Vuelvo a un Costanera 700 remozado por dentro y por fuera. El restaurante levantado por Humberto Sato, uno de los padres fundadores de la cocina nikei, mantiene su presencia cuatro años y medio después de su fallecimiento, con una carta fiel a los orígenes y un comedor actualizado. No encuentro rastro del cambio que quiso protagonizar Yaquir, hijo de Humberto, hace seis o siete años y no me disgusta que sea así, sin referencias en la carta a ‘conchas vivas’ (las mantenía en un vivero y se traducían, por ejemplo, en unos bizarros raviolis… de conchas vivas) y cosas así que resultaron transitorias. Mirando al negocio, no es recomendable cambiar lo que funciona, aunque en ocasiones no concuerde con las ideas culinarias de los influencer de confianza. Fueron unos años con más estímulos externos que realidades internas.
Humberto Sato fue el representante más conspicuo de los herederos gustativos de los migrantes japoneses, llegados al Perú a finales del XIX. Ocupó una posición intermedia entre Minoro Kunigami, creador de La Buena Muerte en los 50 y la generación, definitivamente nikei -la aplicación del término a la cocina arranca prácticamente con el siglo- encabezada por Mitsuharu Tsumura. Muchos adjudicaron a Sato la invención del tiradito, nacido del encuentro entre las tradiciones culinarias llagadas de japón y las oportunidades que ofrecía la despensa local: las formas del usuzukuri presentado con nuevos compañeros de viaje, empezados por la crema de ají amarillo.
El tiradito sigue brillando en la carta de Costanera 700. Sea con lenguado o corvina, con la tradicional crema de ají amarillo o el más actual shoyu, acompañado con aceite de oliva virgen extra. Funcionan sin tacha, basados en el frescor del pescado, la tradición del corte laminado y la elección de los condimentos. Se aventura que el plato lo pergeñó Sato, aunque no sé bien si apareció ya en el comedero inicial, en el mercado de la Parada, en el primer Costanera 700, en San Miguel o el actual, en uno de los malecones de Miraflores, con el mar al otro lado del pequeño parque que tiene delante.
La carta del restaurante sigue tan prolífica como siempre y tan fiel a los principios que la enlazan con la cocina del mar desde una mirada múltiple. Alrededor de cien platos que van tocando uno por uno casi todos los palos del espectro marino, con alguna incursión en el universo cárnico. Hay cocina directamente nikei -del tiradito al pulpo al olivo-, muestras del purismo japonés, pescados al wok o arroces chaufa representando la cocina chifa, propuestas de aires criollos y algunas incursiones en el recetario español: paella de langosta, lechoncito (cochinillo al estilo segoviano) o pescados a la sal. Los dos últimos son dos de los grandes referentes de la cocina de Costanera 700, sobre todo el pescado a la sal, al que es frecuente ver recorriendo las mesas envuelto en llamas. Rocían la costra de sal con alcohol y le prenden fuego. Es inicuo -salvo para pelucas y pelambres-, no afecta a la naturaleza del pescado, y resulta llamativo.
El volumen de la carta es un bagaje que se antoja demasiado pesado en algunos pasajes. La costumbre te acaba llevando a dominar los platos que ejecutas a diario… o a desviarlos definitivamente. Es un arma de doble filo en cuyas consecuencias merece la pena pensar, para ordenar la oferta y perfilar los horizontes de tu cocina. El exceso siempre trae consecuencias.
De alguna manera, veo esta carta dividida en dos partes. La del producto no ofrece ningún tipo de dudas: calidad en la mercancía y parquedad y fidelidad al modelo en las preparaciones. El cebiche de conchas negras -moluscos criados en el manglar- se desempeña como es de esperar: molusco expresivo y leche de tigre punzante para un resultado que siempre estimula. Lo mismo sucede con los erizos
En la misma línea, pero en un entorno marcadamente elegante, distinguido y confortable, se manejan los caracoles a la piedra. Los mejores que he tomado en Lima, por encima incluso de los del legendario Toshiro Konishi. Son grandes caracoles marinos, domesticados con una larga cocción en shoyu y mirin. Resultan tiernos, distinguidos y demandantes: siempre piden más.
La chita a la sal (Anisotremus scapularis; también pargo chileno) es la estrella de la fiesta. Administran sin dudarlo los principios básicos de la receta: la condición del pescado, sin cortes ni fisuras para evitar la pérdida de agua en contacto con la costra de sal, los puntos de cocción y el servicio ante la mesa, sacando los filetes al plato sin restos de espinas, piel o escamas. Un hilo de aceite de oliva sobre el pescado hace el resto.
Hace tiempo que no pruebo el lechoncito, pero si no ha virado se ajusta a lo que se espera de la preparación segoviana.
Los problemas asoman cuando entran en terrenos más equívocos y pretenciosos, o menos frecuentados. Por ejemplo, una uña de cangrejo alrededor de cuyo esqueleto han construido una farsa de langostino prensada y compacta, y después rebozadas y frita, que acaba resultando un mazacote sin gracia. Necesitaría una cocción larga en salsa, como si fuera una albóndiga marina. Lo mismo sucede con el que llaman langostino Tokio, que resulta una consistente albóndiga, humedecida con una sorprendente salsa dulce de naranja que no he llegado a entender.
Acabo con el wok de corvina salteada con papas fritas. Es un disparate, usaron cortes lagos y estrechos, los pasaron por harina y no hicieron su trabajo, que era saltearlos (poco) en fuego muy vivo, para darle el sabor y el color del wok, pero quedaron pasadas de cocción y lacias. El arroz chaufa de verduras que lo acompaña es anodino y no resuelve nada. La pregunta es simple: ¿Por qué un pescado recocido aparece en una carta llena de pescados crudos?
No hay mucho más. El servicio está atento y se maneja con corrección, el café es bueno y la carta de vinos resulta inmisericorde.