesa sensorial, herramienta de inteligencia artificial que analiza las emociones de los comensales tras probar ciertos platos según la presentación que se hace de ellos.
Lo aprendido lo pone en práctica cada miembro del equipo, ya sea de sala o de cocina, que se acerca a la barra. También Artigas, cuyo maridaje es una experiencia en sí misma (cuesta lo mismo que el menú degustación, 110€) al plantearla como un viaje de las uvas por distintos territorios. Así, cada pase va acompañado por tres tercios de copa, una siempre de origen aragonés, que permiten comparar los efectos del suelo, del clima y de los métodos de elaboración en los vinos. Mucho chardonnay y mucha garnacha como en la tierra que pisan. Pequeñas producciones, añadas con solera y distintos continentes juegan un partido amistoso al que se añaden, además, bebidas fermentadas como una cerveza de enebro o una kombucha de café, limón y clavo.
La pastelería queda lejos cuando llega un obsceno carro de quesos y vuelven los postres en un bucle espacio-temporal.
Se llaman Gente Rara, pero son solo trabajadores comprometidos con su oficio, con el equipo, con su entorno y con el comensal.¿Es ese nombre, junto al de Lunático, un comodín para justificarlo todo en su cocina?¿Importa? A veces las narrativas estrechan el camino de la cocina y las nomenclaturas ahogan a un comensal que solo quiere comer bien. “Nos gusta experimentar y aprender, si no nos aburriríamos, pero nuestro lema es ‘cocinar y volver a cocinar’. Nos gusta la libertad, aunque para nosotros el sabor siempre está por encima de todo”.