Borchardt, el comedor de Alemania - Redacción

Redacción

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Las apariencias engañan, dice el refrán, y también los críticos se pueden equivocar, sobre todo si tienen que emitir un juicio en el complejo y variado arte de la gastronomía. La literatura de referencia, como pueden ser la famosa Guía Michelin y Gault Millau, por citar dos productos que gozan de fama y prestigio, es severa a la hora de otorgar sus estrellas (Michelin) y su puntuación (Gault Millau) y raras veces se equivoca cuando se refiere a la calidad de la cocina o a las habilidades del chef para crear nuevos bocados.

Por lo general, los restaurantes que merecen las más altas distinciones de estas dos biblias gastronómicas son los más famosos en sus respectivas ciudades gracias a la calidad de la cocina. Pero la fama no siempre es sinónimo de calidad, ni tampoco una garantía para recibir halagos de los críticos anónimos de Michelin y Gault Millau, una ley no escrita que tiene una versión real en Berlín, donde hace 18 años abrió sus puertas el restaurante más famoso de la ciudad y, posiblemente, de toda Alemania: el Borchardt.

«Usted come en un restaurante con techos altos, grandes columnas y un ambiente agradable en su terraza interior», señala la Guía Michelin, que sólo distingue al local con un tenedor y no hace una sola mención a la carta, ni a las especialidades del chef. Gault Millau, en cambio, premia la calidad de la cocina con 13 puntos de un máximo de 20 y tiene el acierto de revelar al lector y posible cliente el secreto de la fama de este local. «Lo más importante en este famoso restaurante son los comensales y las mesas que ocupan. Los expertos saben que aquí hay muy pocas mesas nobles y que nadie se interesa por la calidad de la comida», señala la guía.

¿El restaurante más famoso del país, un local donde nadie se interesa por la comida y que seguramente jamás recibirá una estrella de la Guía Michelin que premie la calidad de su cocina? Es cierto, el Borchardt debe de ser el único restaurante de Alemania que ejerce una magia magnética para atraer a todos los personajes más famosos que viven en la capital del país o la visitan, sin necesidad de tener que ofrecer una cocina exquisita, ni tampoco un ambiente de lujo.

Ver y ser visto

El restaurante, en cambio, ofrece un espectáculo diario que comienza al mediodía, dura por lo menos unas doce horas y se repite todos los días del año, con los propios comensales como protagonistas. No existe ningún otro local en todo el país que reúna a tantos prominentes cada día y que sea mencionado con tanta frecuencia en la prensa. ¿Qué otro local en Alemania puede presumir de acoger bajo su techo a ministros, jefes de gobierno, estrellas de Hollywood e incluso un famoso candidato a la presidencia de Estados Unidos que se convirtió en el actual inquilino de la Casa Blanca?

Por esta puerta ha pasado la flor y nata mundial...
Por esta puerta ha pasado la flor y nata mundial...

Leonardo DiCaprio, Jack Nicholson, Cate Blanchett, Nicolas Sarkozy, Gerhard Schröder, Angela Merkel, Hillary Clinton y Barack Obama han comido en el Borchardt. Nadie sabe si disfrutaron de la comida, pero todo el mundo tiene claro que las estrellas de Hollywood que pasan por Berlín no dejan de comer o cenar en el local ubicado en el número 47 de Französische Strasse, en pleno corazón del renovado Berlin Mitte.

«La gente acude al Borchardt para ver y ser vista», dice un periodista alemán que frecuenta el restaurante desde que fue inaugurado. «Cuando como en el Borchardt me ahorro varias citas. Aquí encuentro a todos», solía decir Stefan Aust cuando era director de la revista ‘Der Spiegel’. El restaurante, es cierto, se convierte a mediodía y por la noche en un desfile de personalidades y un inédito templo de vanidades, donde el grado de importancia de los comensales se mide por la mesa que ocupan y las miradas que convergen en ella. La prensa alemana bautizó el local como «el comedor de la República», por sus clientes. Al mediodía, las 180 plazas del restaurante están ocupadas en su mayoría por políticos, hombres de negocios, periodistas y algún que otro turista despistado que tuvo suerte de encontrar una mesa. Por la noche, se sientan a sus mesas los famosos del espectáculo, las estrellas del periodismo y los ejecutivos prominentes que festejan los éxitos de la jornada.

Tal como anotó la guía Galt Millau, pocos comensales se preocupan del contenido de los platos y los clientes no necesitan consultar la carta para ordenar la comida. La carta del Borchardt no es extensa, ofrece cada día un menú diferente por 32 euros y casi todo el mundo pide el plato más famoso del local: la Wiener Schnitzel, que no es otra cosa que un escalope de ternera empanado del tamaño de una oreja de elefante. Ciertamente, la máxima atracción del Borchardt, que explica también el formidable éxito del local, son los propios comensales y su extravagante diversidad. «Lo más importante de un restaurante es la mezcla», suele decir Roland Mary, el propietario, cuando trata de explicar el origen de su éxito. «Al Borchardt vienen rusos y americanos, peluqueros y políticos, filósofos y actores. Este es el secreto de la gastronomía».

Es posible, pero el Borchardt también debe su éxito al espíritu aventurero de su dueño, que tuvo la visión de apostar por un proyecto en una zona de Berlín que hace 20 años era casi un desierto. Roland Mary era entonces el exitoso propietario del restaurante Shell, en la Savignyplatz del barrio de Charlottenburg, cuando la ciudad aun estaba divida por el Muro. El local era famoso, no tanto por la oferta culinaria, sino por ser la vitrina preferida de la gente bonita del sector occidental de la ciudad. Pero, cuando la odiosa barrera de acero y hormigón se derrumbó en la noche mágica del 9 de noviembre de 1989 e hizo posible que las dos Alemanias lograran unificarse, Mary intuyó que el futuro estaba en Berlin Mitte y no en el burgués barrio de Charlottenburg. Sin pensarlo dos veces, vendió el exitoso Shell y comenzó a buscar un local apropiado para abrir un nuevo restaurante que debía ser el pionero en una zona de la gran ciudad donde, durante 40 años, habían imperado las reglas del socialismo real.

Roland Mary fue uno de los primeros en darse cuenta de que, después de la unificación alemana, Berlín estaba condenado a convertirse en una metrópolis mundial y el antiguo centro histórico de la ciudad recuperaría el aire mundano que tenía antes de que llegara Hitler al poder. La suerte quiso que Mary encontrara el local donde ahora funciona su restaurante. Fue un amor a primera vista . «La sala era una típica ‘brasserie’ parisina que había sido construida por hugonotes. En ninguna otra parte de Berlín se podía encontrar un local parecido», admitió Mary en una entrevista con una revista especializada. «Tuve la suerte de poder abrir un restaurante metropolitano y estaba seguro de que el centro de Berlín recuperaría la actividad, como en cualquier ciudad normal».

La esquina del canciller

Aun así, la apuesta no estaba exenta de riesgos. Cuando el Borchardt abrió sus puertas el 5 de marzo de 1992, toda la zona olía a socialismo, el paisaje arquitectónico era sombrío y el país se gobernaba desde la pequeña Bonn. Todo cambió cuando el gobierno federal y el Bundestag iniciaron, en el verano de 1999, la histórica mudanza a Berlín. La ciudad se llenó de funcionarios, diplomáticos, periodistas, corresponsales extranjeros, cabilderos y políticos. Mary también tuvo la suerte de que Gerhard Schröder, el primer canciller que gobernó el país desde Berlín, adoraba abandonar su oficina al mediodía para visitar los restaurantes que abrieron alrededor de la hermosa Gendarmemarkt, quizás la plaza más bella de Alemania. El ex canciller socialdemócrata se convirtió en cliente habitual del Borchardt y su mesa fue bautizada como ‘la esquina del canciller’, una nueva atracción para el local.

El Borchardt y el desfile de personalidades que acude casi a diario al restaurante convirtieron a Roland Mary en el jefe de un imperio gastronómico que da empleo a unas 600 personas, toda una hazaña para un hombre que descubrió el oficio por casualidad y que ya estaba pensando darle la espalda a Berlín, harto del aire provinciano que se respiraba en la ciudad, cuando estaba dividida por el Muro.