Las ostras de Casma en El Pez nuestro de cada día

Consideradas un pequeño lujo en la mayor parte del mundo, las ostras son el convidado ausente en la mesa peruana. Aurelio Exebio y su cevichería, las impulsan desde el corazón de Surquillo.

Javier Masías

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“Nada aquí es gourmet, salvo el afecto”, me comenta Aurelio Exebio, de 65 años, cuando le pregunto por sus ostras de lujo. “El producto es tan bueno que no tengo que hacer demasiado para que funcione. Mi cocina es muy sencilla, pero la hacemos con mucho cariño”, refiere.

 

En su restaurante, El pez nuestro de cada día, el menú es brevísimo pero suficiente en extensión. No se le puede pedir más a este huequito en el centro de Surquillo, un barrio popular rodeado por distritos de mayor capacidad adquisitiva y alquileres mucho más altos. Su sala es de veinte metros y su cocina aún más pequeña. La carta tiene seis platos del repertorio marisquero nacional, tres ceviches y su principal diferencial: ostras del Pacífico servidas de siete maneras diferentes.

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Aurelio Exebio en la puerta del restaurante. Foto: A. Exebio.

Don Aurelio las ofrece acevichadas (con leche de tigre y cebolla brunoise), a la chalaca (con un picadillo de cebolla, tomate, ají y culantro), gratinadas (con pasta de ajo, mantequilla, mozarella y parmesano), con salsa mignonette (cebolla encurtida en vinagre de vino tinto) y carretilleras, bautizadas así porque usan la misma fórmula con la que las carretillas hilvanan el sabor potente de los pescados que usan para su ceviche -jurel, antes cojinova-, desde hace al menos 50 años: kión o gengibre, apio y chicharrones crujientes de pota o calamar gigante. Hasta aquí preparaciones que no permiten que el sabor del producto principal resalte, pero muy acordes con el paladar popular nacional.

 

También las ofrecen como las prefieren los puristas, cada vez más numerosos, al natural y a la parrilla. En el primer caso, unas gotas de limón exacerban la magia de su exuberancia impúdica. En el segundo el proceso es más complejo. Puestas sobre las brasas de una parrilla improvisada en plena calle, en algo recuerdan a las ostras al vapor que se comen en Asia. Van cerradas, y con una escobilla de panca de choclo, como la de los anticuchos, se extiende una mezcla de aceite de oliva y vegetal que envuelve al bivalvo en fuego. La ostra toma temperatura por dentro en sus propios jugos, pero se va abriendo imperceptiblemente, lo suficiente para que el humo del carbón ingrese y saborice. A la primera señal de que esto ocurre, casi cruda, está lista. Se termina de abrir a mano, fuera del fuego, dando lugar a una fiesta de aromas. El sabor está concentrado y a pesar de lo rudimentario del proceso, se siente controlado, parejo.

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Las ostras se pincelan sobre la parrilla. Foto: @foodfreaksla.

Un día se quedó sin conchas negras para el ceviche de un amigo y se le ocurrió completarle el plato con ostras, una improvisación que vuelve loco a quien la prueba. Cuando le pregunto por qué funciona tan bien, Don Aurelio responde que tiene que ver con el tamaño de su negocio. “Abrimos la ostra y la concha negra al momento, lo cual no es viable en restaurantes más grandes”, explica. “La concha recién abierta tiene un aroma mucho más potente, y el jugo cae directamente sobre el picadillo de cebolla que se va a llevar a la boca. No llevan el fondo encubridor con el que completan los restaurantes el jugo natural que desperdician al abrirlas con anticipación. El bouquet aquí está completo, natural”.

 

Al principio le costaba venderlas. En el Perú muy poca gente las consume. Los restaurantes que habían probado con ostras silvestres, de extracción artesanal, no las retenían demasiado tiempo en la carta porque el sabor yodado repelía a la clientela. Las que utiliza el señor Exebio son diferentes

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Por más que se las conoce comercialmente como ostras del Pacífico u ostras japonesas, pertenecen a un género distinto, lo cual da pie a excepcionales confusiones. Antes conocidas como crassostrea gigas, y reclasificadas en 2014 por los científicos como magallana gigas, pertenecen a la familia ostreidae y no ostreaque es a la que pertenecen las ostras. Por ello, bivalvos similares en apariencia y tamaño se comercializan como ostiones en España (donde se incentiva la venta de la magallana gigas por considerarse una especie invasora) y Colombia (donde circula la crassotrea virginica) y se distinguen de las ostras, pero en el mundo anglosajón se conocen todas como oysters, práctica que se ha normalizado en Perú, donde son las únicas que circulan en los restaurantes, aunque de menor calibre que las que emplea Don Aurelio. Hace un año se intentó comercializar ejemplares de ostrea europeas, pero el alto precio limitó su venta a la esfera privada.

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Ostra mignonette. Foto: @foodfreaksla.

Las que sirven en El pez nuestro de cada día son de semilla japonesa, cultivadas en Casma, en el norte del país. No son ostras de piso sino de malla, y como cada malla recibe su propio alimento, los acuicultores monitorean su desarrollo y crecimiento de manera minuciosa. De forma programada se testean los niveles de yodo y cadmio, con el fin de cuidar sus estándares sanitarios y gastronómicos. El mar peruano favorece el tamaño más grande pues su riqueza hace que crezcan rápido y con un costo no demasiado mayor.

 

“Son ostras a la espera de certificarse para exportación”, me comenta. Ingresan tres veces por semana a la cocina, y en promedio son 50 docenas semanales, un número en franco crecimiento. Cien ostras casi diarias que se acaban casi siempre. “Si les cuentas a los comensales las bondades de tu producto, funciona”.

 

El barrio también ayuda. “Decidimos abrir en Surquillo porque estamos al centro de todo. Desde aquí puedes llegar a cualquier lado y el público te busca de Miraflores, San Isidro, Surco o San Borja, y cuando el consumidor peruano le dicen que el producto es bueno y único, viaja adonde sea”.

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Ostra a la parrilla. Foto: @foodfreaksla.

Tiene razón. El negocio todavía no es demasiado conocido, pero es normal escuchar en sus mesas que alguien lleva a alguien más por primera vez, un amigo al que se le presenta este huarique como un secreto revelado, un chiquillo impresionando a la novia con su curiosidad culinaria, un grupo de treintañeras explorando algo que definen como diferente.

 

Mito y misticismo se encuentran en este tipo de descubrimientos. Las treintañeras de la mesa contigua me recuerdan a la famosa Chica de las Ostras, una mujer prehistórica que, atraída por su sabor sugerente y salino, aprendió a predecir en la expresión de la luna, el advenimiento de las mareas bajas que le permitirían recolectarlas hace 164.000 años. La noticia enloquece a los antropólogos evolutivos desde que la encontraron en su cueva de Pinnacle Point, Sudáfrica. Pero prefieren pasar por alto que los homo sapiens del siglo XXI sigamos celebrando estos hallazgos.

 

Anuncian ampliación con la promesa de vender ostras con vino blanco o espumantes.

 

Foto apertura: @foodfreaksla

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