Dentro del gran crisol de cocinas del mundo que es Madrid, la francesa es extrañamente uno de las que nunca ha acabado de cuajar del todo, la francesa. Ha habido y hay grandes restaurantes con toques afrancesados, como Zalacain o Arce, pero nos referimos a propuestas galas al cien por cien. En la memoria quedan El Comité, la fallida aventura del gran Le Divellec en el Hotel Villamagna… y poco más. Hasta hace un par de años, el único representante genuino del vecino del norte era Lafayette, en el barrio de Las Tablas.
Fue entonces cuando los francoespañoles Miguel Ángel García Marinelli y Stéphane del Río desembarcaron en el corazón del Madrid de los Austrias, a dos pasos del Teatro Real y a tres del Palacio Real, para abrir un bistrot de manual, La Bistroman Atelier. Venía a ser una versión ampliada y más ambiciosa del Le Bistroman original, ubicado en El Corte Inglés de Puerto Banús. El local elegido fue el que antaño ocupara el estrellado Candela Restó, del chef Samy Ali Rando (que ahora ejerce en Doppelgänger, en el Mercado de Antón Martín), en el que se mantuvieron las paredes de ladrillo visto y que, con el añadido de flores y candelabros antiguos, luce ahora un aire romántico que evoca lejanamente la Provenza.
En la carta no falta ni uno de los platos que uno esperaría encontrarse en un restaurante del Boulevard Saint Michel parisino: ostras, paté de campaña, caracoles rellenos con persillade, quiche forestiere, sopa de cebolla con queso comté, steak tartare de solomillo, onglet con salsa bordelesa, magret de pato a la parrilla… Más canónicamente francés, imposible.
También hay propuestas que se salen un poco de lo esperable. Por ejemplo, una terrina de salmón marinado 48 horas en soja y luego ahumado, a la que acompaña una picantita salsa de raifort (raíz de la familia del wasabi) de mojar el pan de centeno que llega como guarnición. O los puerros asados con salsa holandesa, láminas de foie-gras y esa peculiar trufa húngara de verano que aporta al conjunto inesperadas notas dulzonas, provocando un sorprendente contraste. O los ravioli de brandada con caldo de bullabesa muy reducido y pieles fritas de bacalao, una intensa explosión de sabor marino.
A propósito de la bullabesa. Aunque no está en carta, ofrecen la posibilidad de servirla por encargo, igual que otras recetas clásicas que requieren elaboraciones complicadas, como el solomillo Wellington o el lenguado a la Meuniére.
Como apunta Stéphane Del Río, de vez en cuando les gusta proponer platos fuera de carta que se atengan a la estacionalidad y permitan que el equipo de cocina se divierta un poco, saliéndose del sota, caballo y rey. Como estamos en otoño, las setas y la caza son protagonistas. Las primeras, representadas por unos ceps (boletus) con huevo a baja temperatura, jugo de carne y puré de topinambur. Una combinación casi adictiva en la que sobresale el sabor ‘alcachofado’ del tubérculo. En la parte cinegética, pato azulón de tiro asado, ahumado directamente con soplete en la sala, servido sobre jugo de sus carcasas con naranja, mostaza y bergamota, perfecto de punto (es decir, muy poco hecho), y con un estimulante juego entre el toque ahumado y la acidez de la salsa.
Llega el momento de pasar al postre… Un momento, que estamos en un francés comme il faut, así que antes del dulce es el turno del carrito de quesos, en el que se ofrece una decena de variedades, todos del Hexágono, faltaría más, para componerse una tabla al gusto. El comté de 24 meses es una locura pero el afinado del camembert roza la perfección. Para acompañar, ensalada de lechuga con nueces.
Ahora sí, toca el remate dulce, que realmente es más ácido que dulce: suflé de limón con helado de violeta. A la pregunta de si la violeta es un guiño a Madrid, porque quizá sea la flor más castiza (a escasa distancia del restaurante está la tienda centenaria La Violeta, con sus celebérrimos caramelos), el chef explica que también es muy típica de París. Algo teníamos que tener en común los madrileños y los parisinos…
La parte líquida merece extenderse. Prácticamente todos los vinos son franceses, excepto media docena de etiquetas españolas que comparecen en carta bajo el epígrafe, no exento de cierta ironía, Vinos nacionales con acento francés. Naturalmente, los champagnes son los principales protagonistas. Por lo que se refiere a los destilados, todos, absolutamente todos, están elaborados en Francia, desde los imprescindibles cognac, eau de vie y calvados hasta el vodka, el whisky, la ginebra o, incluso, el ron… porque no olvidemos que la isla caribeña de Martinica es parte de Francia.
Para terminar, hay que volver al principio, concretamente al aperitivo. Si de gastronomía francesa hablamos, nos faltaba uno de sus puntales, la mantequilla. Y la que llega como abrebocas es excepcional, procedente de una factoría lechera de Pamplie, al norte de Burdeos, a medio camino entre La Rochelle y Poitiers, que sólo trabaja para hostelería. El único problema que tiene es que hay que ser muy comedido con ella, para que no acabe convirtiéndose en plato único, que después hay mucha faena por delante y vale mucho la pena.